Íbamos a comprar algo para cenar. Yo pedí una empanada de camarones. Vania no quiso nada. No se sentía bien. Dijo que tal vez estaba embarazada. Dejé de sonreír. La señora que atendía se burló de mi repentina seriedad. Me reí. En mi vida he dejado miles de risas sin explicación. Quisiera explicar por qué lo hice aquella vez.
Sé que yo no puedo ser buen cuentista porque al recordar a Vania, recuerdo mis emociones y no los hechos tal como fueron.
Vestía de negro casi siempre. No me gustó sólo por eso. Ella era como un personaje que yo hubiera inventado. De hecho, mejor que Edith, una mujer que imaginé: estudiante de teatro, actriz, interesada en la política y la escritura, irónica, simpática, con tendencia a la aventura y al misterio. Quise una novela para Edith pero mi incapacidad es grande.
Vania era pequeña. No sé por qué me cautivan las mujeres pequeñas. Era delgada, aunque le gustaba contar las calorías de toda la comida que engullía. No es abuso el verbo engullir. Me sorprendió la primera vez que la vi devorar un platillo.
No me pregunten cómo. Estábamos sobre un escenario el primer día que platicamos. Las butacas desiertas nos veían. Ella disertaba sobre el teatro. Yo me fascinaba con sus inteligentes ojos oscuros, con su sagaz aro en el ombligo, con sus besables piecitos desnudos. Empecé a nerviosar de un lado a otro. Le pregunté si le gustaba el café. Fuimos por unos.
Ya al aire libre habló de la necesidad de libertad. No me gustaba su afición por Heidegger, pero lo consideré error diminuto frente a su nariz respingada y hermosa.
Le pregunté si vivía sola y me dijo que no que con un amigo. With a friend of mine, hubiera dicho en inglés. O quizá with my roommate. Y vivía en la colonia Obrera. En Juan de Dios Peza. Eso bastó para creerla destinada para mí. La Obrera es mi patria. La colonia de mi vagancia, donde he vivido siempre, incluso, en los tiempos en que no.
Me invitó a una obra de teatro. Yo tuve que dejar a la novia con la que andaba para acompañar a Vania. Ella llevaba un sombrero gangsteril y una minifalda. Indudablemente me estaba enamorando de una teatrera.
La obra estaba medio chafa. Setenta razones para ser politécnico, o algo así. Hubo un chiste. Una actriz con una playera de la UNAM dijo que ella no quería ser politécnica sino ir a una universidad chingona. Yo fui el único que se rió en todo el público. Vania estaba contenta.
Esa noche al regresar me sentía orgulloso de estar acompañando a una mujer tan guapa. A pesar de que Juan de Dios Peza es un callejón horrible, con chatarras de coches a ambos lados, edificios llenos de costras y mugre, con olor a marihuana y grupos de sombríos holgazanes taloneando a cualquier extraño.
Vania me dijo que no me invitaba a entrar porque su compañero –esa justa palabra usó-- estaría posiblemente en calzones. Yo caminé una cuadra para llegar a mi casa pensando si en inglés hubiera dicho partner o roommate.
Era partner. Un chef mariguano cinco años menor que ella. Antes de él, Vania salía con un francés que andaba en la onda del posmodernismo y quiso iluminar a los tercermundistas con su brillante pero indesentrañable razonamiento francés. El tipo, además de filosofar con pedantería, era muy malo en la cama. Para colmo, quería una relación abierta, así lo exigía su moral desconstructivista. Vania lo mandó al carajo y se lió con el primer tipo que vio, que fue Aldo, el cocinero mariguano. Prefierí un buen pene que un buen cerebro, me dijo. Poco después de conocerse decidieron vivir juntos. Él estaba enamorado, tenía buen corazón; ella era convenenciera y le temía a la soledad.
No sé cuándo me contó eso. Pudo ser en algún café o en una pizzería, afuera del cine o sobre su colchón, o en su sala jugando ajedrez, acaso paseando a su perra o mientras nos corregíamos mutuamente nuestros escritos. O cuando la acompañaba a sus clases o en un bar tomando tequila, tal vez en lo que me preparaba un guisado o en lo que se calentaba el agua para que tomáramos café. No sé. Lo que sí sé. Y mal hará quien no me crea. Es que siempre supe que jamás vería desnuda a Vania. Era para mí un cisne salvaje.
Recuerdo muy bien una lluvia y una tarde. Ella me mandó un mensaje para que fuéramos por un café. Como llovía, nos quedamos largo rato platicando. Aldo la llamó. Ella le pidió, notoriamente molesta, que se esperara. Cuando llegamos a su puerta, él me miró lleno de celos. Ella le dio un café que yo había pagado y le restregó en la cara mi cordialidad.
Ay, si los hombres supieran cómo es la mirada que me dedican mis amigas. Nadie sentiría celos de mí.
Ahora explicaré lo del cisne. Robinson Jeffers escogió ese animal para simbolizar la belleza que no debe ser perturbada para que no deje de ser. Puro platonismo. Yo leí ese poema frente a Vania y luego hice uno, por su cumpleaños, llamándola así:
Vaticinio vibrante, voz vital
Aliada audaz y estimulante amiga
Numen tangible, niña de tres pies
Irradiada estela, esplendente
Amor imposible, cisne salvaje
Ella estuvo contenta con el presente de cumpleaños. Yo me volví su asistente en el montaje de una obra suya que, a mi juicio, bien podría considerarse teatralista, género del que me siento inventor. Coño, tal vez no he creado nada original en mi vida.
La obra tuvo muchos problemas. El peor fue la exacerbación de la neurosis de Vania. Nos empezamos a distanciar. Yo no era el aliado que había pretendido. Cuando me pidió ser su asistente --aliado, dijo--, me encantó esa palabra, amo las palabras, soy filólogo. Chale.
Yo comencé a planear independizarme en ese tiempo. Ella era mi ejemplo. Vania se entusiasmó con mi idea, me prometió ayudarme con toda la decoración. Yo sólo tenía que buscar un lugar habitable.
Fuera de los ensayos nos seguíamos llevando bien. Una noche después de ver un rato la tele en su cuarto, decidí que debía decirle todo lo que me gustaba. Qué adolescentes me parecen ahora estas líneas. No se lo dije pero al llegar a mi casa, me pasé en vela la noche escribiendo y oyendo música y pensándola. A la mañana siguiente mi padre había muerto. Mi corazón estaba como congelado. En el velorio recibí una llamada que me avisó de la suspensión del ensayo de esa tarde. Al otro día, sin embargo, después del entierro, asistí al estreno de la obra. No fue un éxito pero no estuvo mal.
Vania no estaba satisfecha. Era su problema. Demasiado exigente consigo y con todos. Yo ya no la podía ver como antes. La muerte me había pegado por primera vez. Como cuando por primera vez se ve el mar. No se puede estar rodeado de muerte y continuar enamorado. Yo me sentí atraído por la muerte, me fui hundiendo en ella, casándome con ella, fornicando con ella.
Vania comenzó a parecerme intratable, egoísta, insensatamente depresiva y hasta aburrida por predecible. Ella había pedido una beca para ir a Praga. Yo deseaba que la obtuviera para no verla más. Y sí, se fue a la ciudad más hermosa del mundo y yo me quedé aquí buscando dónde vivir, pagando renta y sin alguien que me ayude a decorar mi habitación.
¿Ven por qué me reí? ¿Está claro? Parecía que mi seriedad se debía al miedo a la paternidad y no. Era por no ser yo el padre.
Sé que yo no puedo ser buen cuentista porque al recordar a Vania, recuerdo mis emociones y no los hechos tal como fueron.
Vestía de negro casi siempre. No me gustó sólo por eso. Ella era como un personaje que yo hubiera inventado. De hecho, mejor que Edith, una mujer que imaginé: estudiante de teatro, actriz, interesada en la política y la escritura, irónica, simpática, con tendencia a la aventura y al misterio. Quise una novela para Edith pero mi incapacidad es grande.
Vania era pequeña. No sé por qué me cautivan las mujeres pequeñas. Era delgada, aunque le gustaba contar las calorías de toda la comida que engullía. No es abuso el verbo engullir. Me sorprendió la primera vez que la vi devorar un platillo.
No me pregunten cómo. Estábamos sobre un escenario el primer día que platicamos. Las butacas desiertas nos veían. Ella disertaba sobre el teatro. Yo me fascinaba con sus inteligentes ojos oscuros, con su sagaz aro en el ombligo, con sus besables piecitos desnudos. Empecé a nerviosar de un lado a otro. Le pregunté si le gustaba el café. Fuimos por unos.
Ya al aire libre habló de la necesidad de libertad. No me gustaba su afición por Heidegger, pero lo consideré error diminuto frente a su nariz respingada y hermosa.
Le pregunté si vivía sola y me dijo que no que con un amigo. With a friend of mine, hubiera dicho en inglés. O quizá with my roommate. Y vivía en la colonia Obrera. En Juan de Dios Peza. Eso bastó para creerla destinada para mí. La Obrera es mi patria. La colonia de mi vagancia, donde he vivido siempre, incluso, en los tiempos en que no.
Me invitó a una obra de teatro. Yo tuve que dejar a la novia con la que andaba para acompañar a Vania. Ella llevaba un sombrero gangsteril y una minifalda. Indudablemente me estaba enamorando de una teatrera.
La obra estaba medio chafa. Setenta razones para ser politécnico, o algo así. Hubo un chiste. Una actriz con una playera de la UNAM dijo que ella no quería ser politécnica sino ir a una universidad chingona. Yo fui el único que se rió en todo el público. Vania estaba contenta.
Esa noche al regresar me sentía orgulloso de estar acompañando a una mujer tan guapa. A pesar de que Juan de Dios Peza es un callejón horrible, con chatarras de coches a ambos lados, edificios llenos de costras y mugre, con olor a marihuana y grupos de sombríos holgazanes taloneando a cualquier extraño.
Vania me dijo que no me invitaba a entrar porque su compañero –esa justa palabra usó-- estaría posiblemente en calzones. Yo caminé una cuadra para llegar a mi casa pensando si en inglés hubiera dicho partner o roommate.
Era partner. Un chef mariguano cinco años menor que ella. Antes de él, Vania salía con un francés que andaba en la onda del posmodernismo y quiso iluminar a los tercermundistas con su brillante pero indesentrañable razonamiento francés. El tipo, además de filosofar con pedantería, era muy malo en la cama. Para colmo, quería una relación abierta, así lo exigía su moral desconstructivista. Vania lo mandó al carajo y se lió con el primer tipo que vio, que fue Aldo, el cocinero mariguano. Prefierí un buen pene que un buen cerebro, me dijo. Poco después de conocerse decidieron vivir juntos. Él estaba enamorado, tenía buen corazón; ella era convenenciera y le temía a la soledad.
No sé cuándo me contó eso. Pudo ser en algún café o en una pizzería, afuera del cine o sobre su colchón, o en su sala jugando ajedrez, acaso paseando a su perra o mientras nos corregíamos mutuamente nuestros escritos. O cuando la acompañaba a sus clases o en un bar tomando tequila, tal vez en lo que me preparaba un guisado o en lo que se calentaba el agua para que tomáramos café. No sé. Lo que sí sé. Y mal hará quien no me crea. Es que siempre supe que jamás vería desnuda a Vania. Era para mí un cisne salvaje.
Recuerdo muy bien una lluvia y una tarde. Ella me mandó un mensaje para que fuéramos por un café. Como llovía, nos quedamos largo rato platicando. Aldo la llamó. Ella le pidió, notoriamente molesta, que se esperara. Cuando llegamos a su puerta, él me miró lleno de celos. Ella le dio un café que yo había pagado y le restregó en la cara mi cordialidad.
Ay, si los hombres supieran cómo es la mirada que me dedican mis amigas. Nadie sentiría celos de mí.
Ahora explicaré lo del cisne. Robinson Jeffers escogió ese animal para simbolizar la belleza que no debe ser perturbada para que no deje de ser. Puro platonismo. Yo leí ese poema frente a Vania y luego hice uno, por su cumpleaños, llamándola así:
Vaticinio vibrante, voz vital
Aliada audaz y estimulante amiga
Numen tangible, niña de tres pies
Irradiada estela, esplendente
Amor imposible, cisne salvaje
Ella estuvo contenta con el presente de cumpleaños. Yo me volví su asistente en el montaje de una obra suya que, a mi juicio, bien podría considerarse teatralista, género del que me siento inventor. Coño, tal vez no he creado nada original en mi vida.
La obra tuvo muchos problemas. El peor fue la exacerbación de la neurosis de Vania. Nos empezamos a distanciar. Yo no era el aliado que había pretendido. Cuando me pidió ser su asistente --aliado, dijo--, me encantó esa palabra, amo las palabras, soy filólogo. Chale.
Yo comencé a planear independizarme en ese tiempo. Ella era mi ejemplo. Vania se entusiasmó con mi idea, me prometió ayudarme con toda la decoración. Yo sólo tenía que buscar un lugar habitable.
Fuera de los ensayos nos seguíamos llevando bien. Una noche después de ver un rato la tele en su cuarto, decidí que debía decirle todo lo que me gustaba. Qué adolescentes me parecen ahora estas líneas. No se lo dije pero al llegar a mi casa, me pasé en vela la noche escribiendo y oyendo música y pensándola. A la mañana siguiente mi padre había muerto. Mi corazón estaba como congelado. En el velorio recibí una llamada que me avisó de la suspensión del ensayo de esa tarde. Al otro día, sin embargo, después del entierro, asistí al estreno de la obra. No fue un éxito pero no estuvo mal.
Vania no estaba satisfecha. Era su problema. Demasiado exigente consigo y con todos. Yo ya no la podía ver como antes. La muerte me había pegado por primera vez. Como cuando por primera vez se ve el mar. No se puede estar rodeado de muerte y continuar enamorado. Yo me sentí atraído por la muerte, me fui hundiendo en ella, casándome con ella, fornicando con ella.
Vania comenzó a parecerme intratable, egoísta, insensatamente depresiva y hasta aburrida por predecible. Ella había pedido una beca para ir a Praga. Yo deseaba que la obtuviera para no verla más. Y sí, se fue a la ciudad más hermosa del mundo y yo me quedé aquí buscando dónde vivir, pagando renta y sin alguien que me ayude a decorar mi habitación.
¿Ven por qué me reí? ¿Está claro? Parecía que mi seriedad se debía al miedo a la paternidad y no. Era por no ser yo el padre.