El miércoles 24, no sé si será mañana o fue ayer, o es ahora mismo, Juan Villoro aparecerá en TV UNAM entrevistando a Enrique Vila-Matas, quien es para mí el mejor prosista en lengua española actualmente. Como yo no tengo televisión de paga, no voy a ver la entrevista ni a comentar nada más acerca de eso.
Lo que comentaré será el artículo de Villoro que apareció el pasado viernes 19 en el Reforma, titulado: Café y escritura[1], que disfruté sobremanera. En éste, Villoro enumera algunos cafés frecuentados por escritores y hace referencia a un libro que me gustaría tener entre manos: Poética del café de Antoni Martí Monterde. "Un libro tan adictivo como su tema… recuerda la importancia cultural de los espacios diseñados para conversar sin límite de tiempo."[2]
Al leer tales palabras, primero quedé complacido, luego sentí que eran engañosas y terminé por acordarme de una sentencia de Fadanelli, que cito de memoria: Los amigos tienen fecha de caducidad, aproximadamente de cinco a diez años.
Yo, después de que en el último año frecuenté ciertos cafés y perdí algunas amigas, he sentido que hay amistades que duran menos que una taza de café, así, ¿cómo va a ser posible una conversación sin límite de tiempo?
Si contamos el tiempo es porque la esencia del tiempo es imponernos un límite. Hablar de tiempos ilimitados siempre será una falacia. Cada vez que decimos aún hay tiempo o el tiempo dirá, la muerte, cerca de nosotros, sonríe discretamente.
Como yo no soy un hombre de mundo, no puedo hablar de cafés famosos, si un día conozco el San Marco de Trieste o el Martinho da Arcadas en Lisboa, quizás mi tono sea menos pesimista.
Yo de los que puedo hablar son los de la colonia Roma, del Diverso, por ejemplo, donde hace unos años platiqué con una señorita en cuya mano había una tarántula. Ella tenía un instinto cafetero. No recuerdo nada de nuestra plática, pero sus ojos eran oscuros, brillantemente. Me parece que escribí algún poema, algún teatralismo. Fue una tarde que se consumió placenteramente. No entiendo por qué nunca más la volví a ver.
Allí mismo, hace unos meses conversé con otra chica. Cerca del metro Chilpancigo, me dijo: voy a donde tú me digas. No había leído aún que por ahí se encuentra uno de los sitios favoritos de Fernanda. Así que sólo pensé en el Diverso. De cualquier modo, yo prefiero platicar que coger. ¡Hasta dónde llega mi vejez!
No me había dado cuenta de esta verdad hasta hace unos cuantos días. Otra mujer, otra amiga que he perdido, me había planteado esta pregunta meses atrás: ¿Qué prefieres platicar o coger? A pesar de que estábamos en su casa a solas, en todo momento supuse que su duda era motivada meramente por la curiosidad. Sin embargo, me tomó de sorpresa. Y la sinceridad es una cualidad difícil de ejercitar. Me parece que la sinceridad es lo contrario de la espontaneidad, digan lo que digan los teóricos del inconsciente.
En aquella ocasión respondí que depende de con quién se platique o se tenga sexo. Una respuesta vaga para salir del paso, pero que evadía la cuestión. Razonaba de este modo: hay mujeres con las que resulta aburrido conversar pero con quienes se podría pasar gozosos lapsos eróticos. En términos científicos se diría que ciertas mujeres cuentan con un sexo paradisíaco inversamente proporcional a su plática exasperante.
Ahora comprendo que mentí sin querer. Simplemente veo que prefiero la conversación. Lamento estar en desacuerdo con Unamuno, en aquello de que el único modo de conocer a una mujer es acostándose con ella. Aunque eso suceda, uno jamás las conoce. Y siento que resulta menos decepcionante ver sus cambios de personalidad frente a una taza de café que debajo de las sábanas. En la cama te puedes quedar sin nada, pero en el café, al menos, te quedas con ese delicioso sabor amargo en la boca.
Lo que comentaré será el artículo de Villoro que apareció el pasado viernes 19 en el Reforma, titulado: Café y escritura[1], que disfruté sobremanera. En éste, Villoro enumera algunos cafés frecuentados por escritores y hace referencia a un libro que me gustaría tener entre manos: Poética del café de Antoni Martí Monterde. "Un libro tan adictivo como su tema… recuerda la importancia cultural de los espacios diseñados para conversar sin límite de tiempo."[2]
Al leer tales palabras, primero quedé complacido, luego sentí que eran engañosas y terminé por acordarme de una sentencia de Fadanelli, que cito de memoria: Los amigos tienen fecha de caducidad, aproximadamente de cinco a diez años.
Yo, después de que en el último año frecuenté ciertos cafés y perdí algunas amigas, he sentido que hay amistades que duran menos que una taza de café, así, ¿cómo va a ser posible una conversación sin límite de tiempo?
Si contamos el tiempo es porque la esencia del tiempo es imponernos un límite. Hablar de tiempos ilimitados siempre será una falacia. Cada vez que decimos aún hay tiempo o el tiempo dirá, la muerte, cerca de nosotros, sonríe discretamente.
Como yo no soy un hombre de mundo, no puedo hablar de cafés famosos, si un día conozco el San Marco de Trieste o el Martinho da Arcadas en Lisboa, quizás mi tono sea menos pesimista.
Yo de los que puedo hablar son los de la colonia Roma, del Diverso, por ejemplo, donde hace unos años platiqué con una señorita en cuya mano había una tarántula. Ella tenía un instinto cafetero. No recuerdo nada de nuestra plática, pero sus ojos eran oscuros, brillantemente. Me parece que escribí algún poema, algún teatralismo. Fue una tarde que se consumió placenteramente. No entiendo por qué nunca más la volví a ver.
Allí mismo, hace unos meses conversé con otra chica. Cerca del metro Chilpancigo, me dijo: voy a donde tú me digas. No había leído aún que por ahí se encuentra uno de los sitios favoritos de Fernanda. Así que sólo pensé en el Diverso. De cualquier modo, yo prefiero platicar que coger. ¡Hasta dónde llega mi vejez!
No me había dado cuenta de esta verdad hasta hace unos cuantos días. Otra mujer, otra amiga que he perdido, me había planteado esta pregunta meses atrás: ¿Qué prefieres platicar o coger? A pesar de que estábamos en su casa a solas, en todo momento supuse que su duda era motivada meramente por la curiosidad. Sin embargo, me tomó de sorpresa. Y la sinceridad es una cualidad difícil de ejercitar. Me parece que la sinceridad es lo contrario de la espontaneidad, digan lo que digan los teóricos del inconsciente.
En aquella ocasión respondí que depende de con quién se platique o se tenga sexo. Una respuesta vaga para salir del paso, pero que evadía la cuestión. Razonaba de este modo: hay mujeres con las que resulta aburrido conversar pero con quienes se podría pasar gozosos lapsos eróticos. En términos científicos se diría que ciertas mujeres cuentan con un sexo paradisíaco inversamente proporcional a su plática exasperante.
Ahora comprendo que mentí sin querer. Simplemente veo que prefiero la conversación. Lamento estar en desacuerdo con Unamuno, en aquello de que el único modo de conocer a una mujer es acostándose con ella. Aunque eso suceda, uno jamás las conoce. Y siento que resulta menos decepcionante ver sus cambios de personalidad frente a una taza de café que debajo de las sábanas. En la cama te puedes quedar sin nada, pero en el café, al menos, te quedas con ese delicioso sabor amargo en la boca.
[1] Literatura\Fet a Mèxic Trailer de Café con Shandy.htm
[2] J. Villoro, “Café y escritura”, Reforma, 19 de octubre del 2007, pág. 21. Para suscriptores: www.reforma.com/editoriales/nacional/410/819729/default.shtm
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