He visto un par de manos
sosteniendo una bolsita llena de testosterona, he visto cómo vaciaba y frotaba
tal hormona sobre su antebrazo, después aquella persona sonrió. ¿Era un hombre
o una mujer? Era una posibilidad, yo pienso.
Preguntar qué es el hombre o qué
es la mujer, como han preguntado respectivamente filósofos y filósofas conduce,
en mi opinión, a espejos oscuros, es decir, visiones parciales, que quizá fracasan
justamente por no ver ambos lados de la moneda humana.
Los mortales no somos en todo
siervos de la naturaleza, nuestro origen no es nuestro límite, y nuestra casa
no es el único lugar por donde se puede caminar. A la humanidad, cuya
prerrogativa es la vagancia, se le ha concedido la libertad para husmear en los
bosques de las metamorfosis.
Con esto que escribo pretendo
hilvanar tres ideas que me parecen subterráneamente hermanadas: el humanismo
renacentista, el feminismo del siglo pasado y la teoría queer. No creo estar forzando ideas a lo loco ni tampoco siento que
vaya a descubrir el Mediterráneo. Simplemente he aquilatado tres posturas
filosóficas; en primer lugar, el Discurso
sobre la dignidad del hombre, en el cual Pico della Mirandola discurrió con
una claridad impresionante acerca de la mayor valía humana, a saber, la
libertad de edificarnos.
Este sabio del Renacimiento
consideraba que al hombre se le habían conferido “gérmenes de toda especie y
gérmenes de toda vida”. Esto nos lleva del éter al lodo y de lo bestial a lo
brutal, y, bien mirado, significa que hay un doble mérito en procurar el bien, puesto
que no somos seres angelicales, no es la naturaleza sino la reflexión y el esfuerzo
lo que nos anima a remontar nuestra propia pendiente. Ni Dios mismo tiene
mérito cuando una persona es buena. El hombre, aunque auxiliado por la cultura,
está solo a la hora de enfrentar sus problemas, y esto es lo que lo hace digno:
el hacerse a sí mismo, el ser hijo de sus obras, la capacidad de trascender su
origen.
Y veo un vaso comunicante entre aquel
discurso humanista del siglo XV y El
segundo sexo de Simone de Beauvoir, libro que con justicia colocó en el
centro del mundo a la mujer y que mucho hizo por enfatizar la dignidad de la
mujer, por principio de cuentas, haciéndola un sujeto para sí, y ya no un mero
complemento de la masculinidad o, peor aún, un objeto arrinconado en la otredad
y amarrado a la causalidad.
“¿Qué circunstancias limitan la
libertad de la mujer?” Esa era una de las cuestiones claves que se planteaba
Beauvoir. Por supuesto ella tampoco confió en la naturaleza, rechazó la idea de
que la biología sea un destino tallado en piedra. Asimismo rebatió las tesis
del psicoanálisis por considerar que violentaban la noción de elección, o sea,
encasillaban a la mujer a un rol de pasividad sexual, sin haberse cuestionado a
profundidad el carácter de la libido femenina. Ciertamente, a casi un siglo de
distancia, vemos cómo algunos conceptos freudianos se van cuarteando. Yo no
estoy capacitado para desacreditar ciertas concepciones muy famosas como la
envidia del pene, el miedo a la castración, etc. Pero estoy de acuerdo en que,
de cualquier modo, tales cosas no definen un destino para la mujer.
A pesar de que yo no tengo ni una
sola duda de que simbólicamente el proletariado es la mujer del mundo, o bien, la
mujer es el proletariado del hogar, en los hechos no puede hablarse de las
mujeres como si integraran una sola clase, como si todas estuvieran en el mismo
barco y con los mismos intereses. Por el contrario, lo que veo es la
posibilidad, parafraseando al teólogo caldeo Euanthes: la mujer no tiene una
imagen propia de nacimiento, sino muchas extrañas y adventicias. No creo que
una esencia preceda a la experiencia de ser mujer. Pero tampoco creo que a los
hombres nos esté vedada la feminidad o la posibilidad misma de ser mujer. Y no
estoy pensando que haga falta ser transexual para ello.
¿Qué es ser mujer y qué es ser
hombre? Básicamente lo mismo: un boleto de entrada para el jardín de las
metamorfosis. Ni qué duda cabe que en la vida cotidiana, especialmente en los
países menos desarrollados, continúa una terrible y sistemática discriminación
contra las mujeres, y ellas no pueden ser libres por la violencia a la que se
les somete. No podemos esperar una sociedad sana, feliz, celestial ni de un
momento a otro ni de un milenio a otro. Sin embargo, los que hemos tenido la
fortuna de gozar mayores libertades políticas debemos aprovechar los días y los
soles del pensamiento.
Por eso, yo recibo con buen ánimo
nuevas ideas acerca de la humanidad, aun cuando disfrute también contrastarlas,
matizarlas, con las viejas iluminaciones. Por ejemplo, las palabras de la
filósofa Beatriz Preciado sobre la perversidad de las píldoras anticonceptivas,
objeto que el feminismo había colocado en un altar. Ella dice que dedica su
vida a dinamitar el binomio hombre-mujer. Siento ahí una resonancia
nietzscheana que me hace sonreír un poco, sin embargo, el que se cuestione la
pertinencia de continuar buscando o afirmando una identidad femenina es lo que
me interesa. Porque soy partidario de que la dignidad humana radica en la
libertad de construirse.
¿De dónde nos viene ese afán
taxonómico de parcelarlo todo en géneros? Se me dirá entonces que el problema
será que si no hay una identidad femenina tampoco habrá emancipación de la
hegemonía masculina. Al respecto tengo dos juicios sucintos: entre hombres y
mujeres, o mejor dicho, en la sociedad siempre habrá querellas por el poder y
el placer. El segundo, no menos importante, es que el fin de los conflictos
tendría que ser el fin de las distinciones. En la edad de oro, además de no
haber “mío” y “tuyo”, tampoco había “hombre” y “mujer”. Hacer esa diferencia da
origen a la indiferencia, luego al desprecio. El amor, en cambio, en connubio
con la muerte, todo lo iguala. Como escribió Sabines:
Tú eres mi marido y yo soy tu mujer...
los dos somos nada más uno...
Tú eres mi marido y yo soy tu mujer...
los dos somos nada más uno...
La dignidad de la mujer no reside en una esencia, en un modelo de comportamiento, ni el soporte físico y fisiológico, sino incluso, aunque suene paradójico, en la posibilidad de dejar de ser mujer. Si el mundo dejara de ser masculino, si el mundo fuera andrógino, toda persona podría sentirse normal, en casa, a sus anchas. La dignidad anida en la labranza de un mundo que sea una casa abierta.