Me parece increíble que haya pasado más de un año desde que te moriste.
Tan increíble que, como ves, ya no creo que exista la muerte. ¿Cómo va existir si te estoy escribiendo? Le encuentro más sentido escribirle a los muertos que a los vivos. Los vivos andan en sus problemas, preocupados por la cotización del dólar, atrapados en el tráfico, buscando trabajo o presentando exámenes, ¿cómo van a tener tiempo para leerme? En cambio los muertos sí que saben aprovechar la vida. Se quedan quietos, carecen de expectativas, no corren tras un futuro dudoso.
Ojalá pudiera conservar este tono. Hacerme el que sonrío, hacerme el que estoy bien. Pero no. Algo tiembla en mí cuando te escribo, siento que estoy rozando la nada, que me acerco al verdadero vacío. Una especie de precipicio sin sentido.
El otro día andaba en la noche, con mucho frío, con tu saco azul, que no sé si es tuyo o ya es mío. Lo he usado desde el día de tu muerte como ochocientas veces. Tu nieta y mi sobrina se quedó con un suéter que tú le prestaste una tarde helada porque dijo que olía a ti. Supongo que yo comencé a usar tu saco por el mismo motivo… para creer que no has muerto del todo.
Creo que nunca leíste a Lucrecio. Él escribió que hay falsedad en los discursos de quienes temen a la muerte. El polvo no siente ni se enamora. No se puede sufrir cuando ya no existes.
Tu cuerpo estaba tan frío aquella mañana. Cuando toqué tu pecho fue como tocar una losa. ¿Qué habrá sido de tu corazón? ¿Nada? ¿Te acabaste y punto? ¿Es verdad, eso es todo?
Sólo a solas pude llorar ese día, arrugando la cobija, lloré con pura tristeza. Ya tenía que vivir sin ti, sin hablarte, sin escribirte. Por supuesto, que ya desde antes había recordado tu muerte. Intenté hacer un poema sobre ella años antes de que murieras. Tal vez no lo sepas, pero al padre hay que matarlo. Son cosas arraigadas del inconsciente, nada personal, créeme.
¿Y cómo no iba a pensar en tu muerte cuando abandonabas la comida durante quince días para nutrirte en exclusiva de alcohol y cigarros? Varias veces te pusieron tubos con suero para que pudieras recuperarte y prometernos una vez más que ya dejarías la bebida.
Eras divertido cuando te emborrachabas, trocabas tu seriedad usual y decías incontables tonterías. Exhibías los defectos de toda la familia. Despilfarrabas sin reparos lo que metódicamente ahorrabas durante meses. Doctor Jekyll, míster Hyde, cómo te extraño.
Te acompañé a la tienda una noche. Deseabas otra anforita de Bacardí y el pan para que yo merendara. Después de pedir tu botella, me preguntaste qué quería. ¿Yo qué iba a querer? Ándale, dijiste, anímate. Cedí escogiendo cualquier dulce. Pero al tomar los productos, yo cargué la botella y los cigarros. Tú los dulces y el pan. Antes de cruzar la calle creíste que aquello no era correcto. Cambiamos de mercancías, y antes de que cambiara la luz del semáforo tuviste tiempo de moralizar: así debe ser, yo con los vicios, tú con los dulces.
Hace más de un año empecé a fumar. ¿Sabes? Me gusta la amargura, no sólo la del tabaco. Cuando mis alumnos o mis amigas me dicen que no sea tan amargado, me siento bien, como si me elogiaran. La amargura me suena a prueba de madurez. Mientras uno prefiera los dulces, creo, significa que uno anhela continuar siendo niño, es decir, que uno no quiere asumir la realidad problemática del mundo.
Lo dulce es un engaño. Lo amargo en cambio es una enseñanza. A los niños los llenamos de dulces para que sean felices. Incluso con las medicinas. Se procura disfrazar el amargo sabor de lo curativo. No es casual que sean amargos los remedios. Aceptar que el mundo es un problema, que la destrucción no cesa, que no hay felicidad duradera y que es imposible escaparse de las derrotas y de los fracasos, aceptar esas amarguras, pienso, es saludable. Y signo de madurez.
Pero la muerte no es amarga. No tiene sabor. Ausencia plena. Eso es. Y eso es lo que más duele y lo que más miedo causa. Ojalá fuera amarga y rasposa como diez cigarros durante el insomnio. Ojalá fuera pesada y desgarrante como tres tequilas seguidos. Pero no, sabe a nada. Precipicio sin fondo ni sentido.
Debí concluir en el anterior párrafo. Continúo porque no puedo irme sin otras palabras. Éste es el trabajo del hombre, echar palabras y palabras y esperar a que los muertos respondan. Vamos al billar, padre, aunque sé que tú prefieres la carambola y se te hace de vulgares el pool. Ven una tarde a jugar canasta o vamos un domingo al estadio Azteca o veamos una película de Tin Tan, ésa que sólo hemos visto diez mil veces y que ya casi no me acuerdo en qué termina. Ándale. Tengo vodka y Delicados con filtro. Anímate.