Quisiera sentirme como yo era hace diez años. Por mera curiosidad. Sin embargo, pienso que por más que intente reconstruir mi forma de vivir, he perdido para siempre las sensaciones que me motivaban en aquel tiempo. Trataré de inventar mis recuerdos de la manera más verídica posible.
Deseaba ser cineasta, escribir, trascender. ¿Por qué uno no querrá morirse del todo?
Seré polvo indiferente
o ni siquiera polvo
en la región del olvido
el vacío será mi residencia
sin caminos de vuelta
moriré del todo.
Me he preocupado desde hace unos días pensando que el tiempo es infinito y que el anterior poema está equivocado. ¿Por qué yo quiero desaparecer aparentemente para siempre, pero en el fondo no?
Siento que hay una escisión en mí. Qué cansancio me da, qué tedio trágico, cuando me imagino inmortal. Qué infernal sería el paraíso para mí. A mí me gustan las innovaciones, los cambios, los finales. Estoy casi seguro de que por ello dejé de ser católico. Decirle “no” a la vida eterna significó un gran alivio para mi mente. Pero me asombra que haya personas interesadas en no morirse. Y quisiera comprenderlas, quisiera conmoverme, mas sólo logro juzgarlas como insensatas. A los suicidas, en cambio, creo entenderlos bien. Yo soy un suicida.
Estoy firmemente convencido de que el sufrimiento carece de sentido, al igual que la vida. Uno se divierte, por supuesto, inventándose metas, conquistando pequeños trofeos: un diez en la escuela, un empleo bien remunerado, una mujer linda en la cama, tu postre preferido el día de tu cumpleaños. Pendejadas, finalmente.
Podría creerse que digo estas frases con amargura, que tengo una navaja en las manos y estoy en la bañera, despidiéndome de todo y de nada en especial. Y no precisamente. Estoy mirando un amanecer agradable, escuchando además canciones llenas de energía, que me recuerdan momentos intensos. Y creo, también, que la alegría sí tiene sentido. Pero para que lo tenga debe existir la muerte, la desaparición total. ¿Cómo emocionarse de ver la caminata de una nube que has de ver infinitamente? ¿Cómo gozar de la espontánea brisa, si ésta no hace sino un movimiento repetitivo y eterno?
Yo he disfrutado tanto unos pequeños momentos en que me he detenido a darme cuenta de que lo que embellece esencialmente a las cosas es su propia destrucción. Valen porque desaparecen, porque se pierden, porque son irrecuperables. Eso pensé ayer en la noche mirando unas rosas, que estaban en plenitud, listas para pudrirse.
He de repetir, lamentablemente, lo de mi escisión. Me duele que la gente más querida por mí, y mis familiares cercanos, no hayan podido compartir conmigo esta visión de las cosas. Y por este dolor, por no sentirlo, cambiaría mi alma. Sé que es imposible cambiarla, incluso si existiera.
Así que he sido cruel e inhumano. Sentí satisfacción cuando la muerte de mi abuela. Mi padre no me perdonó que yo gozara al enterarme de tal noticia. Si supiera que en su propio velorio también me sentí contento. Ambos estaban muy viejos. Habían perdido la lucidez. Ya no sabían reconocerse ellos mismos frente al espejo. Sus cuerpos eran pellejos desvalidos y tenían frágiles mondadientes por huesos. Lo peor, sin duda, eran sus mentes errando entre la locura y la nada.
Me gustaría, desde otra parte de mi ser, haber creído en un Dios débil. En uno compasivo, en uno capaz de entristecerse y de perdonarlo todo, porque en el fondo, Él sería el único culpable del sufrimiento.
Un Dios así, sin embargo, me resulta patético. Jesucristo nunca me ha caído bien. Demasiado susceptible para mi gusto. Parece que necesita más ayuda de la que es capaz de ofrecer. E individuos como él, dioses como él, me conmueven sólo en un primer momento, luego, muy pronto, me distancio de ellos; no soporto que mi comportamiento les influya tanto ni que mis gestos de hastío les duelan ni que mis banales dichas los emocionen.
Siempre he preferido al inconmovible Dios aristotélico o a los de los sacrificios. Los que dominan el trueno. Aunque no puedo creer en su existencia. Me parece ridículo imaginármelos. Son tan falsos. Mas, fuera de eso, perfectos. Con su muerte comienza el dolor de la fugacidad, nuestra condena perenne a la imperfección.
Anoche también estuve mirando el techo. Allí, entre la oscuridad y el silencio, un dios tendría que pararse, existir, escucharme como nadie lo puede hacer, como nadie ha podido. Yo tendría que sentirme como un niño y decirle esto:
Padre mío, sin oídos, atiéndeme. Compadécete de esta mano que toca la almohada y que no encuentra ninguna aliada, ya que la esposa está muerta y cuando estuvo viva era sólo un sedante, sólo un ruido que me ayudaba a no escuchar mi voz, sólo una sombra de una piel que amé hace tanto tiempo en un brevísimo momento, y sólo porque dijo que no deseaba morir, porque tenía los ojos extraviados, porque estaba mareada, porque estábamos discutiendo, porque le entraban ataques de ansiedad, porque yo quería que se fuera de mi vida, porque ella deseaba quedarse, aferrarse a la imposible eternidad de ese amor que le tuve y que me tuvo. Y ella me pidió que le hiciera el amor, porque ya no sentía su cuerpo, porque necesitaba sentir su carne entregada para pensar que sobrevivía, porque requirió desnudarse frente a la luna del armario y repitió su nombre completo varias veces, porque creyó que ya no existía. Y yo le hice el amor, le pedí que no se fuera, que se aferrara a ese amor que ya no sentíamos, que me ayudara a empuñar el para-siempre como si fuera posible, como si tú existieras, Creador inexistente.
Orfandad, contéstame.
¿Seré el huérfano o seré el padre que abandonó a su hija? A cierta edad, no sé si se pueda ser huérfano. Esto me pasó a mí hace diez años. A los veintisiete. Escogí vivir con una mujer enfermiza y embarazada, cuya angustia principal era la muerte. La traté con ternura al inicio de nuestra vida marital, como si algo me dijera que ella era una mujer buena, la protagonista de una novela romántica, cuyo destino iba a ser la enfermedad, la convalecencia y la recaída mortal.
Ella, por supuesto, era una mujer del siglo XXI, cínica, neurótica, bipolar. Se creaba nudos apretadísimos en la garganta, padecía pesadillas muchas noches, temblaban sus manos al despertar, me abrazaba pidiéndome que le fuera intachablemente fiel. A veces me arrojaba objetos, rasgaba mi ropa, impedía mi sueño. Alguna vez se marchó temprano hacia una oficina y no regresó hasta después de acostarse con algún compañero de trabajo y se negaba a hacerlo conmigo hasta juntar valor suficiente para confesarme que prefería al otro.
No sé cuántas veces nos separamos. Quizá cuando le extirparon un riñón dejamos de discutir y esa costumbre de partir y volver. Para entonces nuestra hija había crecido. Le poníamos mayor atención. Posiblemente para no odiarnos otra vez. La pequeña nos distraía y tratábamos de quererla sin conseguirlo. Ella era el receptáculo de nuestras frustraciones, pero también de nuestra ternura desesperada que necesitaba un cauce para manifestarse.
Poco después de que cumplió cinco años, su madre murió. Por primera vez experimenté lo que era sufrir por la muerte de una persona. Y los días que siguieron a aquel deceso fueron tan tranquilos y agradables, que hubiera deseado que todo el mundo se muriera.
La niña en ocasiones me parecía linda, pero frecuentemente me parecía una extraña, una molestia. Pese a ello, me desagradaba bastante la idea de cederle la custodia a mi suegra. Notaba en la pequeña algunas resonancias de su madre que me conmovían, aunque otras de ésas me enfadaban, como cierta gesticulación de desdén. Me pregunté en aquellos meses si mis sentimientos habrían sido otros de haber sido el padre biológico de la niña. ¿Cuánto podría cambiar en el corazón de un hombre por el hecho de haber arrojado, entre muchos otros, un espermatozoide hábil para fecundar?
También dudé de que si mis metas en la vida hubieran sido menos artísticas, acaso me habría sido posible volverme un buen padre, o al menos un padre.
Yo me esforzaba por destacar. Por crear una obra perdurable. Por escapar de la mediocridad de la dirección de comerciales televisivos. Yo me sabía con talento no apreciado por el mundo consumista e imbécil.
Mientras más puertas se me cerraban, con el correr de los días, con mi escisión entre la vida privada y la vida profesional. Con mi falta de creatividad, con mi mala concentración, con mis mediocres chambas, con una hija cada vez más distinta a mí, cada vez más extraña y maleducada, con todo eso, decidí terminar. Me suicidé por primera vez.
Hice el ridículo. Sobreviví a la caída. Me había arrojado de un segundo piso y sólo me rompí una pierna. Cedí la custodia de la niña un poco después. Pensé que sin molestias alcanzaría la gloria finalmente.
Y ahora, en este momento en el que me estoy viendo frente al espejo, me doy cuenta de que nunca tuve talento. No el suficiente para ser un grande. No el suficiente para trascender. Y sé que filmo inútilmente esto, igual que todo lo que filmé en la vida.
La mañana es bella en verdad. Tú lo sabes, cámara, eres la única que lo sabe, aunque no sepas ver exactamente lo que yo veo. Graba, no sé para qué, lo que yo no podré ver: mi cuerpo muerto. La pistola en la sien no falla, por fortuna. Así que déjame solamente repetir este poema cuyo autor quedó anónimo:
Seré polvo indiferente
o ni siquiera polvo
en la región del olvido
el vacío será mi residencia
sin caminos de vuelta
he de morir del todo.
Después de la detonación, la cámara siguió filmando.
Deseaba ser cineasta, escribir, trascender. ¿Por qué uno no querrá morirse del todo?
Seré polvo indiferente
o ni siquiera polvo
en la región del olvido
el vacío será mi residencia
sin caminos de vuelta
moriré del todo.
Me he preocupado desde hace unos días pensando que el tiempo es infinito y que el anterior poema está equivocado. ¿Por qué yo quiero desaparecer aparentemente para siempre, pero en el fondo no?
Siento que hay una escisión en mí. Qué cansancio me da, qué tedio trágico, cuando me imagino inmortal. Qué infernal sería el paraíso para mí. A mí me gustan las innovaciones, los cambios, los finales. Estoy casi seguro de que por ello dejé de ser católico. Decirle “no” a la vida eterna significó un gran alivio para mi mente. Pero me asombra que haya personas interesadas en no morirse. Y quisiera comprenderlas, quisiera conmoverme, mas sólo logro juzgarlas como insensatas. A los suicidas, en cambio, creo entenderlos bien. Yo soy un suicida.
Estoy firmemente convencido de que el sufrimiento carece de sentido, al igual que la vida. Uno se divierte, por supuesto, inventándose metas, conquistando pequeños trofeos: un diez en la escuela, un empleo bien remunerado, una mujer linda en la cama, tu postre preferido el día de tu cumpleaños. Pendejadas, finalmente.
Podría creerse que digo estas frases con amargura, que tengo una navaja en las manos y estoy en la bañera, despidiéndome de todo y de nada en especial. Y no precisamente. Estoy mirando un amanecer agradable, escuchando además canciones llenas de energía, que me recuerdan momentos intensos. Y creo, también, que la alegría sí tiene sentido. Pero para que lo tenga debe existir la muerte, la desaparición total. ¿Cómo emocionarse de ver la caminata de una nube que has de ver infinitamente? ¿Cómo gozar de la espontánea brisa, si ésta no hace sino un movimiento repetitivo y eterno?
Yo he disfrutado tanto unos pequeños momentos en que me he detenido a darme cuenta de que lo que embellece esencialmente a las cosas es su propia destrucción. Valen porque desaparecen, porque se pierden, porque son irrecuperables. Eso pensé ayer en la noche mirando unas rosas, que estaban en plenitud, listas para pudrirse.
He de repetir, lamentablemente, lo de mi escisión. Me duele que la gente más querida por mí, y mis familiares cercanos, no hayan podido compartir conmigo esta visión de las cosas. Y por este dolor, por no sentirlo, cambiaría mi alma. Sé que es imposible cambiarla, incluso si existiera.
Así que he sido cruel e inhumano. Sentí satisfacción cuando la muerte de mi abuela. Mi padre no me perdonó que yo gozara al enterarme de tal noticia. Si supiera que en su propio velorio también me sentí contento. Ambos estaban muy viejos. Habían perdido la lucidez. Ya no sabían reconocerse ellos mismos frente al espejo. Sus cuerpos eran pellejos desvalidos y tenían frágiles mondadientes por huesos. Lo peor, sin duda, eran sus mentes errando entre la locura y la nada.
Me gustaría, desde otra parte de mi ser, haber creído en un Dios débil. En uno compasivo, en uno capaz de entristecerse y de perdonarlo todo, porque en el fondo, Él sería el único culpable del sufrimiento.
Un Dios así, sin embargo, me resulta patético. Jesucristo nunca me ha caído bien. Demasiado susceptible para mi gusto. Parece que necesita más ayuda de la que es capaz de ofrecer. E individuos como él, dioses como él, me conmueven sólo en un primer momento, luego, muy pronto, me distancio de ellos; no soporto que mi comportamiento les influya tanto ni que mis gestos de hastío les duelan ni que mis banales dichas los emocionen.
Siempre he preferido al inconmovible Dios aristotélico o a los de los sacrificios. Los que dominan el trueno. Aunque no puedo creer en su existencia. Me parece ridículo imaginármelos. Son tan falsos. Mas, fuera de eso, perfectos. Con su muerte comienza el dolor de la fugacidad, nuestra condena perenne a la imperfección.
Anoche también estuve mirando el techo. Allí, entre la oscuridad y el silencio, un dios tendría que pararse, existir, escucharme como nadie lo puede hacer, como nadie ha podido. Yo tendría que sentirme como un niño y decirle esto:
Padre mío, sin oídos, atiéndeme. Compadécete de esta mano que toca la almohada y que no encuentra ninguna aliada, ya que la esposa está muerta y cuando estuvo viva era sólo un sedante, sólo un ruido que me ayudaba a no escuchar mi voz, sólo una sombra de una piel que amé hace tanto tiempo en un brevísimo momento, y sólo porque dijo que no deseaba morir, porque tenía los ojos extraviados, porque estaba mareada, porque estábamos discutiendo, porque le entraban ataques de ansiedad, porque yo quería que se fuera de mi vida, porque ella deseaba quedarse, aferrarse a la imposible eternidad de ese amor que le tuve y que me tuvo. Y ella me pidió que le hiciera el amor, porque ya no sentía su cuerpo, porque necesitaba sentir su carne entregada para pensar que sobrevivía, porque requirió desnudarse frente a la luna del armario y repitió su nombre completo varias veces, porque creyó que ya no existía. Y yo le hice el amor, le pedí que no se fuera, que se aferrara a ese amor que ya no sentíamos, que me ayudara a empuñar el para-siempre como si fuera posible, como si tú existieras, Creador inexistente.
Orfandad, contéstame.
¿Seré el huérfano o seré el padre que abandonó a su hija? A cierta edad, no sé si se pueda ser huérfano. Esto me pasó a mí hace diez años. A los veintisiete. Escogí vivir con una mujer enfermiza y embarazada, cuya angustia principal era la muerte. La traté con ternura al inicio de nuestra vida marital, como si algo me dijera que ella era una mujer buena, la protagonista de una novela romántica, cuyo destino iba a ser la enfermedad, la convalecencia y la recaída mortal.
Ella, por supuesto, era una mujer del siglo XXI, cínica, neurótica, bipolar. Se creaba nudos apretadísimos en la garganta, padecía pesadillas muchas noches, temblaban sus manos al despertar, me abrazaba pidiéndome que le fuera intachablemente fiel. A veces me arrojaba objetos, rasgaba mi ropa, impedía mi sueño. Alguna vez se marchó temprano hacia una oficina y no regresó hasta después de acostarse con algún compañero de trabajo y se negaba a hacerlo conmigo hasta juntar valor suficiente para confesarme que prefería al otro.
No sé cuántas veces nos separamos. Quizá cuando le extirparon un riñón dejamos de discutir y esa costumbre de partir y volver. Para entonces nuestra hija había crecido. Le poníamos mayor atención. Posiblemente para no odiarnos otra vez. La pequeña nos distraía y tratábamos de quererla sin conseguirlo. Ella era el receptáculo de nuestras frustraciones, pero también de nuestra ternura desesperada que necesitaba un cauce para manifestarse.
Poco después de que cumplió cinco años, su madre murió. Por primera vez experimenté lo que era sufrir por la muerte de una persona. Y los días que siguieron a aquel deceso fueron tan tranquilos y agradables, que hubiera deseado que todo el mundo se muriera.
La niña en ocasiones me parecía linda, pero frecuentemente me parecía una extraña, una molestia. Pese a ello, me desagradaba bastante la idea de cederle la custodia a mi suegra. Notaba en la pequeña algunas resonancias de su madre que me conmovían, aunque otras de ésas me enfadaban, como cierta gesticulación de desdén. Me pregunté en aquellos meses si mis sentimientos habrían sido otros de haber sido el padre biológico de la niña. ¿Cuánto podría cambiar en el corazón de un hombre por el hecho de haber arrojado, entre muchos otros, un espermatozoide hábil para fecundar?
También dudé de que si mis metas en la vida hubieran sido menos artísticas, acaso me habría sido posible volverme un buen padre, o al menos un padre.
Yo me esforzaba por destacar. Por crear una obra perdurable. Por escapar de la mediocridad de la dirección de comerciales televisivos. Yo me sabía con talento no apreciado por el mundo consumista e imbécil.
Mientras más puertas se me cerraban, con el correr de los días, con mi escisión entre la vida privada y la vida profesional. Con mi falta de creatividad, con mi mala concentración, con mis mediocres chambas, con una hija cada vez más distinta a mí, cada vez más extraña y maleducada, con todo eso, decidí terminar. Me suicidé por primera vez.
Hice el ridículo. Sobreviví a la caída. Me había arrojado de un segundo piso y sólo me rompí una pierna. Cedí la custodia de la niña un poco después. Pensé que sin molestias alcanzaría la gloria finalmente.
Y ahora, en este momento en el que me estoy viendo frente al espejo, me doy cuenta de que nunca tuve talento. No el suficiente para ser un grande. No el suficiente para trascender. Y sé que filmo inútilmente esto, igual que todo lo que filmé en la vida.
La mañana es bella en verdad. Tú lo sabes, cámara, eres la única que lo sabe, aunque no sepas ver exactamente lo que yo veo. Graba, no sé para qué, lo que yo no podré ver: mi cuerpo muerto. La pistola en la sien no falla, por fortuna. Así que déjame solamente repetir este poema cuyo autor quedó anónimo:
Seré polvo indiferente
o ni siquiera polvo
en la región del olvido
el vacío será mi residencia
sin caminos de vuelta
he de morir del todo.
Después de la detonación, la cámara siguió filmando.