Cuando una persona tiene miedo se
vuelve más impredecible. Andrea estaba realmente asustada después de que
intentara responder una simple pregunta de uno de sus amigos y sintiera que su
voz se había esfumado.
--Andrea, ¿tienes o no tienes una
pluma que me prestes?
Andrea giró con lentitud su
cabeza para negar. Deseaba negar esa sensación de realidad y de pesadilla. No
se acercó a nadie durante toda la mañana para que no le hablaran, no quería moverse
de su lugar como si estuviera apestada. ¿Por qué no poder hablar le hacía sentirse
sucia o despreciable? Sin despedirse de nadie, cuando llegó la hora de la
salida, arrancó lo más rápido que pudo: odiaba la idea de que le pidieran
explicaciones y que sólo tuviera su rostro parco y triste como respuesta.
Al llegar a su casa, trato de
escabullirse directamente a su recámara, pero su madre la interceptó y le pidió
que trajera varias cosas de la tienda. No le preguntó cómo le había ido, sólo
le pedía cosas y le daba explicaciones.
Mucho rato después, mientras
Andrea lavaba los trastes, su madre le dijo:
--Has estado muy callada, ¿estás
bien?
Andrea respondió con la cabeza.
Su madre siguió viendo unos comerciales en la tele. Fue hasta ese momento que
Andrea, quiso aprovechar una ráfaga de cansancio, para irse a su cama y dormir.
Sospechaba que en el sueño encontraría la causa de la pérdida de su voz.
--¿Ya acabaste? –Preguntó su
madre sin dejar de ver los anuncios televisivos, mientras Andrea cerraba la
puerta de su cuarto y se tiraba en la cama. Sintió miedo de cerrar los ojos,
pero lo hizo fuertemente y luego despacio fue relajándose, acomodándose a la
almohada, al colchón, al aire, al silencio, a la negrura, a la falta de
temperatura, a la sensación de flotar, a las letras que volaban, a las flores
extrañas que la rodeaban, a la luna púrpura, a los ojos del diablo de las
palabras.
--Oye, maldito, ¡devuélveme mi
voz!
--Me parece que tú tienes tu voz.
--¡No! Bueno, ahora sí, pero en
la vida real no tengo.
--¿Y si esta fuera la vida real?
--No. No me preguntes eso. Obvio
que esto es un sueño. ¿O estoy soñando que soy muda? Más bien creo que… bueno,
no sé cómo decirlo.
--He ahí el problema. Ni yo ni
nadie puede quitarte tu voz. Lo que sucede es que no sabes cómo hablar con tu
propia voz.
--Yo sí sabía, no es que hablara
mucho, así, tú entiendes, ¿no?, pero, pues, ahora, ya no, y, ¿ves?
--Si recuerdas, yo te advertí que
hoy vendrías a pedirme respuestas. Lamentablemente tus preguntas son de un
laconismo deplorable. Te invito a que no escatimes palabras en tus
planteamientos, abunda, hija mía.
-¿Qué?
-Escucha, yo estoy bien dispuesto
para responder tus cuestionamientos, bajo la condición de que preguntes con
cabalidad y coherencia.
-No sé si soy coherente, pero
¿por qué no puedo hablar?
-Estás hablando.
-Aquí, pero esto es un sueño.
Quiero hablar en mi escuela y en mi casa y en todas partes.
-¿Qué te lo impide?
-No sé.
-Arriesga una hipótesis.
-No, ya dime. Tú sí sabes, yo no
sé.
-¿Y qué tal si tú supieras el verdadero
motivo para que se haya apagado tu hablar?
-Pues no sé. Creo que lo que yo
digo no es importante. Tal vez por eso. No siempre sé lo que la gente quiere
oír. Soy de hueva… ¿verdad?
-¿Hoy cuando no pudiste hablar
intentaste, acaso, decir lo que tú de verdad querías decir o intentabas decir
lo que creías que los demás esperaban que respondieras?
-Pues lo que los demás… o sea que
si dijera lo que yo quiero… ¿sí podría hablar? ¿Neta?
-Digamos que debes hablar con tus
propias palabras, que por cierta diablura, lo que no podrás pronunciar son
palabras de otros.
-¿Y cómo sé cuáles son las mías?
-Buena pregunta. Por lo menos,
esta vez no te limitaste a un lacónico “qué”. Las palabras son de dominio
público, pertenecen a todos y a la vez a nadie, sin embargo, hay estilos de hablar,
ritmos, como decía ayer; ese ritmo propio que responde a tus latidos, las oraciones
que se amoldan a tu forma de respirar, las frases que pareciera que salen del
alma; esas son tus palabras, aunque otros también las usen. Se trata de tu
manera de expresarte.
-Oquey. Espero que funcione… ¿Si
no funciona hay algo que pueda hacer para seguir hablando?
-Hay una diablura que yo sólo
comparto con mis amigas más entrañables.
-Aja. ¿Cómo?
-Puedes invertir en un banco de
palabras, eso siempre da buen rendimiento, por el pequeño sacrificio de oír
frecuentemente a un narrador.
-No entendí nada.
-Yo te puedo asignar a algún narrador
que te acompañe. Los narradores son agentes de bancos de palabras, con fondos disponibles
todo el tiempo.
-¿Puedes explicármelo de manera
más simple?
-¡Un narrador, niña! Una voz que
dice palabras: describe lugares, cuenta acciones; unos explican, otros
informan. La voz estará en tu mente, sólo tú la escucharás. ¿Qué dices, firmas
el contrato de una vez?
En ese momento, Andrea vio ante
sí un descomunal pergamino que contenía letras pequeñísimas, a simple vista le
era imposible leer; para colmo el Diablo de las Palabras lo hacía girar buscando
la parte final, en la que sí estaba escrito con una letra de tamaño regular:
firma de la protagonista y un cuadrito. El Diablo le explicó que ni siquiera
tendría que firmar, que bastaba con que acercara su dedo y él mismo le tomó la
mano y la arrastró hacia el cuadro donde de inmediato se dibujó una palomita.
Un instante después había desaparecido el pergamino, el Diablo y todo lo
onírico.
Andrea se encontraba una vez más
en su cama y en su cuarto. Se quedó absorta un minuto mirando su ropero, su
escritorio y su tocador. Era como si por primera vez viera aquello y le pareció
deprimente no tener ningún cuadro en las paredes, también le disgustó notar que
había muy pocos colores y que esos pocos eran oscuros. Esto debe cambiar, dijo.
-¡Ya puedo hablar!
Entonces comenzó a imaginarse
cómo personalizaría su habitación.
-¿Tú eres el narrador, verdad?
Andrea decidió buscar un cuaderno
y comenzar a dibujar para que lo primero que adornara la pared contigua a su
cama fuera un dibujo de su propia mano.
-Oye, esa es buena idea.
Sin darse cuenta, comenzó a
pronunciar en voz alta sus pensamientos como si hablara con alguien más, de
manera que su madre alcanzó a escucharla y, extrañada, se acercó a la puerta de
la recámara de Andrea, pegó el oído y como volvió a oír que hablaba, a pesar de
que esa tarde había estado muy callada, preguntó:
--¿Estás bien, hija?
--Órale.
--¿Estás bien?
--Sí, ma, estoy leyendo en voz
alta.
Andrea, luego de mentirle a su
madre, miró al techo y dio vueltas en su cuarto como buscando un rostro entre
sus cosas, sonrió y, al mismo tiempo, sintió ganas de llorar. Se vio al espejo,
se acomodó el cabello y corrió luego hacia uno de sus cuadernos para dibujar,
con trazos muy seguros, su propio cuarto, también se dibujó a sí misma mirándose
al espejo y añadió una burbuja de diálogo en la que escribió: ya puedo hablar. Se sintió satisfecha
con el resultado del dibujo, así que lo pegó a un costado de su cama y, aunque
tenía ganas de continuar dibujando, también un gran oleaje de cansancio crecía
en su cuerpo.
--Oleaje de cansancio, me gusta.
Andrea murmuró algo para sí misma
mientras se acomodaba para dormir.
-Hasta mañana, narrador.