Me he cansado de leer y de
escuchar un trapeador que se hace pasar por idea: hay que ser tolerantes.
¿Por qué carajos tiene que
considerarse valiosa y siempre positiva a la tolerancia? Por razones
políticamente correctas, que son, como sabemos, por lo general sinrazones. Sin
embargo, algún valor debe impulsar el dogma de la tolerancia: ese valor es el
de la paz. Muchas veces es preferible aguantar un daño que luchar inútilmente
por repararlo. Ante las injusticias celestiales, claramente, no conviene
escupir al cielo. Pero ante las injusticias humanas, claramente, no conviene
quedarse con los brazos tolerantemente cruzados. La tolerancia es, pues, una
flor en la rama de la indiferencia, la cual a su vez brota en el tronco del
odio. Los antiguos griegos y romanos comprendieron el linaje de la tolerancia y
la tenían por defecto, juzgándola de esa manera, unos fundaron la ética, los
otros las leyes, que son, en esencia, intolerantes. Ya ha pasado mi
adolescencia anarquista, he llegado a comprender el valor fundamental de la
intolerancia, en otras palabras, creo en el cumplimiento de las reglas y en la
legalidad.
Los ultras de la Ilustración son
intolerantes porque fueron racionales. El dios cristiano, en cambio, es tolerante
porque es irracional. Del lado de la fe, en el terreno del capricho, crece la
hierba de la tolerancia. Esto parecerá una locura para los que han cultivado
alguna fobia hacia el cristianismo. Si no renuncian a leerme, tal vez puedan
comprender la dirección de mis ideas. Perdonar a un criminal por el simple
hecho de arrepentirse de corazón mientras está clavado a una cruz, ¿no es un
acto de asombrosa tolerancia? El cristianismo predica el perdón, la redención
de los pecados a condición de un acto subjetivo, no cuantificable: la fe.
¡Pero también son intolerantes!
Gritarán algunos, porque no permiten la poligamia, la vida libertina, etc. No
estoy de acuerdo, por el contrario, el catolicismo tolera, incluso la
pederastia. El rezo a Dios, la intercesión de los santos, la confesión de los
pecados y otros rituales caprichosos redimen. Con una incuantificable dosis de
arrepentimiento, no hay mal que no sea tolerado. Una vez que el ser humano se
deja gobernar por lo irracional, la intolerancia se diluye y todo se vuelve
veleidad.
No estaría de más recordar que Caín,
luego de haber asesinado a su hermano, creó a Dios para deshacerse de su
responsabilidad, con ello, también inventó la tolerancia. Los griegos, por otra
parte, siempre más racionales y más cercanos al derecho, concibieron la
tragedia, forjaron personajes que tienen que pagar el lastre de su ignorancia,
que no serán absueltos aunque recen ni serán plenamente libres, ya que son
plenamente responsables.
Tampoco está de más recordar que
el cristianismo y la tolerancia anidan en el principio del placer, pero la
intolerancia en el principio de realidad. Y realmente, no hay paraísos ni
infiernos, hay gustos y géneros, hay sensibilidades y perspectivas, hay filias
y fobias. El arte de convivir y de congeniar tantos distintos gustos es la
ética, pero ésta no se basa en la tolerancia, sino en el encuentro.
Encontrarse con el otro es algo
más que tolerancia, dado que quien tolera ya previamente ha juzgado a lo que
tolera o a quien tolera como perjudicial. El encuentro, por el contrario, lo
que implica es una buena disposición, un ánimo de búsqueda, un espíritu de
curiosidad ante lo real desconocido, y por tanto, lo real maravilloso. El
encuentro entre seres humanos es el principio de la ética. Si yo tuviera que
hacer un imperativo categórico me limitaría a éste: encuéntrate contigo y con
los demás.
¿Y qué es tolerable y qué es
intolerable? Ningún bien es tolerado. Una idea tan simple me parece convincente.
Se puede ir un paso adelante: lo que no hace daño no es tolerado. Cuando
alguien dice: “no tolero el humo del cigarro”, significa que o se aleja de los
fumadores o les exige que dejen de fumar, en cualquier caso considera que hay
un daño. Si alguien dijera: “tolero el humo del cigarro”, significaría que a
pesar del daño, sabe aguantarse, o bien, encuentra cierto placer en ese olor,
pero se deja entrever que comprende que hay un mal. En cambio, ¿quién diría que
no tolera sentirse bien? ¿O quién diría que tolera el placer? Bien mirado,
entonces, en el discurso a favor de la tolerancia se nos inserta la idea de que
hay ciertas vainas malas que deben soportarse y, en no pocas ocasiones, cuando
se exige tolerancia tales cosas nada tienen de malo. ¿Cómo reaccionaríamos ante
imperativos como: “tienes que tolerar la belleza”, o “tienes que tolerar las
virtudes”? Claramente son absurdos.
De lo cual se desprende la
cuestión: ¿por qué tenemos que tolerar el mal? La respuesta es prácticamente de
sentido común: es positiva la resignación ante lo que no podemos mejorar. Pero
ante todo aquello que podamos corregir, ¿qué ganamos con tolerarlo? Ahora bien,
no significa esto que la medida de todas las cosas sean nuestros prejuicios y
que vivamos en permanente pedantería corrigiendo a diestra y siniestra.
Estoy a favor del encuentro, que
en mi opinión está más allá de la tolerancia y la intolerancia. Sin embargo,
ante Caín, es decir, frente al criminal se debe aplicar un castigo. Una ética
que prefiriera tolerarlo, me parece injusta. Ya Popper planteó en su momento la
paradoja de la tolerancia con los intolerantes. Actualmente, en México,
pretender que la intolerancia hacia un candidato acusado de ser criminal es una
inmoralidad o una falta de ética, me parece una trivialización, peor aún, una
maldad.
Hay que tener mucho cuidado de quienes
predican tolerancia, detrás de ellos puede estar la ilegalidad, la vacilación y
la irresponsabilidad. No llamemos intolerante al represor, cuyo su verdadero
nombre es represor. No llamemos intolerante al que protesta porque su verdadero
nombre es indignado. No llamemos tolerante a quien destila veneno con una
sonrisa en los labios, su verdadero nombre es hipócrita. No llamemos tolerante
a quien se resigna ante la injusticia, su verdadero nombre es injusto.