“Debes escribir mucho” me dijo, y me parece que asentí. Esa maña de responder con gestos y guardarme las palabras, que bien podría llamarse egoísmo, quiero llamarla, por ahora, vida interior.
La extroversión y la introversión no deben ser otra cosa que la diferencia entre el derroche de palabras y el dispendio de silencios.
Desde niño me recuerdo silencioso. Averiguar el porqué se me figura tan imposible como descubrir el origen del lenguaje o los misterios de la civilización maya. Sin embargo, voy a intentar un rodeo, quizás consiga algo más que dar vueltas alrededor de lo inexplicable y si no, al menos, pasará el tiempo (si acaso pasa).
Hace muy poco, estaba sobre avenida Revolución, era ruidosa y oscura, y mientras caminaba mis audífonos arrojaban música muy variada, jazz, punk, pop, metal, ópera, trip-hop, y tal vez por eso, o por no sé qué conexiones, empecé a sentir demasiado. No algunas cosas o algo o mucho, sino demasiado. Ganas de girar sobre un poste de luz, de llorar, de saltar, de quedarme quieto, de abrazar, ¿por qué uno puede sentir tanto? No me refiero sólo a sentir una gran diversidad de impulsos, más bien, a sentir una gran cantidad de todo, una ebriedad emotiva sin causa aparente.
Si de ese desborde emocional que padecí hubiera rescatado unas dos o tres palabras certeras para hacer un poema, ahorita estaría tranquilo, pero no rescaté nada. No distinguía ni una palabra en medio de aquel tropel de sensaciones. A diferencia de los pensamientos, que todos están hechos de vocablos, los sentimientos son pura desnudez.
No es justo emplear la función referencial del lenguaje para nombrar lo que uno siente. Los oleajes que trastornan las neuronas del alma pertenecen todas a la función poética. Y si las entendemos no es por habilidad verbal. Se trata de habilidad comunicativa. Las entrelíneas que conmueven de la poesía le deben más a la música que a la gramática. Más a las intervenciones, pausadas e intuitivas, del silencio, que a la fonética.
La poesía será entonces comunicación no verbal.
Acabo de decir una locura del tamaño de Homero. ¿Cómo? El arte que es esencialmente palabras, a mi juicio, es no verbal, ¡pero qué ridiculez! En efecto, me parece una tontería y, sin embargo, la sostengo.
Además, qué apartado estoy del tema inicial, ¿esto qué tiene que ver con la vida interior y con eso que a nadie le importa, mis taciturnidades? ¿Me permites, lector? Me está circulando la sangre…
Salí a dar unos pasos por mi terraza, que es un pequeño patio mal bosquejado; me fumé un cigarro dando vueltas y luego, raspando mis encías con presteza, lavé mis dientes. Ahora puedo continuar. Por supuesto, a ningún interlocutor me atrevería a importunarlo con detalles como estos. ¿Por qué sí maltrato al lector con estas naderías? Pienso en dos respuestas: porque tengo miedo al rechazo y porque vivo vertido hacia mi interior, es decir, por timidez y egoísmo.
El miedo al rechazo, en este caso, debe ser excusable. Baste imaginar que en una fiesta donde suenen las caguamas, los pasos de baile y las risotadas, respondiera honestamente cuando me preguntan en qué pienso; qué tal si en ese momento estoy considerando que Agota Kristoff escribe con la parquedad más conmovedora que conozco, o si estoy concluyendo que la dignidad es la diferencia cardinal entre la tragedia y la comedia. Creo que entonces me recomendarían un psiquiatra. Y como no respondo o respondo cualquier pendejada, me he acostumbrado a ciertos adjetivos: serio, retraído, callado, etc. He recibido otros adjetivos de aquellas amigas a quienes llego a responderles con más sinceridad: loco, soberbio, engreído, etc. No es por hacerme el sufrido, pero supongo que tienen razón.
Insisto, no es una queja sino una explicación del porqué alguien puede decidir en cierto momento la vida interior que la exterior. Y una posible explicación es que cuando uno siente mucho, las palabras se vuelven muy inútiles, muy mentidas, muy lejanas. Por no sé qué razones infantiles, me acostumbré a sentir, con ello, a callar. Hasta que aprendí a escribir, me di cuenta de que era posible hablar. Hasta que conocí las tardes que desvanecen tazas de café, aprendí a platicar. Hasta que descubrí la amistad, se me reveló mi voz.
La amistad es la superación de la timidez y del egoísmo. La amistad es un puente que une la vida interior con la exterior. La vida profunda con la superficial. Si uno se dirige al lector para contarle tantas fruslerías y tantas reflexiones complejas es porque se espera de él más que atención, se espera amistad. Y si los poetas no dicen: “amigo, lector”, sólo es porque economizan palabras. Pero son ellos quienes más complicidad anhelan, quienes más requieren un aliado, que pronuncie los silencios precisos.
La que me dijo que yo seguramente escribía mucho porque callaba mucho, a su vez era parlera y locuaz, y me gustaba cuando hablaba, y de seguro, no me volverá a hablar.