21 dic 2010

Sin nombre

Tenía un nombre
antes de las ráfagas.
Tenía un hijo
antes de la última mirada.
Las ráfagas rompieron las ropas
la piel y el camino de su sangre.
La mirada se desbordó
y quizá al caer
el cuerpo ya era anónimo.
¿En qué momento se borra el nombre?
¿En qué instante una persona
se vuelve un muerto?
¿Cuándo las ráfagas
mientras la última mirada
durante la caída?
¿Cayó un muerto o un hombre?
Pero cayó sin duda:
quedó sin mirada, sin hijo y
pronto
sin nombre.

15 dic 2010

Llorona

Quieres sin espinas rosas, llorona,
Y en este mundo no hay de esas.
Quieres un mundo distinto, llorona,
por eso es que a Dios le rezas.

Ay, de mí, llorona,
Llorona de lento andar
Desnúdate de tu luto, llorona,
Y vámonos pa’ el altar.

Pienso en silencio en la vida, llorona,
porque el morir se aproxima.
Estoy entrando en la noche, llorona,
la noche del alma fría.

Ay, de mí, llorona,
llorona de voz bajita
quise al fin verte contenta, llorona,
y te finqué una casita.




1 dic 2010

Las estatuas de sal y el transtierro

Si leemos el Génesis literalmente veremos en la destrucción de Sodoma y Gomorra un genocidio. Que yo sepa, ningún estudioso de la Biblia se atreve a leerla tal cual, sino que la interpretan simbólicamente. Gracias a ello pueden disfrutar su lectura y justificar sus pasajes, esto es lo que yo hago, la tomo como literatura. Recientemente, sin proponérmelo, recordé a la esposa de Lot, la que por mirar hacia atrás, lógicamente, se convirtió en estatua de sal.

Si uno se detiene para mirar el humo que avienta una ciudad de la que se está huyendo, en verdad, merece uno volverse estatua. En este contexto, ser estatua significa haber perdido las ganas de hacer futuro. Claramente, el desterrado que, en vez de buscar una nueva tierra, permanece añorado la tierra destruida, se convierte en efigie de sal. No es culpa de Dios, simplemente así son las cosas.

Si uno maldice radicalmente su propia tierra, los caminos se bifurcan: el exilio o el estatismo. Uno puede quedarse plantado e inmóvil en el lugar de nacimiento como maceta que no pasa del corredor; o bien, hacer maletas y emigrar. No creo que tenga nada de malo ser maceta en el corredor que nos vio nacer. La dicha allí es plausible. Yo no le recomendaría a nadie que se alejara de los paisajes que moldearon su alma. Aunque tampoco haría esfuerzos para detener a quien desea transterrarse. Estoy persuadido de que el contacto con lo foráneo enriquece lo interno.

Pero eso de volverse proscrito, habiendo injuriado a la patria, para procurar reconstruirla en el extranjero, merece un castigo, o mejor dicho, por consecuencia natural muda a los emigrantes en estatuas. Los enfermos de nostalgia son columnas de sal. Al detenerse para mirar las humaredas de las casas que se van consumiendo en la memoria, el expatriado pierde la fuerza para seguir andando. En vez de hallar un nuevo hogar, se queda en la frontera atestiguando la destrucción. Está excesivamente clara la enseñanza que nos da la mujer de Lot. Si nos toca partir, no debemos actuar como desterrados, mejor será transterrarse.

El desterrado pierde la tierra y queda como un cuerpo de sal en extravío. Quien se transtierra, en cambio, está dispuesto a tener hijos extranjeros. Hijos que hablen otro idioma, que preserven costumbres ajenas y que disfruten comidas extrañas. En otras palabras, el transterrado sí entiende de qué se trata la vida. Todas las cosas de la vida cambian, por ejemplo, las suelas de los zapatos y las órbitas de los planetas. Vivir es moverse, transformarse, habitar un tiempo que en su momento habrá de desterrarnos. Aunque ahora tengo en mente a un poeta español y mexicano, más bien del mundo, Enrique Díez Canedo. Unos versos magistrales:

Nadie podrá desterrarte;
tierra fuiste, tierra fértil,
y serás tierra, y más tierra
cuando te entierren.
No desterrado, enterrado
serás tierra, polvo y germen.

Él y muchos otros españoles tuvieron la fortaleza de no mirar hacia la polvareda de una república calcinada y edificaron en México poemas, filosofía e historia, edificios sólidos. En aquellos tiempos, también inmigraron árabes y judíos, japoneses y chinos, alemanes e italianos. Algunos se volvieron estatuas de la morriña, otros ya no saben comer sin tortillas.

Cabe decir que a los latinoamericanos que se han mudado a México, huyendo de dictaduras o carestías, realmente yo no los veo como extranjeros: todavía sueño con Bolívar. Sin embargo, sé que algunos de los iberoamericanos ya radicados en estas tierras se dedican a mirar su pasado en llamas porque nomás aquí no se hallan.

No es fácil transterrarse, nacer de nuevo y mirar sólo hacia el frente. Pero, ¿qué podemos hacer si nos destruyen nuestras amadas Gomorras? Si pudiéramos entender como entendió Díaz-Canedo que “nada se pierde / lo pasado y lo abolido / se halla vivo y presente / se hace materia en tu cuerpo / carne en tu carne se vuelve”.


Mientras estemos vivos, lo humano que hay en nosotros no puede comprimirse en estatua. Lo nuestro es pasar, dijo otro poeta. Ya estamos aceptando que la errancia es una condición humana. En cierto sentido, vivir es transterrarse y morir, desterrarse.

4 nov 2010

Gradiente de concentración

En una cruz un dios
En una cruz un hombre
En una cruz la piel y la sangre
menos que un cuerpo: un cadáver
Firme en el crucifijo ha quedado la nada.





















































26 oct 2010

Habitación

Si no traspasan las puertas

las cerradas palabras

si aprietan las manos el aire

y es un puño inútil la voz

Cómo afirmar la vida

cuando se habita la ausencia.

Cuando tus ojos míos

Tus ojos son dos metáforas
o dos esteros de múltiples magias
que no me atrevo ni me atreveré
por miedo a la cursilería, pero
en un espejo una vez viéndome
vi tus ojos
brillantes bronces celtas
Y vi mis ojos también
desbordados de tu ausencia
qué eremitas son nuestros ojos
en dos distintos rostros
y qué unidos cuando cerrados
mirándose en éste
o en cualquier cuarto del mundo
a oscuras se funden
por la tierna metalurgia de los roces
y por el violento reclamo de vivir
cotidianamente desunidos.
Sí desunidos porque los espejos
muestran trozos y engaños
y pasan días sin que vea
en mi reflejo tus ojos o meses
que se desconciertan y aterran
sin los consejos de tu mirada
verde altar de los druidas
único altar de mis ojos descreídos
qué haré, dime
si no veo que me ves y tú ves
que ya no hay besos que palien
o nada veas o yo no vea y el mundo siga
tan ciego como ahora sin vernos
en las compras, en el cine, en la comida
y en este hábitat castreño
en el que nuestros ojos son nuestros
con la vehemencia del secreto
y con la espiga longeva del amor.
Sí, longeva y mortal
y letal.

6 oct 2010

La madre nutricia (tercera parte)

Lo ideal sería que todos sintieran la generosidad de la UNAM como un virtud digna de ser reproducida, que valoran la belleza de las buganvilias y de los petigrises, de los heliotropos y de las piedras volcánicas. Pero hay quienes pasan por la UNAM con el interés fijo, no en el conocimiento sino en el dinero que obtendrán una vez titulados, hay quienes cruzan el campus sin oler ni escuchar el auge y la caída del imperio de las jacarandas. Hay quienes, aún en el edén, se sienten insatisfechos.

Yo, sin embargo, al contemplar lo que significa la UNAM en mi vida no puedo sino sentirme agradecido, dichoso y comprometido. Agradezco hasta las lluvias que caían como hordas bárbaras sobre las Islas. Fui feliz en los cines, en los conciertos, en las obras de teatro; cuán amplios horizontes se abrían, cuánta riqueza se ofrecía al paso, hay tanto por agradecer que las palabras no alcanzan a nombrar.

Me cambió la vida estudiar en la UNAM. Admiré a casi todos los profesores. Especialmente a los que parecían felices, a los que sonreían en las clases, a los que fumaban, aquellos que se interesaban más en el lado humano que en el académico. Porque qué pobre sería una universidad llena de académicos deshumanizados.

Estoy orgulloso de haber hecho más amigos que contactos profesionales. También admiré a la mayoría de mis compañeros: a los sensatos y a los insensatos, a los politizados y a los apolíticos, a los marxistas y a los anarquistas, a los de ciencias y a los humanistas, a los de contaduría y a los de ingeniería. Con todos ellos pude hablar de literatura.

Lume v'è dato a bene e a malizia, e libero voler; che, se fatica ne le prime battaglie col ciel dura, poi vince tutto se ben si notrica… Tardé bastante tiempo, pero al fin entendí lo que decía Dante a la entrada de la Facultad de Filosofía y Letras. Nos ha sido dada la luz para distinguir lo bueno de lo malo y tenemos libertad para resistir las duras batallas y, con paciencia, vencer los obstáculos. Y la luz y la libertad las dona esta madre nutricia, generosa, así como nos impulsa a la conciencia y al compañerismo.

La Universidad plural y sus enemigos

Son muy pocas las personas las personas que no aceptan la belleza de los campus de la UNAM y en mi vida no he encontrado a ningún compañero que, habiendo estudiado en ella, exprese reproches en este sentido. Empero, existe gente que externa a la menor provocación recriminaciones contra nuestra Universidad y contra sus egresados. Este recriminar no creo que sea siempre bienintencionado. Así como la sociedad abierta tiene sus enemigos, una universidad plural, crítica y autónoma también los tiene.

La libertad de cátedra, querido Sancho, es uno de los más grandes dones que los universitarios gozamos. Sin ésta no podrían formarse estudiantes críticos, no habría educación sino una simple instrucción en un campo temático. Por fortuna, la UNAM no sólo forma expertos, principalmente forma personas. Si se neceara con etiquetar a la Universidad, en cuya pluralidad conviven cuantiosas corrientes de pensamiento, habría que decir que es humanista. Sé que este concepto es manejado, asimismo, con muy variadas acepciones; yo uso este término humildemente, sólo para señalar que en la UNAM se garantiza, se promueve y se inculca la dignidad del ser humano.

Quienes no acepten la existencia de tal dignidad intrínseca y crean que el ser humano sólo vale en cuanto es productivo y eficiente, por consecuencia, no verán en la UNAM una buena institución. Tiene que generar más recursos económicos, dicen, tiene que rendir cuentas, tiene que transformarse. ¿Y por qué tendría que transformarse la mejor universidad del mundo hispanoparlante? ¿Acaso en las cuentas que piden no quieren contar a los miles de profesionistas que sirven en sus distintas áreas al resto de los mexicanos? ¿O acaso consideran que la misión de una universidad es la de conseguir dinero? Para conseguir dinero ya existen algunos edificios que se hacen llamar universidades, en esas escuelas los alumnos son principalmente billetes, en vez de un rostro humano, les ven en la cara un signo de pesos. Aunque les pese a los mercaderes de la educación, la fortuna de la UNAM consiste en no dedicarse al negocio, sino a educar.

Sé bien que en el tema de la gratuidad sí hay personas bienintencionadas que cuestionan y se oponen a que persista. Cabría señalar que el mismo Marx se oponía a la gratuidad de la educación superior. Yo, en cambio, estoy a favor de la universidad pública y gratuita. Mi mejor argumento es mi experiencia, mi vida. Si hubiera cuotas, yo no habría estudiado en ella. Se me dirá que miento, que si no tenía dinero pude haber trabajado para pagar mis estudios. Es fácil decirlo, yo sólo quisiera recordar que vivimos en un país donde se pisotea el derecho de los trabajadores, no se respeta el horario de la jornada laboral, los sueldos son muy bajos, las becas son escasas. Pensar que el reducido porcentaje de personas de clase baja que llegan a la universidad es atribuible a la falta de voluntad, no sólo es pensar mal, es cometer una infamia. Los pobres no competimos con igualdad de oportunidades. México padece una profunda desigualdad y la educación es un excelente medio para disminuirla. ¿Por qué echarle un candado de dinero a esa puerta abierta que es la educación?

Yo trabajaba de ayudante de electricista cuando hice el examen para la UNAM y antes haciendo encuestitas de casa en casa y más antes repartiendo volantes por unos cuantos pesos que se esfumaban nomás de pagar los pasajes. Y por más pequeña que fuera la cuota, habría escogido gastar ese dinero en otra cosa; la pobreza, a veces, no es buena consejera. No digo esto como sociólogo ni como politólogo, tampoco como economista ni como humanista, lo digo como una persona que se crió en una colonia popular: si la UNAM no fuera gratuita, yo no me habría ni siquiera atrevido a hacer el examen de ingreso.

Sé, por supuesto, que en el fondo nada es gratis. Nuestra Universidad es financiada por todos los contribuyentes y todos los mexicanos contribuimos. Los que más dinero ganan y no evaden totalmente sus impuestos creen que son ellos los únicos que contribuyen y, tal vez por eso, son los que censuran a la UNAM con un dejo de amos: ¡miren cómo gastan mis impuestos! ¡Ese dinero que podría ser derrochado en mí mismo! ¿Por qué esas personas no se preguntan por aquellos que trabajando más, ganan menos?

La deuda que tenemos quienes estudiamos en la UNAM no es con quienes más impuestos pagan, sino con quienes se esfuerzan más para adquirir la canasta básica de alimentos, y más aún, con quienes ni siquiera la pueden comprar. Yo lo veo en un ejemplo, si se quiere muy simple y vulgar: todo aquel ha ganado unas monedas con el sudor de su frente, ya sea campesino, albañil, vendedor de hamburguesas, tragafuegos, milusos, factótum, y ha comprado luego del trabajo una Coca-Cola o un cigarro suelto o cualquier otro producto que tenga IVA, ha pagado mi educación. Estoy en deuda, y si soy consciente de esa deuda es porque la UNAM es también una conciencia.

Sobre la UNAM (parte I)

**Un ensayo un poco más extenso de los que por aquí acostumbro subir, escribí hace unas semanas sobre la UNAM, no creo pegarlo completamente en este blog, pero algunas partes sí.

Hay rincón verde en el campus de la Ciudad Universitaria, el jardín del Edén, donde más de una vez sentí la humedad del pasto, el trajinar de las nubes y oí, lejanas, las insurgencias del ruido de la avenida de los Insurgentes. Aunque no pueda aseverar que el contacto con la naturaleza fortifique el espíritu ni esté seguro de que la abundancia de árboles ayude a vigorizar las inquietudes intelectuales, sé de cierto que me sentía dichoso. ¿Quién sería infeliz en el paraíso?

Un sentimiento placentero es lo primero que asocio con la UNAM, por ello, sé que podría adjudicarle carretadas de elogios, de calificativos dulces, incluso cursis. Quisiera que las musas o los genios, o las reglas y la disciplina, encaminaran mis palabras al justo medio, y que si bien transmitan el agradecimiento, el orgullo y la estimación que siento por nuestra Universidad, también sepan expresar con claridad los significados más profundos, los más espirituales y las críticas, esos aspectos lamentables de la UNAM, que acaso no lleguen de inmediato a la memoria, pero que existen y duelen y uno quisiera desterrarlos de ella.

Ella. Me detengo en esta palabra porque la UNAM es una ella. Más que una institución o una simple universidad, lo cual la convertiría en una “ésa” o “ésta”, la UNAM ha conseguido, por derecho propio, personificarse: ser una “ella”, lo que también implica representar ciertos valores femeninos. No fue casual que consiguiera tanto éxito la locución latina Alma Mater para conferirla a las universidades, madres nutricias de estudios.

Asociar nuestra Universidad con una madre debería sobreentenderse como un enaltecimiento. Se sabe de sobra que tal palabra simboliza cariño, protección, generosidad, etc. A pesar de las madres que abandonan a sus hijos en cuartuchos de hoteles, la madre seguirá significando, aún en las actuales sociedades narcisistas, un refugio amoroso, un surtidor de afecto, brazos abiertos y cálidos. Y, sin importar que sea lugar común, la UNAM es una madre generosa.

21 sept 2010

La pasión de una mujer

*Nota* Publico este texto, que mandé a Siriusfem hace más de un año porque acabo, apenas, de ver Ágora de A. Amenábar que trata sobre Hipatia y quiero que este ensayo también se encuentre aquí.


Cuando pienso en la pasión quisiera tener muy libre mi mente. Pero no, termino recordando la Pasión de Jesucristo. Luego pienso en las películas pornográficas. ¿Cómo llegó esa palabra a significar cosas tan distantes? No sé.

Lamentablemente el diccionario ofrece, si no es para pisapapeles, muy poca ayuda. ¿Por qué se le dice pasión a la de Jesucristo? Lo más probable es que “pasión” designara un tormento que conduce a la muerte. El de Jesucristo es ejemplar. Un Dios que se vuelve hombre para ser susceptible de todas las pasiones. Ya que lo propio del humano es vivir apasionadamente, esto es, sufriendo. La pasión implica sufrimiento porque sólo nos puede apasionar aquello por lo que uno debe esforzarse, luchar y padecer.

Quizá actualmente usemos la palabra “pasión” para pasioncillas. Decimos que alguien se apasiona cuando en realidad sólo se entusiasma o sólo acumula un pequeño odio o un pequeño amor. Yo diría: si no te mata, no es pasión. Pero no pienso decirle a nadie que lo mata y que no. Hay muchos tipos de muerte, por ende, muchos tipos de pasión.

A mí me gustan las pequeñas muertes dichosas que ocurren en la cama (en otros lugares también). En esa pasión deben observarse las gesticulaciones sufrientes. Como si el placer doliera. El gemido, el grito, el labio mordido, todo pareciera señal de dolor y no. O sí, pero incomparablemente menor al goce. Los tormentos de la pasión sexual, por llamar de algún modo a esos impulsos de violencia erótica, no necesariamente sádicos, buscan la muerte, el instante de paz y disfrute supremos para que venga, después del orgasmo, la resurrección.

Pero creo yo que hay pasiones más importantes e imponentes que las sexuales. A las que les dedicamos más tiempo. Quién sabe si algún freudiano me diría que les dedicamos más tiempo porque lamentablemente no podemos dedicarle más tiempo al sexo. Piénsese que si Leonardo da Vinci fue pintor, arquitecto, científico y etc., también fue célibe.

Como sea, los placeres del conocimiento son múltiples y más perdurables. E incluso diría que la curiosidad científica, la sensibilidad artística y el gusto de aprender son cualidades de un buen amante. Podría decir más…

Imagino a una mujer culta, que ha estudiado bien a Platón, curiosa, que atiende y entiende por las noches los movimientos de las estrellas, hábil para las matemáticas y la lógica, además, bella, con una cara dulce de griega. La pasión de una mujer así debe ser impresionante, maravillosa. Para un hombre no sería fácil conquistarla. Esa palabra, “conquista”, conlleva algo de dominación. Y una mujer así sería apasionada de la libertad.

Cuando pienso en una mujer que fue así me siento triste. Porque conozco su pasión, es decir, su muerte. Pero antes de su muerte, lo poco que sé de su vida:

Debió nacer a finales del siglo IV d. c. en Alejandría, que era una gran ciudad para los estudiosos, una urbe universal. Habitaban allí: judíos, galos, eslavos, egipcios; literatos, científicos, mercaderes. Era la ciudad de las musas. Una ciudad de tolerancia y la de la mayor biblioteca, el mayor universo del mundo antiguo. Las sabidurías y las memorias de muchos pueblos allí se traducían y cohabitaban pacíficamente. Un faro intelectual en un tiempo de oscura barbarie. Hasta que la barbarie también destruyó Alejandría.

Hipatia era su nombre. A pesar de que no había igualdad entre sexos, su inteligencia la hizo destacar y logró dar clases en una academia. Escribió sobre matemáticas, filosofía y astronomía. Todos sus libros fueron destruidos. Fue la primera filósofa y científica de Occidente; murió por su pasión. O quizá murió por la locura, por el salvajismo, por la bestialidad de esos fanáticos feligreses de San Cirilo que un día la interceptaron, le quitaron las ropas y con afiladas conchas de mar, la desollaron, la quemaron después y prosiguieron luego a destruir la gran biblioteca y a imponer una sola religión, un solo modo de ver el mundo, el pensamiento único. ¿Cómo podían llamarse cristianos esos asesinos? Las palabras son traicioneras. Pueden significar cualquier cosa de un día para otro.

Hipatia no resucitó. Pero acaso en las mujeres que se apasionan por algún arte, en alguna profesión o ciencia, seguramente hoy no hay una, sino muchas Hipatias.

14 sept 2010

No somos hijos de la chingada


Es difícil tener fe en la historia, especialmente cuando los siglos han echado brumas sobre senderos poco transitados por los historiadores, sin embargo, yo creo que los primeros españoles que pisaron el territorio mexicano fueron capturados, esclavizados y quizá hasta convertidos en carne de ofrenda.

Aquellos españoles habían sido pateados por un huracán del Caribe hacia las costas de Yucatán: no todos resistieron el asedio de los tiburones ni las canciones de desesperación que canta la sed entre las olas. Un puñado maltrecho de hombres, ocho apenas, alcanzaron tierra firme cargando el hambre de varios días, cierta vergüenza y todavía un poco de orgullo.

Los cocomes, unos mayas aguerridos, encontraron y se enfrentaron contra estos españoles, según relató uno de los cuatro sobrevivientes. Lo cual resulta bastante extraño. ¿Cómo conservaron espadas los náufragos y cómo consiguieron escapar a las flechas y a las veloces piernas indígenas? Para responder esto el historiador debe convertirse en poeta, en creador.

Me imagino que se internaron en una noche tórrida, exuberante de ruidos. Tenían la idea de que existía un mar hacia el oriente, pero yo creo que caminaron sólo guiados por el ciego miedo. Llegaron a Maní, ciudad de los virtuosos Tutul Xiúes. Allí fueron esclavizados. Allí por los trabajos o por las nostalgias o por la dureza misma de la vida, dos más fallecieron.

Sólo sobrevivió un sacerdote y un soldado. La cruz y la espada, lo primero que México recibió de España. ¿México? ¿Ya existía México?

Para responder a la pregunta de si ya existía México, se necesita previamente saber qué es México y yo no sé qué es México. Pero, las múltiples tribus, las variadas etnias que habitaban, y aún hoy habitan, el territorio mexicano, tenían ciertos vasos comunicantes. Kukulcán y Quetzacóatl son el mismo dios, como Júpiter y Zeus. Los que hablaban maya y los que hablaban náhuatl se conocían, comerciaban, se influían culturalmente. Que hayan quedado bajo el mismo virreinato todos los pueblos que basaban su alimentación en el maíz no fue un hecho arbitrario.

El sacerdote, hombre manso, casi un Don Perfecto, según él mismo refiere, prosiguió en la esclavitud varios años. Habría que imaginarse a un hombre letrado, por lo mismo, poco atlético, por lo mismo, su esclavitud debió ser más fácil de llevar que muchos empleos de nuestra época capitalista y globalizada.

El soldado, en cambio, participó en guerras floridas. Seguramente fue notorio su talento. Como era un desperdicio conservarlo como cargador de leña y agua, fue ascendido, por decirlo de algún modo, a guerrero y aún más a jefe militar, incluso se casó con la princesa Zazil Há, con quien tuvo unos hijos muy bonicos.

Unos años después, un grupo más numeroso de españoles desembarcó en Yucatán y también fue mal recibido por flechazos indígenas. El capitán de los europeos se quedó pensando después del primer fracaso en una palabra que escuchó en boca de los mayas: “castelan, castelan”.

Supuso, razonablemente, que si decían tal palabra era porque debía haber entre ellos algún español. Averiguó que estaba en lo correcto y pagó el rescate por los dos castellanos. Así que una tarde llegaron tres indígenas a la nave española. ¿Dónde está el español? Preguntó un soldado. ¿Dónde está el español? Preguntó el capitán. Entonces, uno de los indígenas rezó un padrenuestro y un avemaría y se soltó hablando en romance: era el sacerdote, Jerónimo de Aguilar, quien traduciría el maya de doña Marina, la Malinche, a nuestra lengua.

Aguilar había querido convencer al soldado, Gonzalo Guerrero, de que se uniera a Cortés, pero éste lo había rechazado. ¿Cómo iba a abandonar sus aretes y sus plumas de quetzal, las tortillas y el pozol, a sus tres hijos y a su nueva patria? Había encontrado un lugar habitable y estaba dispuesto a defenderlo. En esa defensa, termina trágicamente esta historia.

A pesar de los varios libros, sobre todo de literatura, que se han escrito sobre Gonzalo Guerrero, es un personaje poco conocido. Se dice que nació en Palos, un pueblo muy cerca de Portugal. Aquello del “castelan, castelan” me hizo pensar que pudo ser gallego, pero era hombre de mar, es decir, nació con una patria errante; lo importante, en verdad, es que se volvió mexicano.

Quiero decir, lo importante es que notemos que la Conquista no se trató solamente de españoles conquistando indígenas, también hubo españoles conquistados por las culturas mexicanas, en otras palabras, ese otro modo de habitar el mundo, de tener humanidad, que existía en México, fue colmando el espíritu de los hispanos hasta transformarlos en mexicanos. Somos los mexicanos actuales hijos de culturas riquísimas, somos hijos de algo, de un mestizaje valioso, no somos hijos de la chingada.

9 sept 2010

Un poquito de filia al amor

Carver sorprendió en los 80’s con un librito de cuentos titulado ¿De qué hablamos cuando hablamos de amor? Obviamente, esa pregunta puede provocar variadísimas respuestas. Pensar en el amor, en cierto sentido, es absurdo: por más que se analice, se clasifique y se defina, el amor es experiencia personal; irreductible al mero dato.

Si alguien esbozara una brevísima bibliografía del amor, sin dificultades, recabaría unos ochocientos libros de un momento a otro. Para mí, el hecho de que la humanidad haya hablado y escrito tanto acerca del amor es la prueba lo difícil del arte de amar. Pero esto también revela, y me parece más importante, que nunca ha habido un acuerdo absoluto de lo que significa el amor. De otro modo, ¿qué sentido tendría seguir hilando discursos en torno a este tema? Yo pienso que si recurrimos con tanta frecuencia a este asunto es porque necesitamos el consuelo que escurren las palabras cuando dan vueltas alrededor de un problema irresoluble.

Yo no quisiera arrojar un granito de arena más en la playa inmensa de las definiciones sobre el amor. Prefiero creer que todos saben lo que significa esta palabra de origen latino y expresarme de un modo más personal a favor de una palabra de origen griego: filia.

Para mí, las filias son los amores civilizados. La filia, a diferencia del amor, no nace de la necesidad ni de las carencias, aunque pueda ser un gusto que crezca al grado de volverse indispensable. En este punto, por supuesto, recuerdo el mito que cuenta Diotima en el Banquete de Platón, según el cual, Eros nació de Penia, es decir, el amor es hijo de la carencia. Doctores en psicología, por más posgrados que acumulan, no consiguen una mejor definición de este embrujo erótico que, como también es hijo de la abundancia, resulta una divinidad-demoniaca de excesos, de extremos y de contrastes. Apuesto a que todos los hombres han sido torturados y bendecidos alguna vez por este demonio; pero la filia tiene otra naturaleza.

Yo necesito comer y no amo comer, en cambio, no necesito libros y amo los libros. Se podría decir que necesito conocimiento, pero no lo necesito, sólo lo busco, así como un niño busca cosas en el mundo sin necesitarlas previamente. Y el entusiasmo que experimenta un niño al descubrir las viejas cosas que habitan bajo el sol, bien podría llamarse amor. Pero tanto el entusiasmo de un niño por las novedades, como el entusiasmo que yo experimento con la riqueza de ciertos libros, no siempre se conoce como amor. Si digo que amo los libros se cree que exagero o que me refiero a un sentimiento muy diferente del que me cimbraría si dijera amo a fulanita de tal.

Por ejemplo, si yo celara a la tal fulanita y le hiciera constantes reproches, le exigiera muestras de cariño a cada rato y le ocultara sistemáticamente pasajes de mi vida por temor a su desprecio; si la besara a veces con furia y otras veces le rogara patéticamente por una limosna de afecto; si la insultara y la elogiara desmedidamente. ¿No se diría que amo a fulanita? Por otra parte, si en vez de atesorar con celo, presto y regalo libros, si los disfruto a pesar de que estén rayados o rotos o arrugados; si no busco aumentar el cúmulo de los que poseo ni les asigno en mis libreros, obsesivamente, un sitio. ¿Se diría que amo los libros?

Aunque algunas personas no creyeran que amo a fulanita y sí a los libros, pienso que la mayoría no sería de tal opinión. De esto parte mi resistencia a entrar en el jueguito de definir el amor. ¿Para qué si de todos modos la gente usará esta palabra como se le dé la gana? La gente lleva las de ganar. La concepción de la mayoría es la que termina imponiéndose en los diccionarios. Y por eso me decanto por el vocablo filia, que como he mencionado, refiere un amor civilizado, sin pasiones ciegas, sin desbordamientos y sin contrastes explosivos. Un amor que es un gusto, un buen gusto, un placer en tierra firme: el otro amor habita el aire.

Yo me he enamorado, ya no sé ni cuántas veces, impulsado por la miseria. He sido generoso entregándome a quien no me solicitaba. Ahora recuerdo a Lacan: “Amar es dar lo que no se tiene a alguien que no lo quiere.” En efecto, el enamorado, como no es dueño de sí, al darse, ofrenda sus carencias.

¿De qué les sirvió mi amor a quienes nunca me lo pidieron? ¿O de qué les sirvió mi amor a quienes me exigieron más del que yo les ofrecía? De nada o de muy poco. De muchos enamoramientos, en ocasiones, lo único rescatable es alguna metáfora. Sé que hoy les tengo un mayor cariño a ciertas mujeres, a las que me resistí a querer del modo incivilizado, idealista y estentóreo; en otras palabras, en vez de acosarlas para que o me demandaran o se acostaran conmigo, las hice mis amigas y, con ello, las he llegado a valorar más y mejor en su especificidad. Sé que Freud diría: Ah, un típico caso de complejo de Edipo. Sin embargo, yo creo que la amistad no es una desviación del impulso erótico ni una sordina para la trompeta ebria del amor, sino un amor más amor, un amor con menos animalidad: sentimiento consecuente de un humano que se ha vuelto más humano. Y para mí quien se ha vuelto más humano es aquel que ha conseguido la humildad: quien tiene los pies sobre la tierra y encuentra placer en la realidad.

La filia es, pues, para mí, un amor humilde y, por humilde, más real y, por ende, más deseable. La filia no es arrebatada, ni ciega ni celosa. La filia es griega: inteligente y sobria. Esto no quiere decir que no haya intensidad, sólo significa que sus intensidades están ligadas a placeres reales y compromisos realistas. Quede claro, por último, que cuando hablo de amor, hablo de filia. Porque amo la filia y le tengo un poquito de filia al amor.

5 sept 2010

Apunte sobre el ejército de desempleados amorosos

Así como, en las sociedades en las que domina el modo de producción capitalista, existe un ejército laboral de reserva, una constelación de desempleados que abaratan los salarios por estar dispuestos a trabajar más horas o a laborar por una paga menor; también, creo yo, existe un ejército de desempleados amorosos, que abaratan los compromisos.

Es muy sencillo imaginarse al capitalista convocando a cien personas cuando necesita cubrir dos vacantes. Los seleccionados no serán necesariamente los mejores. Acaso el objetivo sea que los escogidos sean muy conscientes de los noventaiocho que se quedaron al acecho del puesto y que más de alguno de ellos estaría dispuesto a pedir menos dinero por el mismo trabajo.

Tampoco debe ser difícil imaginarse a una persona acumulando contactos, citas e invitaciones cuando tiene una vacante en el puesto de pareja sentimental. Probablemente algunas personas realicen la inmersión en el mercado amoroso sin mucha conciencia. Pero no me cabe duda de que tal gente a nivel inconsciente se queda pendiente de las leyes de la oferta y la demanda amorosas.

Desde un punto de vista seudo-económico, todos ofrecemos en el ámbito sentimental una mercancía: la capacidad de dar placer; sea éste del tipo que sea. Desde esta perspectiva, quien se relaciona con nosotros nos compra. Lo cual viene a decir, en otras palabras, que nos vendemos al ofrecer nuestra compañía.

Hay palabras y expresiones en el habla mexicana que revelan parte de esta concepción economicista de la vida social. Por ejemplo, se dice “fulanita es cotizada”, lo que quiere decir que es muy exigente para compartir su tiempo con otros. También se dice con frecuencia: “quien no te conozca, que te compre”, con lo cual se identifica el confiar en alguien como un trato de compra-venta. El inconsciente colectivo, que se asoma en estas frases, revela sus preocupaciones económicas.

Pero la compañía que ofrecemos, el placer que generamos en la intercomunicación con los otros, con algunas salvedades, no tiene precio. ¿Cómo así afirmar que nos vendemos? Además el ser humano no puede quedar reducido a ser mera mercancía. Verlas como productos significa cosificar a las personas.

Quien se asuma como producto tendrá por personalidad, muy pronto, una máscara o, por mejor decir, una serie de etiquetas; quedará, por eso mismo, con una fuerte ligazón a la superficialidad: perderá la hondura espiritual que caracteriza al ser humano y lucirá la pose estática de la máscara. Y, para que estas personas se ofrezcan como un producto acabado, han tenido que cercenar previamente su profundidad.

Un humano empeñado en ser más humano no puede venderse a sí mismo. El darse al otro es parte de las necesidades humanas. Desde una perspectiva humanista, el que se entrega a otro, sea en la forma que fuere, no espera un pago, por lo tanto, no se vende: se regala. Y no está de más señalar que quien se entrega también recibe. Sólo que esta retribución, este intercambio, es incalculable, inconmensurable. La economía resulta insuficiente para estudiar las mercancías espirituales que intercambiamos las personas.

Quede claro, pues, que no todos nos vendemos: yo me regalo, y si lo hago es porque soy dueño de mí mismo; éste es el primer requisito para poseer dimensión ética. Sólo quien no es dueño de sí puede venderse. Y alguien deja de ser dueño de sí por preferir la superficialidad de una pose, que la hondura de la inteligencia que concibió tal pose.

Mi percepción es que en nuestra sociedad las personas cada vez tienen más cosas y entre esas tantas cosas que tienen, se tienen a sí mismos como una engañosa posesión más, una imagen rígida, que cotiza en una peculiar bolsa de valores: el mercado de la popularidad. Para aumentar su valor allí, buscan atesorar un cúmulo de contactos, citas e invitaciones. No para darse a los demás, sino para aumentar su avalúo como cosa social.

Esto me parece más claro al enfocar las relaciones amorosas. Quien esté infectado con la mentalidad capitalista en sus relaciones personales, ya sea consciente o inconscientemente, buscará ventajas, al modo del vendedor, en ellas. De entre las muchas tácticas para obtener ventajas, el ejército de desempleados amorosos de reserva es una práctica, según yo, muy frecuente. Consiste en mantener contacto, coqueteos y vínculos con una persona a la que por el momento, y quizá nunca, no se le quiere tener como pareja.

Tal vez todos tenemos nuestro ejército amoroso de reserva, quizá sea parte de la naturaleza polígama del hombre. Por ello, yo me resisto al rol del censor. Esto sucede así y punto. Pero lo interesante es que estas prácticas, las tácticas y las estrategias del arte de hacerse amar provocan una separación entre los despreciados y los despreciadores, entre quienes acumulan capital humano (el ejército de reserva) y quienes viven desempleados en lo amoroso. Lo peor es que estas clases divergentes están en pugna y siempre lo estarán.

Siento que he dicho obviedades y que una obviedad más es la de señalar la injusticia insuperable en las relaciones amorosas. Sin embargo, creo que pocas personas asumen cotidianamente las conclusiones que se desprenden de esto. Si hay una lucha perenne, entonces, nadie puede ser feliz. Y si esta lucha no es cultural, sino natural, entonces, se trata de una lucha irremediable.

En mi opinión, el ser humano actuó injustamente al inventar el concepto de justicia: puso la mira demasiado alta, imposible de alcanzar. La justicia nos trajo la sensación de culpabilidad porque no podemos hacer un mundo justo.

Mi conclusión, por tanto, es que debemos tirar la basura con una sonrisa en la cara.

30 ago 2010

You're very young

No todos los días tiene uno la oportunidad de toparse con un monje budista, esto me pasó a mí hace unos días y disfruté la experiencia aunque casi no conversamos.

En inglés yo no puedo formular ni una sola oración inteligente, por eso prácticamente no le hablé y él, seguramente por su mente meditativa, tampoco dijo más de lo necesario, aunque tampoco parecía versado en la lingua franca de nuestros días: nos hicimos preguntas casi como en una clase de inglés básico.

MONJE: Do you live in this city?

ANTONIO: Sí... eh, yes.

MONJE: This city is big.

ANTONIO: Yes, is very big.

MONJE: Very big.

ANTONIO: What are you from?

MONJE: Nepal. (subiendo la mano mientras enumeraba) Is India, Nepal, China. Chinos, japoneses. Jajaja

MENTE DE ANTONIO: ¿O sea, cómo?

ANTONIO: Do you like mexican food?

MONJE: Yes, tortilla, I like much: mexican food is similar to nepalese food.

MENTE DE ANTONIO: ¿Cómo harán los chiles rellenos allá?

MONJE: Are you studying?

ANTONIO: No, I’m… eh, teacher… de literature and spanish.

MONJE: Oh, you are very young.

ANTONIO: No, not much.

MONJE: Yes, you are, how many years old are you?

ANTONIO: Thirty

MONJE: Yes, you are very young. I have forty-one.

MENTE DE ANTONIO: Debería decirle thank you.

ANTONIO: Are you painter?

MONJE: Yes, I’m painter. ¿Pintor?

ANTONIO: Sí.

MONJE: I am pintor. I’m gonna paint in Valle the temple, church?, chapel?

ANTONIO: The Stüpa

MONJE: Oh, yes, yes, stüpa, you know, stüpa.

ANTONIO: Do you like this paintings?

MONJE: Yes. Is abstract? Yes, I like it. Look my paintings.

ANTONIO: It’s beautiful, very peaceful.

MENTE DE ANTONIO: ¿O se dirá peaceable?

MONJE: Have you brothers?

ANTONIO: I have one brother and three sisters.

MONJE: And your parents?

ANTONIO: My father died… two years ago.

MONJE: Oh, my father pass away one year ago, uno.

MENTE DE ANTONIO: Claro, en inglés no se dónde meter los eufemismos.

MONJE: You want some tea? ¿Té? ¿Tea is té, right?

ANTONIO: Yes, thanks. Yes, tea is té.

MONJE: What is this? Plate? ¿Plato?

ANTONIO: Yes, plato.

MONJE: (muy amablemente) Ok, have your tea.

ANTONIO: ¿O sea, cómo?

28 ago 2010

Sencillez

Quiero amor y no morir

quiero eternidad y mar

las palabras más sencillas

vivir, tan sólo vivir.

24 ago 2010

El niño...

El niño...

El niño de los ocho mil gestos II

Después de que ella realizara un breve movimiento de cejas, que Eulalio tenía registrado como petición, la vio quedarse muda de gestos; sin embargo parecían emitir rayos negros sus ojos: espirales azabaches de luz. ¿Cómo podría registrar tal luminosidad en su libro? ¿Cómo moldearse las palabras para describir aquella destellante sensación? Ella volvió a hablar y él tuvo que hacer un esfuerzo para atender sus palabras.

“Era un corazón, debió caérseme por aquí” Entonces, Eulalio sintió el impulso de elogiarla, pero también sintió una inmóvil incapacidad de expresarse. ¿A través de qué gesto hubiera podido decir: tus ojos son raras espirales, azabaches de luz?

“Creo que no lo has visto”, se dio media vuelta y se empezó a alejar. ¿Por qué dijo eso después de realizar un gesto perfectamente encasillable en la sección de “peticiones de ayuda”? Eulalio no entendió tampoco qué cosa buscaba: el corazón no se puede caer.

Pasó el resto de la tarde viéndola de lejos. Ella al parecer estuvo preguntando y pidiendo ayuda a varias personas. No consiguió encontrar aquello que había estado buscando. Cuando se fue del parque, Eulalio sintió que todo se inmovilizaba, que ya no podía nombrarse nada ni comunicarse nada.

Durante los siguientes días no registró ningún gesto. Eso lo hacía sentir un miedo grande, pero lo peor era que no podía realizar ninguno de sus gestos para expresar miedo. Cuando se colocaba frente al espejo sólo podía mover los ojos, era como si hubiera perdido toda su potencialidad gestual. ¿A dónde se habían escapado tantos gestos?

Quiso Eulalio volver al lugar donde perdió sus gestos para averiguar si los podía recuperar. Miró detenidamente los árboles, las flores, los pájaros. Todo se movía con parsimonia, con un gesto constante de sosiego, aún las aves que con leves movimientos de cabeza demostraban su miedo. De pronto, Eulalio se fijó en las piedras. Tomó una en su mano y vio en ella el gesto de la “amabilidad”. No la palabra ni las letras, el gesto. ¿Cómo una piedra podía tener un gesto? Pero allí no paró lo sorprendente: todas las piedras del parque llevaban en sí un gesto.

Después de recorrer entusiasmadamente los rostros de las piedras, Eulalio descubrió también una mayor animosidad en las cosas del mundo, como si todo quisiera expresarse y hablar, y en verdad todo lanzaba expresiones. Todo se comunicaba: cientos, miles, millones, trillones, cuatrillones de cosas a cada instante. Era imposible aprender tanto, seguir tantos mensajes, quizá por eso mismo el movimiento incesante de los gestos del mundo durante algunos días le había parecido un signo de mudez. Parece mudo lo indescifrable, pero lo indescifrable no es silencioso, al contrario, lanza innumerables señales.

De esa selva de gestos extraños, Eulalio extrajo una piedra, la primera que descubrió llena de expresividad y la guardó. Tal vez sean las piedras mensajes que avienta la tierra.

Pasaron más días, Eulalio a diario iba al parque, ya sin su libreta de gestos, ya no apuntaba obsesivamente cada nuevo gesto, pero disfrutaba mucho su estancia en el parque por la gran cantidad de mensajes que veía. Un rayo de sol deslizándose por los ramajes de los álamos era para él una conversación interesantísima.

Yanina apareció un día y él fue de inmediato hacia ella, al quedar de frente le extendió una mano y sobre la mano la piedra que había guardado durante varios días. Ella dijo algo con la cabeza inclinada y después mirando a Eulalio dijo: “es muy bonita, tiene forma de corazón”. Luego, al mirarse a los ojos se dijeron muchas más cosas, que por ahora es bueno callar.

25 jul 2010

Un niño que caminaba despacio

Hubo una vez un niño que caminaba despacio, a él una mañana le ocurrió un extraño suceso: despertó temprano, como era su costumbre, para ir al baño y bañarse, vestirse y desayunar; sin embargo, aquel día modificó sus hábitos porque encontró a una niña y un niño almorzando apresuradamente en la cocina de su casa.

Aunque nunca los había visto, no le parecieron unos completos extraños. Ellos actuaron como si fuera normal el que se sentaran en aquella mesa y utilizaran los platos, los cubiertos y las servilletas que solía usar el niño que caminaba despacio, cuyo nombre era Carlos.

Además de caminar despacio, Carlos solía hablar con lentitud. Primero necesitaba pensar en las palabras que diría para que no le salieran desordenadas sus frases y la gente no lo malentendiera. Por eso se tardó un rato en preguntarles a los niños desconocidos por qué estaban ahí. Cuando al fin lo hizo, el niño le dijo: “porque estamos desayunando, pero ya casi acabé y ya casi me voy”. La niña también habló: “tú también desayuna, también tú ya pronto te tienes que ir”.

Carlos siguió sin comprender la razón, si es que la había, para que aquellos chicos estuvieran sentados en su mesa, pero mientras pensaba en qué nueva pregunta podría formularles, se sentó pausadamente con ellos a desayunar. Carlos no sólo era despacioso en el andar, también en el comer, así que antes de darle dos mordidas a una manzana, el par de niños ya habían terminado sus respectivos desayunos y, muy velozmente, se habían marchado.

Mientras Carlos iba en camino a la escuela pensó que debió haberles preguntado sus nombres. También se hizo preguntas a sí mismo: ¿pudieron haber sido unos nuevos vecinos? ¿Serán familiares lejanos? ¿Habrán sido ladrones especializados en robar desayunos? ¿O eran fantasmas? Incluso pensó si no habría sido él, en realidad, quien se equivocó de casa, ¿qué tal si había desayunado en una mesa ajena?

El niño que caminaba despacio continuó pensando en lo mismo durante las horas de clase y en el recreo. Como a sus compañeros de grupo no les gustaba jugar con él, Carlos podía quedarse sentado en las escaleras meditando a gusto en las preguntas que les haría a los niños extraños si los volvía a encontrar algún otro día. Tal vez aquellos niños desconocidos no se desesperarían tan fácilmente con él cuando actuara con su habitual calma, como se desesperaban sus compañeros. Carlos mientras esto pensaba veía las nubes. Las nubes que con parsimonia se deslizaban y se desgajaban a lo largo del cielo.

Cuando regresó a casa encontró nuevamente a la niña desconocida. Ella actuaba como si no hubiera nada extraño. De hecho, ella le preguntó cómo le había ido en la escuela y Carlos nomás pudo decirle que estuvo bien. Comieron juntos y un poco más tarde llegó el niño. Los tres se sentaron a ver la televisión y parecía que tales cosas fueran costumbres, hábitos, rutinas.

El niño que caminaba despacio finalmente no resistió más y les preguntó sus nombres a los desconocidos.

--Yo no los conozco, me parece muy raro que estén aquí en mi casa, quiero saber quiénes son ustedes.

--Yo me llamo Mariana.

--Y yo Pablo.

--¿Pero por qué están aquí?

--Yo estoy aquí sentada porque me siento cansada, quiero distraerme viendo la tele.

--Yo también quiero relajarme un poco y este sillón es bastante cómodo.

--Sí, pero ¿por qué no están en sus propias casas descansando y viendo la tele?

--No sabía que te molestaba mi presencia. Me iré entonces. Adiós.

--Discúlpanos, Carlos, creímos que te agradaría estar con nosotros. Adiós.

El niño que caminaba despacio y que también hablaba despacio lamentó mucho en ese momento no poder hablar más rápido para aclararles a los niños desconocidos que no le molestaba que lo acompañaran, que, al contrario, le parecía agradable estar con ellos y que, por lo mismo, prefería que se quedaran. Pero se fueron. Y así como llegaron una mañana sin causa aparente, nunca más volvieron a aparecer.

23 jul 2010

Himno a la impaciencia

Jaime Augusto Shelley es un hombre que yo admiro. ¿Será también un poeta que yo admiro? Ya no estoy tan seguro de la respuesta, pero me parece significativo que el verso suyo que más aprecio sea el único que en alguna tarde me explicó: “insurgencias de olores y de metal que no dejan seguir”.

Así como hay versos que no se pueden entender sin el resto del poema, hay poemas y, más aún, hay historias que no se comprenden sin un extenso contexto: por aquel tiempo yo estaba arrebatado de impaciencia y, como buen impaciente, no me daba cuenta. Escribí un poema malo (que actualmente por fortuna alimenta la fogata de la nada) y se lo entregué a Shelley. Me regañó, no sólo por escribir mal, sino por impaciente. ¿A dónde quería llegar escupiendo elogios a los besos? “No llegamos con los besos y caricias a ninguna parte”.

Ahora lo entiendo, sin embargo, en mi impaciencia besaba a una mujer y creía que ambos nos dirigíamos a un mismo lugar. ¿A qué sitio, además del panteón, uno puede encaminarse? Al manicomio por supuesto. No puede caber duda de que la impaciencia es una forma de locura. Por impacientes perdimos el Paraíso, dice Kafka, agrega que por indolentes no volvemos a él, pero yo me resisto a creerle; qué tal si no es indolencia, sino prudencia. Aún conociendo la dirección exacta del Edén, yo no me atrevería a volver. Me pareció aterradora desde niño la idea de la eternidad. Los días sin fin, la vida sin fin, me angustiaban a tal grado que debía pronunciar decenas de palabras para sacar de mi mente esa idea y continuar existiendo sin miedo a ser eterno. Supongo que no a muchos niños de seis años les pasa lo mismo. Hoy en día tengo una arraigada fe en que cuando se pudra mi última célula, mi alma estará en el mismo lugar que aquel mal poema ya borrado.

Shelley me dijo que yo escribía como ejidatario. ¿Cómo carajos escriben los ejidatarios? Supongo que peor que los bucólicos. La impaciencia para escribir me llevaba a repetir fórmulas gastadas, lo cual si bien es un error estilístico, es también un error moral. ¿Por qué quería besar todos los días a la misma mujer, que además cada día me era más extraña? ¿Por qué repetir la receta del tempus fugit, cuando al compartir a diario la cama con una extraña se comprende la pesadez del tiempo?

Shelley suponía, seguramente, que la respuesta estaba en mi impaciencia. Y un hombre que se ha divorciado varias veces tiene derecho a sermonear sobre la impaciencia. Me explicó que tuvo una novia, ciudad adentro quizá, y para verla viajaba por toda la avenida de los Insurgentes, desde Ciudad Universitaria hasta casa del infierno, igual que yo hacía en esos tiempos, y todo para unos cuantos besos, todo para ir parcelando rabias. El punto es que la poesía consiste en no llamarle a Insurgentes, Insurgentes, ni garrapatear palabras como “tráfico” y “contaminación”, sino escribir, por ejemplo: “insurgencias de olores y de metal”.

He aquí el poema de Shelley, que bien mirado, sí coincide con aquello que viví hace unos pocos años, pero que ya parecen muchos:

Nos hemos agredido con toda la prisa y el miedo

de los cementerios

desfundamos la orfandad de los sentidos,

pero no llegamos con los besos y caricias

a ninguna parte,

porque para llegar aquí

hemos tenido que cruzar

aledaños de cólera,

insurgencias de olores y metal que no dejan seguir,

ser como uno quisiera,

sin otra cicatriz que no sea la del amor.



Y creo que tengo derecho a una paráfrasis, aunque sea impaciente y escriba como ejidatario:



Fuimos arrollados por temblores de carnes oscuras

y calientes sangres

dejamos en la intemperie las caricias

sin alcanzar las profecías de las voces

que se fermentaron

a lo ancho del ruido y la rabia

que cruzábamos forzados

ceñidos de saña

como obreros o pastores rompiendo arbolillos

somos los otros que fuimos

los de cicatrices empolvadas

y ninguna de amor.