21 dic 2010
Sin nombre
15 dic 2010
Llorona
quise al fin verte contenta, llorona,
1 dic 2010
Las estatuas de sal y el transtierro
Mientras estemos vivos, lo humano que hay en nosotros no puede comprimirse en estatua. Lo nuestro es pasar, dijo otro poeta. Ya estamos aceptando que la errancia es una condición humana. En cierto sentido, vivir es transterrarse y morir, desterrarse.
4 nov 2010
Gradiente de concentración
En una cruz un hombre
Firme en el crucifijo ha quedado la nada.
26 oct 2010
Habitación
las cerradas palabras
si aprietan las manos el aire
y es un puño inútil la voz
Cómo afirmar la vida
cuando se habita la ausencia.
Cuando tus ojos míos
6 oct 2010
La madre nutricia (tercera parte)
La Universidad plural y sus enemigos
Sobre la UNAM (parte I)
21 sept 2010
La pasión de una mujer
14 sept 2010
No somos hijos de la chingada
Es difícil tener fe en la historia, especialmente cuando los siglos han echado brumas sobre senderos poco transitados por los historiadores, sin embargo, yo creo que los primeros españoles que pisaron el territorio mexicano fueron capturados, esclavizados y quizá hasta convertidos en carne de ofrenda.
Aquellos españoles habían sido pateados por un huracán del Caribe hacia las costas de Yucatán: no todos resistieron el asedio de los tiburones ni las canciones de desesperación que canta la sed entre las olas. Un puñado maltrecho de hombres, ocho apenas, alcanzaron tierra firme cargando el hambre de varios días, cierta vergüenza y todavía un poco de orgullo.
Los cocomes, unos mayas aguerridos, encontraron y se enfrentaron contra estos españoles, según relató uno de los cuatro sobrevivientes. Lo cual resulta bastante extraño. ¿Cómo conservaron espadas los náufragos y cómo consiguieron escapar a las flechas y a las veloces piernas indígenas? Para responder esto el historiador debe convertirse en poeta, en creador.
Me imagino que se internaron en una noche tórrida, exuberante de ruidos. Tenían la idea de que existía un mar hacia el oriente, pero yo creo que caminaron sólo guiados por el ciego miedo. Llegaron a Maní, ciudad de los virtuosos Tutul Xiúes. Allí fueron esclavizados. Allí por los trabajos o por las nostalgias o por la dureza misma de la vida, dos más fallecieron.
Sólo sobrevivió un sacerdote y un soldado. La cruz y la espada, lo primero que México recibió de España. ¿México? ¿Ya existía México?
Para responder a la pregunta de si ya existía México, se necesita previamente saber qué es México y yo no sé qué es México. Pero, las múltiples tribus, las variadas etnias que habitaban, y aún hoy habitan, el territorio mexicano, tenían ciertos vasos comunicantes. Kukulcán y Quetzacóatl son el mismo dios, como Júpiter y Zeus. Los que hablaban maya y los que hablaban náhuatl se conocían, comerciaban, se influían culturalmente. Que hayan quedado bajo el mismo virreinato todos los pueblos que basaban su alimentación en el maíz no fue un hecho arbitrario.
El sacerdote, hombre manso, casi un Don Perfecto, según él mismo refiere, prosiguió en la esclavitud varios años. Habría que imaginarse a un hombre letrado, por lo mismo, poco atlético, por lo mismo, su esclavitud debió ser más fácil de llevar que muchos empleos de nuestra época capitalista y globalizada.
El soldado, en cambio, participó en guerras floridas. Seguramente fue notorio su talento. Como era un desperdicio conservarlo como cargador de leña y agua, fue ascendido, por decirlo de algún modo, a guerrero y aún más a jefe militar, incluso se casó con la princesa Zazil Há, con quien tuvo unos hijos muy bonicos.
Unos años después, un grupo más numeroso de españoles desembarcó en Yucatán y también fue mal recibido por flechazos indígenas. El capitán de los europeos se quedó pensando después del primer fracaso en una palabra que escuchó en boca de los mayas: “castelan, castelan”.
Supuso, razonablemente, que si decían tal palabra era porque debía haber entre ellos algún español. Averiguó que estaba en lo correcto y pagó el rescate por los dos castellanos. Así que una tarde llegaron tres indígenas a la nave española. ¿Dónde está el español? Preguntó un soldado. ¿Dónde está el español? Preguntó el capitán. Entonces, uno de los indígenas rezó un padrenuestro y un avemaría y se soltó hablando en romance: era el sacerdote, Jerónimo de Aguilar, quien traduciría el maya de doña Marina, la Malinche, a nuestra lengua.
Aguilar había querido convencer al soldado, Gonzalo Guerrero, de que se uniera a Cortés, pero éste lo había rechazado. ¿Cómo iba a abandonar sus aretes y sus plumas de quetzal, las tortillas y el pozol, a sus tres hijos y a su nueva patria? Había encontrado un lugar habitable y estaba dispuesto a defenderlo. En esa defensa, termina trágicamente esta historia.
A pesar de los varios libros, sobre todo de literatura, que se han escrito sobre Gonzalo Guerrero, es un personaje poco conocido. Se dice que nació en Palos, un pueblo muy cerca de Portugal. Aquello del “castelan, castelan” me hizo pensar que pudo ser gallego, pero era hombre de mar, es decir, nació con una patria errante; lo importante, en verdad, es que se volvió mexicano.
Quiero decir, lo importante es que notemos que la Conquista no se trató solamente de españoles conquistando indígenas, también hubo españoles conquistados por las culturas mexicanas, en otras palabras, ese otro modo de habitar el mundo, de tener humanidad, que existía en México, fue colmando el espíritu de los hispanos hasta transformarlos en mexicanos. Somos los mexicanos actuales hijos de culturas riquísimas, somos hijos de algo, de un mestizaje valioso, no somos hijos de la chingada.
9 sept 2010
Un poquito de filia al amor
Carver sorprendió en los 80’s con un librito de cuentos titulado ¿De qué hablamos cuando hablamos de amor? Obviamente, esa pregunta puede provocar variadísimas respuestas. Pensar en el amor, en cierto sentido, es absurdo: por más que se analice, se clasifique y se defina, el amor es experiencia personal; irreductible al mero dato.
Si alguien esbozara una brevísima bibliografía del amor, sin dificultades, recabaría unos ochocientos libros de un momento a otro. Para mí, el hecho de que la humanidad haya hablado y escrito tanto acerca del amor es la prueba lo difícil del arte de amar. Pero esto también revela, y me parece más importante, que nunca ha habido un acuerdo absoluto de lo que significa el amor. De otro modo, ¿qué sentido tendría seguir hilando discursos en torno a este tema? Yo pienso que si recurrimos con tanta frecuencia a este asunto es porque necesitamos el consuelo que escurren las palabras cuando dan vueltas alrededor de un problema irresoluble.
Yo no quisiera arrojar un granito de arena más en la playa inmensa de las definiciones sobre el amor. Prefiero creer que todos saben lo que significa esta palabra de origen latino y expresarme de un modo más personal a favor de una palabra de origen griego: filia.
Para mí, las filias son los amores civilizados. La filia, a diferencia del amor, no nace de la necesidad ni de las carencias, aunque pueda ser un gusto que crezca al grado de volverse indispensable. En este punto, por supuesto, recuerdo el mito que cuenta Diotima en el Banquete de Platón, según el cual, Eros nació de Penia, es decir, el amor es hijo de la carencia. Doctores en psicología, por más posgrados que acumulan, no consiguen una mejor definición de este embrujo erótico que, como también es hijo de la abundancia, resulta una divinidad-demoniaca de excesos, de extremos y de contrastes. Apuesto a que todos los hombres han sido torturados y bendecidos alguna vez por este demonio; pero la filia tiene otra naturaleza.
Yo necesito comer y no amo comer, en cambio, no necesito libros y amo los libros. Se podría decir que necesito conocimiento, pero no lo necesito, sólo lo busco, así como un niño busca cosas en el mundo sin necesitarlas previamente. Y el entusiasmo que experimenta un niño al descubrir las viejas cosas que habitan bajo el sol, bien podría llamarse amor. Pero tanto el entusiasmo de un niño por las novedades, como el entusiasmo que yo experimento con la riqueza de ciertos libros, no siempre se conoce como amor. Si digo que amo los libros se cree que exagero o que me refiero a un sentimiento muy diferente del que me cimbraría si dijera amo a fulanita de tal.
Por ejemplo, si yo celara a la tal fulanita y le hiciera constantes reproches, le exigiera muestras de cariño a cada rato y le ocultara sistemáticamente pasajes de mi vida por temor a su desprecio; si la besara a veces con furia y otras veces le rogara patéticamente por una limosna de afecto; si la insultara y la elogiara desmedidamente. ¿No se diría que amo a fulanita? Por otra parte, si en vez de atesorar con celo, presto y regalo libros, si los disfruto a pesar de que estén rayados o rotos o arrugados; si no busco aumentar el cúmulo de los que poseo ni les asigno en mis libreros, obsesivamente, un sitio. ¿Se diría que amo los libros?
Aunque algunas personas no creyeran que amo a fulanita y sí a los libros, pienso que la mayoría no sería de tal opinión. De esto parte mi resistencia a entrar en el jueguito de definir el amor. ¿Para qué si de todos modos la gente usará esta palabra como se le dé la gana? La gente lleva las de ganar. La concepción de la mayoría es la que termina imponiéndose en los diccionarios. Y por eso me decanto por el vocablo filia, que como he mencionado, refiere un amor civilizado, sin pasiones ciegas, sin desbordamientos y sin contrastes explosivos. Un amor que es un gusto, un buen gusto, un placer en tierra firme: el otro amor habita el aire.
Yo me he enamorado, ya no sé ni cuántas veces, impulsado por la miseria. He sido generoso entregándome a quien no me solicitaba. Ahora recuerdo a Lacan: “Amar es dar lo que no se tiene a alguien que no lo quiere.” En efecto, el enamorado, como no es dueño de sí, al darse, ofrenda sus carencias.
¿De qué les sirvió mi amor a quienes nunca me lo pidieron? ¿O de qué les sirvió mi amor a quienes me exigieron más del que yo les ofrecía? De nada o de muy poco. De muchos enamoramientos, en ocasiones, lo único rescatable es alguna metáfora. Sé que hoy les tengo un mayor cariño a ciertas mujeres, a las que me resistí a querer del modo incivilizado, idealista y estentóreo; en otras palabras, en vez de acosarlas para que o me demandaran o se acostaran conmigo, las hice mis amigas y, con ello, las he llegado a valorar más y mejor en su especificidad. Sé que Freud diría: Ah, un típico caso de complejo de Edipo. Sin embargo, yo creo que la amistad no es una desviación del impulso erótico ni una sordina para la trompeta ebria del amor, sino un amor más amor, un amor con menos animalidad: sentimiento consecuente de un humano que se ha vuelto más humano. Y para mí quien se ha vuelto más humano es aquel que ha conseguido la humildad: quien tiene los pies sobre la tierra y encuentra placer en la realidad.
La filia es, pues, para mí, un amor humilde y, por humilde, más real y, por ende, más deseable. La filia no es arrebatada, ni ciega ni celosa. La filia es griega: inteligente y sobria. Esto no quiere decir que no haya intensidad, sólo significa que sus intensidades están ligadas a placeres reales y compromisos realistas. Quede claro, por último, que cuando hablo de amor, hablo de filia. Porque amo la filia y le tengo un poquito de filia al amor.
5 sept 2010
Apunte sobre el ejército de desempleados amorosos
Así como, en las sociedades en las que domina el modo de producción capitalista, existe un ejército laboral de reserva, una constelación de desempleados que abaratan los salarios por estar dispuestos a trabajar más horas o a laborar por una paga menor; también, creo yo, existe un ejército de desempleados amorosos, que abaratan los compromisos.
Es muy sencillo imaginarse al capitalista convocando a cien personas cuando necesita cubrir dos vacantes. Los seleccionados no serán necesariamente los mejores. Acaso el objetivo sea que los escogidos sean muy conscientes de los noventaiocho que se quedaron al acecho del puesto y que más de alguno de ellos estaría dispuesto a pedir menos dinero por el mismo trabajo.
Tampoco debe ser difícil imaginarse a una persona acumulando contactos, citas e invitaciones cuando tiene una vacante en el puesto de pareja sentimental. Probablemente algunas personas realicen la inmersión en el mercado amoroso sin mucha conciencia. Pero no me cabe duda de que tal gente a nivel inconsciente se queda pendiente de las leyes de la oferta y la demanda amorosas.
Desde un punto de vista seudo-económico, todos ofrecemos en el ámbito sentimental una mercancía: la capacidad de dar placer; sea éste del tipo que sea. Desde esta perspectiva, quien se relaciona con nosotros nos compra. Lo cual viene a decir, en otras palabras, que nos vendemos al ofrecer nuestra compañía.
Hay palabras y expresiones en el habla mexicana que revelan parte de esta concepción economicista de la vida social. Por ejemplo, se dice “fulanita es cotizada”, lo que quiere decir que es muy exigente para compartir su tiempo con otros. También se dice con frecuencia: “quien no te conozca, que te compre”, con lo cual se identifica el confiar en alguien como un trato de compra-venta. El inconsciente colectivo, que se asoma en estas frases, revela sus preocupaciones económicas.
Pero la compañía que ofrecemos, el placer que generamos en la intercomunicación con los otros, con algunas salvedades, no tiene precio. ¿Cómo así afirmar que nos vendemos? Además el ser humano no puede quedar reducido a ser mera mercancía. Verlas como productos significa cosificar a las personas.
Quien se asuma como producto tendrá por personalidad, muy pronto, una máscara o, por mejor decir, una serie de etiquetas; quedará, por eso mismo, con una fuerte ligazón a la superficialidad: perderá la hondura espiritual que caracteriza al ser humano y lucirá la pose estática de la máscara. Y, para que estas personas se ofrezcan como un producto acabado, han tenido que cercenar previamente su profundidad.
Un humano empeñado en ser más humano no puede venderse a sí mismo. El darse al otro es parte de las necesidades humanas. Desde una perspectiva humanista, el que se entrega a otro, sea en la forma que fuere, no espera un pago, por lo tanto, no se vende: se regala. Y no está de más señalar que quien se entrega también recibe. Sólo que esta retribución, este intercambio, es incalculable, inconmensurable. La economía resulta insuficiente para estudiar las mercancías espirituales que intercambiamos las personas.
Quede claro, pues, que no todos nos vendemos: yo me regalo, y si lo hago es porque soy dueño de mí mismo; éste es el primer requisito para poseer dimensión ética. Sólo quien no es dueño de sí puede venderse. Y alguien deja de ser dueño de sí por preferir la superficialidad de una pose, que la hondura de la inteligencia que concibió tal pose.
Mi percepción es que en nuestra sociedad las personas cada vez tienen más cosas y entre esas tantas cosas que tienen, se tienen a sí mismos como una engañosa posesión más, una imagen rígida, que cotiza en una peculiar bolsa de valores: el mercado de la popularidad. Para aumentar su valor allí, buscan atesorar un cúmulo de contactos, citas e invitaciones. No para darse a los demás, sino para aumentar su avalúo como cosa social.
Esto me parece más claro al enfocar las relaciones amorosas. Quien esté infectado con la mentalidad capitalista en sus relaciones personales, ya sea consciente o inconscientemente, buscará ventajas, al modo del vendedor, en ellas. De entre las muchas tácticas para obtener ventajas, el ejército de desempleados amorosos de reserva es una práctica, según yo, muy frecuente. Consiste en mantener contacto, coqueteos y vínculos con una persona a la que por el momento, y quizá nunca, no se le quiere tener como pareja.
Tal vez todos tenemos nuestro ejército amoroso de reserva, quizá sea parte de la naturaleza polígama del hombre. Por ello, yo me resisto al rol del censor. Esto sucede así y punto. Pero lo interesante es que estas prácticas, las tácticas y las estrategias del arte de hacerse amar provocan una separación entre los despreciados y los despreciadores, entre quienes acumulan capital humano (el ejército de reserva) y quienes viven desempleados en lo amoroso. Lo peor es que estas clases divergentes están en pugna y siempre lo estarán.
Siento que he dicho obviedades y que una obviedad más es la de señalar la injusticia insuperable en las relaciones amorosas. Sin embargo, creo que pocas personas asumen cotidianamente las conclusiones que se desprenden de esto. Si hay una lucha perenne, entonces, nadie puede ser feliz. Y si esta lucha no es cultural, sino natural, entonces, se trata de una lucha irremediable.
En mi opinión, el ser humano actuó injustamente al inventar el concepto de justicia: puso la mira demasiado alta, imposible de alcanzar. La justicia nos trajo la sensación de culpabilidad porque no podemos hacer un mundo justo.
Mi conclusión, por tanto, es que debemos tirar la basura con una sonrisa en la cara.
30 ago 2010
You're very young
No todos los días tiene uno la oportunidad de toparse con un monje budista, esto me pasó a mí hace unos días y disfruté la experiencia aunque casi no conversamos.
En inglés yo no puedo formular ni una sola oración inteligente, por eso prácticamente no le hablé y él, seguramente por su mente meditativa, tampoco dijo más de lo necesario, aunque tampoco parecía versado en la lingua franca de nuestros días: nos hicimos preguntas casi como en una clase de inglés básico.
MONJE: Do you live in this city?
ANTONIO: Sí... eh, yes.
MONJE: This city is big.
ANTONIO: Yes, is very big.
MONJE: Very big.
ANTONIO: What are you from?
MONJE: Nepal. (subiendo la mano mientras enumeraba) Is India, Nepal, China. Chinos, japoneses. Jajaja
MENTE DE ANTONIO: ¿O sea, cómo?
ANTONIO: Do you like mexican food?
MONJE: Yes, tortilla, I like much: mexican food is similar to nepalese food.
MENTE DE ANTONIO: ¿Cómo harán los chiles rellenos allá?
MONJE: Are you studying?
ANTONIO: No, I’m… eh, teacher… de literature and spanish.
MONJE: Oh, you are very young.
ANTONIO: No, not much.
MONJE: Yes, you are, how many years old are you?
ANTONIO: Thirty
MONJE: Yes, you are very young. I have forty-one.
MENTE DE ANTONIO: Debería decirle thank you.
ANTONIO: Are you painter?
MONJE: Yes, I’m painter. ¿Pintor?
ANTONIO: Sí.
MONJE: I am pintor. I’m gonna paint in Valle the temple, church?, chapel?
ANTONIO: The Stüpa
MONJE: Oh, yes, yes, stüpa, you know, stüpa.
ANTONIO: Do you like this paintings?
MONJE: Yes. Is abstract? Yes, I like it. Look my paintings.
ANTONIO: It’s beautiful, very peaceful.
MENTE DE ANTONIO: ¿O se dirá peaceable?
MONJE: Have you brothers?
ANTONIO: I have one brother and three sisters.
MONJE: And your parents?
ANTONIO: My father died… two years ago.
MONJE: Oh, my father pass away one year ago, uno.
MENTE DE ANTONIO: Claro, en inglés no se dónde meter los eufemismos.
MONJE: You want some tea? ¿Té? ¿Tea is té, right?
ANTONIO: Yes, thanks. Yes, tea is té.
MONJE: What is this? Plate? ¿Plato?
ANTONIO: Yes, plato.
MONJE: (muy amablemente) Ok, have your tea.
ANTONIO: ¿O sea, cómo?
28 ago 2010
Sencillez
Quiero amor y no morir
quiero eternidad y mar
las palabras más sencillas
vivir, tan sólo vivir.
24 ago 2010
El niño de los ocho mil gestos II
Después de que ella realizara un breve movimiento de cejas, que Eulalio tenía registrado como petición, la vio quedarse muda de gestos; sin embargo parecían emitir rayos negros sus ojos: espirales azabaches de luz. ¿Cómo podría registrar tal luminosidad en su libro? ¿Cómo moldearse las palabras para describir aquella destellante sensación? Ella volvió a hablar y él tuvo que hacer un esfuerzo para atender sus palabras.
“Era un corazón, debió caérseme por aquí” Entonces, Eulalio sintió el impulso de elogiarla, pero también sintió una inmóvil incapacidad de expresarse. ¿A través de qué gesto hubiera podido decir: tus ojos son raras espirales, azabaches de luz?
“Creo que no lo has visto”, se dio media vuelta y se empezó a alejar. ¿Por qué dijo eso después de realizar un gesto perfectamente encasillable en la sección de “peticiones de ayuda”? Eulalio no entendió tampoco qué cosa buscaba: el corazón no se puede caer.
Pasó el resto de la tarde viéndola de lejos. Ella al parecer estuvo preguntando y pidiendo ayuda a varias personas. No consiguió encontrar aquello que había estado buscando. Cuando se fue del parque, Eulalio sintió que todo se inmovilizaba, que ya no podía nombrarse nada ni comunicarse nada.
Durante los siguientes días no registró ningún gesto. Eso lo hacía sentir un miedo grande, pero lo peor era que no podía realizar ninguno de sus gestos para expresar miedo. Cuando se colocaba frente al espejo sólo podía mover los ojos, era como si hubiera perdido toda su potencialidad gestual. ¿A dónde se habían escapado tantos gestos?
Quiso Eulalio volver al lugar donde perdió sus gestos para averiguar si los podía recuperar. Miró detenidamente los árboles, las flores, los pájaros. Todo se movía con parsimonia, con un gesto constante de sosiego, aún las aves que con leves movimientos de cabeza demostraban su miedo. De pronto, Eulalio se fijó en las piedras. Tomó una en su mano y vio en ella el gesto de la “amabilidad”. No la palabra ni las letras, el gesto. ¿Cómo una piedra podía tener un gesto? Pero allí no paró lo sorprendente: todas las piedras del parque llevaban en sí un gesto.
Después de recorrer entusiasmadamente los rostros de las piedras, Eulalio descubrió también una mayor animosidad en las cosas del mundo, como si todo quisiera expresarse y hablar, y en verdad todo lanzaba expresiones. Todo se comunicaba: cientos, miles, millones, trillones, cuatrillones de cosas a cada instante. Era imposible aprender tanto, seguir tantos mensajes, quizá por eso mismo el movimiento incesante de los gestos del mundo durante algunos días le había parecido un signo de mudez. Parece mudo lo indescifrable, pero lo indescifrable no es silencioso, al contrario, lanza innumerables señales.
De esa selva de gestos extraños, Eulalio extrajo una piedra, la primera que descubrió llena de expresividad y la guardó. Tal vez sean las piedras mensajes que avienta la tierra.
Pasaron más días, Eulalio a diario iba al parque, ya sin su libreta de gestos, ya no apuntaba obsesivamente cada nuevo gesto, pero disfrutaba mucho su estancia en el parque por la gran cantidad de mensajes que veía. Un rayo de sol deslizándose por los ramajes de los álamos era para él una conversación interesantísima.
Yanina apareció un día y él fue de inmediato hacia ella, al quedar de frente le extendió una mano y sobre la mano la piedra que había guardado durante varios días. Ella dijo algo con la cabeza inclinada y después mirando a Eulalio dijo: “es muy bonita, tiene forma de corazón”. Luego, al mirarse a los ojos se dijeron muchas más cosas, que por ahora es bueno callar.
25 jul 2010
Un niño que caminaba despacio
Hubo una vez un niño que caminaba despacio, a él una mañana le ocurrió un extraño suceso: despertó temprano, como era su costumbre, para ir al baño y bañarse, vestirse y desayunar; sin embargo, aquel día modificó sus hábitos porque encontró a una niña y un niño almorzando apresuradamente en la cocina de su casa.
Aunque nunca los había visto, no le parecieron unos completos extraños. Ellos actuaron como si fuera normal el que se sentaran en aquella mesa y utilizaran los platos, los cubiertos y las servilletas que solía usar el niño que caminaba despacio, cuyo nombre era Carlos.
Además de caminar despacio, Carlos solía hablar con lentitud. Primero necesitaba pensar en las palabras que diría para que no le salieran desordenadas sus frases y la gente no lo malentendiera. Por eso se tardó un rato en preguntarles a los niños desconocidos por qué estaban ahí. Cuando al fin lo hizo, el niño le dijo: “porque estamos desayunando, pero ya casi acabé y ya casi me voy”. La niña también habló: “tú también desayuna, también tú ya pronto te tienes que ir”.
Carlos siguió sin comprender la razón, si es que la había, para que aquellos chicos estuvieran sentados en su mesa, pero mientras pensaba en qué nueva pregunta podría formularles, se sentó pausadamente con ellos a desayunar. Carlos no sólo era despacioso en el andar, también en el comer, así que antes de darle dos mordidas a una manzana, el par de niños ya habían terminado sus respectivos desayunos y, muy velozmente, se habían marchado.
Mientras Carlos iba en camino a la escuela pensó que debió haberles preguntado sus nombres. También se hizo preguntas a sí mismo: ¿pudieron haber sido unos nuevos vecinos? ¿Serán familiares lejanos? ¿Habrán sido ladrones especializados en robar desayunos? ¿O eran fantasmas? Incluso pensó si no habría sido él, en realidad, quien se equivocó de casa, ¿qué tal si había desayunado en una mesa ajena?
El niño que caminaba despacio continuó pensando en lo mismo durante las horas de clase y en el recreo. Como a sus compañeros de grupo no les gustaba jugar con él, Carlos podía quedarse sentado en las escaleras meditando a gusto en las preguntas que les haría a los niños extraños si los volvía a encontrar algún otro día. Tal vez aquellos niños desconocidos no se desesperarían tan fácilmente con él cuando actuara con su habitual calma, como se desesperaban sus compañeros. Carlos mientras esto pensaba veía las nubes. Las nubes que con parsimonia se deslizaban y se desgajaban a lo largo del cielo.
Cuando regresó a casa encontró nuevamente a la niña desconocida. Ella actuaba como si no hubiera nada extraño. De hecho, ella le preguntó cómo le había ido en la escuela y Carlos nomás pudo decirle que estuvo bien. Comieron juntos y un poco más tarde llegó el niño. Los tres se sentaron a ver la televisión y parecía que tales cosas fueran costumbres, hábitos, rutinas.
El niño que caminaba despacio finalmente no resistió más y les preguntó sus nombres a los desconocidos.
--Yo no los conozco, me parece muy raro que estén aquí en mi casa, quiero saber quiénes son ustedes.
--Yo me llamo Mariana.
--Y yo Pablo.
--¿Pero por qué están aquí?
--Yo estoy aquí sentada porque me siento cansada, quiero distraerme viendo la tele.
--Yo también quiero relajarme un poco y este sillón es bastante cómodo.
--Sí, pero ¿por qué no están en sus propias casas descansando y viendo la tele?
--No sabía que te molestaba mi presencia. Me iré entonces. Adiós.
--Discúlpanos, Carlos, creímos que te agradaría estar con nosotros. Adiós.
El niño que caminaba despacio y que también hablaba despacio lamentó mucho en ese momento no poder hablar más rápido para aclararles a los niños desconocidos que no le molestaba que lo acompañaran, que, al contrario, le parecía agradable estar con ellos y que, por lo mismo, prefería que se quedaran. Pero se fueron. Y así como llegaron una mañana sin causa aparente, nunca más volvieron a aparecer.
23 jul 2010
Himno a la impaciencia
Jaime Augusto Shelley es un hombre que yo admiro. ¿Será también un poeta que yo admiro? Ya no estoy tan seguro de la respuesta, pero me parece significativo que el verso suyo que más aprecio sea el único que en alguna tarde me explicó: “insurgencias de olores y de metal que no dejan seguir”.
Así como hay versos que no se pueden entender sin el resto del poema, hay poemas y, más aún, hay historias que no se comprenden sin un extenso contexto: por aquel tiempo yo estaba arrebatado de impaciencia y, como buen impaciente, no me daba cuenta. Escribí un poema malo (que actualmente por fortuna alimenta la fogata de la nada) y se lo entregué a Shelley. Me regañó, no sólo por escribir mal, sino por impaciente. ¿A dónde quería llegar escupiendo elogios a los besos? “No llegamos con los besos y caricias a ninguna parte”.
Ahora lo entiendo, sin embargo, en mi impaciencia besaba a una mujer y creía que ambos nos dirigíamos a un mismo lugar. ¿A qué sitio, además del panteón, uno puede encaminarse? Al manicomio por supuesto. No puede caber duda de que la impaciencia es una forma de locura. Por impacientes perdimos el Paraíso, dice Kafka, agrega que por indolentes no volvemos a él, pero yo me resisto a creerle; qué tal si no es indolencia, sino prudencia. Aún conociendo la dirección exacta del Edén, yo no me atrevería a volver. Me pareció aterradora desde niño la idea de la eternidad. Los días sin fin, la vida sin fin, me angustiaban a tal grado que debía pronunciar decenas de palabras para sacar de mi mente esa idea y continuar existiendo sin miedo a ser eterno. Supongo que no a muchos niños de seis años les pasa lo mismo. Hoy en día tengo una arraigada fe en que cuando se pudra mi última célula, mi alma estará en el mismo lugar que aquel mal poema ya borrado.
Shelley me dijo que yo escribía como ejidatario. ¿Cómo carajos escriben los ejidatarios? Supongo que peor que los bucólicos. La impaciencia para escribir me llevaba a repetir fórmulas gastadas, lo cual si bien es un error estilístico, es también un error moral. ¿Por qué quería besar todos los días a la misma mujer, que además cada día me era más extraña? ¿Por qué repetir la receta del tempus fugit, cuando al compartir a diario la cama con una extraña se comprende la pesadez del tiempo?
Shelley suponía, seguramente, que la respuesta estaba en mi impaciencia. Y un hombre que se ha divorciado varias veces tiene derecho a sermonear sobre la impaciencia. Me explicó que tuvo una novia, ciudad adentro quizá, y para verla viajaba por toda la avenida de los Insurgentes, desde Ciudad Universitaria hasta casa del infierno, igual que yo hacía en esos tiempos, y todo para unos cuantos besos, todo para ir parcelando rabias. El punto es que la poesía consiste en no llamarle a Insurgentes, Insurgentes, ni garrapatear palabras como “tráfico” y “contaminación”, sino escribir, por ejemplo: “insurgencias de olores y de metal”.
He aquí el poema de Shelley, que bien mirado, sí coincide con aquello que viví hace unos pocos años, pero que ya parecen muchos:
Nos hemos agredido con toda la prisa y el miedo
de los cementerios
desfundamos la orfandad de los sentidos,
pero no llegamos con los besos y caricias
a ninguna parte,
porque para llegar aquí
hemos tenido que cruzar
aledaños de cólera,
insurgencias de olores y metal que no dejan seguir,
ser como uno quisiera,
sin otra cicatriz que no sea la del amor.
Y creo que tengo derecho a una paráfrasis, aunque sea impaciente y escriba como ejidatario:
Fuimos arrollados por temblores de carnes oscuras
y calientes sangres
dejamos en la intemperie las caricias
sin alcanzar las profecías de las voces
que se fermentaron
a lo ancho del ruido y la rabia
que cruzábamos forzados
ceñidos de saña
como obreros o pastores rompiendo arbolillos
somos los otros que fuimos
los de cicatrices empolvadas
y ninguna de amor.