9 mar 2012

Discurso sobre la dignidad de la mujer


He visto un par de manos sosteniendo una bolsita llena de testosterona, he visto cómo vaciaba y frotaba tal hormona sobre su antebrazo, después aquella persona sonrió. ¿Era un hombre o una mujer? Era una posibilidad, yo pienso.

Preguntar qué es el hombre o qué es la mujer, como han preguntado respectivamente filósofos y filósofas conduce, en mi opinión, a espejos oscuros, es decir, visiones parciales, que quizá fracasan justamente por no ver ambos lados de la moneda humana.

Los mortales no somos en todo siervos de la naturaleza, nuestro origen no es nuestro límite, y nuestra casa no es el único lugar por donde se puede caminar. A la humanidad, cuya prerrogativa es la vagancia, se le ha concedido la libertad para husmear en los bosques de las metamorfosis.

Con esto que escribo pretendo hilvanar tres ideas que me parecen subterráneamente hermanadas: el humanismo renacentista, el feminismo del siglo pasado y la teoría queer. No creo estar forzando ideas a lo loco ni tampoco siento que vaya a descubrir el Mediterráneo. Simplemente he aquilatado tres posturas filosóficas; en primer lugar, el Discurso sobre la dignidad del hombre, en el cual Pico della Mirandola discurrió con una claridad impresionante acerca de la mayor valía humana, a saber, la libertad de edificarnos.

Este sabio del Renacimiento consideraba que al hombre se le habían conferido “gérmenes de toda especie y gérmenes de toda vida”. Esto nos lleva del éter al lodo y de lo bestial a lo brutal, y, bien mirado, significa que hay un doble mérito en procurar el bien, puesto que no somos seres angelicales, no es la naturaleza sino la reflexión y el esfuerzo lo que nos anima a remontar nuestra propia pendiente. Ni Dios mismo tiene mérito cuando una persona es buena. El hombre, aunque auxiliado por la cultura, está solo a la hora de enfrentar sus problemas, y esto es lo que lo hace digno: el hacerse a sí mismo, el ser hijo de sus obras, la capacidad de trascender su origen.

Y veo un vaso comunicante entre aquel discurso humanista del siglo XV y El segundo sexo de Simone de Beauvoir, libro que con justicia colocó en el centro del mundo a la mujer y que mucho hizo por enfatizar la dignidad de la mujer, por principio de cuentas, haciéndola un sujeto para sí, y ya no un mero complemento de la masculinidad o, peor aún, un objeto arrinconado en la otredad y amarrado a la causalidad.

“¿Qué circunstancias limitan la libertad de la mujer?” Esa era una de las cuestiones claves que se planteaba Beauvoir. Por supuesto ella tampoco confió en la naturaleza, rechazó la idea de que la biología sea un destino tallado en piedra. Asimismo rebatió las tesis del psicoanálisis por considerar que violentaban la noción de elección, o sea, encasillaban a la mujer a un rol de pasividad sexual, sin haberse cuestionado a profundidad el carácter de la libido femenina. Ciertamente, a casi un siglo de distancia, vemos cómo algunos conceptos freudianos se van cuarteando. Yo no estoy capacitado para desacreditar ciertas concepciones muy famosas como la envidia del pene, el miedo a la castración, etc. Pero estoy de acuerdo en que, de cualquier modo, tales cosas no definen un destino para la mujer.

A pesar de que yo no tengo ni una sola duda de que simbólicamente el proletariado es la mujer del mundo, o bien, la mujer es el proletariado del hogar, en los hechos no puede hablarse de las mujeres como si integraran una sola clase, como si todas estuvieran en el mismo barco y con los mismos intereses. Por el contrario, lo que veo es la posibilidad, parafraseando al teólogo caldeo Euanthes: la mujer no tiene una imagen propia de nacimiento, sino muchas extrañas y adventicias. No creo que una esencia preceda a la experiencia de ser mujer. Pero tampoco creo que a los hombres nos esté vedada la feminidad o la posibilidad misma de ser mujer. Y no estoy pensando que haga falta ser transexual para ello.

¿Qué es ser mujer y qué es ser hombre? Básicamente lo mismo: un boleto de entrada para el jardín de las metamorfosis. Ni qué duda cabe que en la vida cotidiana, especialmente en los países menos desarrollados, continúa una terrible y sistemática discriminación contra las mujeres, y ellas no pueden ser libres por la violencia a la que se les somete. No podemos esperar una sociedad sana, feliz, celestial ni de un momento a otro ni de un milenio a otro. Sin embargo, los que hemos tenido la fortuna de gozar mayores libertades políticas debemos aprovechar los días y los soles del pensamiento.

Por eso, yo recibo con buen ánimo nuevas ideas acerca de la humanidad, aun cuando disfrute también contrastarlas, matizarlas, con las viejas iluminaciones. Por ejemplo, las palabras de la filósofa Beatriz Preciado sobre la perversidad de las píldoras anticonceptivas, objeto que el feminismo había colocado en un altar. Ella dice que dedica su vida a dinamitar el binomio hombre-mujer. Siento ahí una resonancia nietzscheana que me hace sonreír un poco, sin embargo, el que se cuestione la pertinencia de continuar buscando o afirmando una identidad femenina es lo que me interesa. Porque soy partidario de que la dignidad humana radica en la libertad de construirse.

¿De dónde nos viene ese afán taxonómico de parcelarlo todo en géneros? Se me dirá entonces que el problema será que si no hay una identidad femenina tampoco habrá emancipación de la hegemonía masculina. Al respecto tengo dos juicios sucintos: entre hombres y mujeres, o mejor dicho, en la sociedad siempre habrá querellas por el poder y el placer. El segundo, no menos importante, es que el fin de los conflictos tendría que ser el fin de las distinciones. En la edad de oro, además de no haber “mío” y “tuyo”, tampoco había “hombre” y “mujer”. Hacer esa diferencia da origen a la indiferencia, luego al desprecio. El amor, en cambio, en connubio con la muerte, todo lo iguala. Como escribió Sabines:

Tú eres mi marido y yo soy tu mujer...
los dos somos nada más uno...

La dignidad de la mujer no reside en una esencia, en un modelo de comportamiento, ni el soporte físico y fisiológico, sino incluso, aunque suene paradójico, en la posibilidad de dejar de ser mujer. Si el mundo dejara de ser masculino, si el mundo fuera andrógino, toda persona podría sentirse normal, en casa, a sus anchas. La dignidad anida en la labranza de un mundo que sea una casa abierta.