No se vive con raíz en la tierra. Un verso mexica es un buen modo de empezar. Los padres son un poco nuestras raíces, un poco los troncos. El concepto de árbol genealógico no me parece metáfora, sino una noción sensata de lo que es la herencia familiar.
Los árboles son seres viejos. Fueron los primeros dioses. Ellos sí tienen raíz en la tierra. Tienen una presencia subterránea muy firme. Nosotros, en cambio, somos breves. Apenas contamos con tiempo para superar el trauma del nacimiento y ya estamos a un paso de la tumba. Por eso siento que el ser humano ha buscado ser más que uno, ha buscado ser un colectivo, ha buscado ser parte de una familia.
Estar solo implica estar frágil. Una hoja no puede nada ante la tempestad. Un árbol sí resiste. Pero digamos lo obvio: para pertenecer al mismo ramaje todas las hojas deben parecerse entre sí. Y resulta que nosotros los humanos poseemos una personalidad infinita, que complica la fraternidad.
Trataré de explicar esto de la personalidad infinita. Aunque compartamos tantos genes, aunque seamos tan parecidos biológicamente, el prójimo, el otro, la alteridad o lo que sea, tiene un rostro diferente al nuestro. Por rostro, quiero decir, espíritu. Y pienso en Emmanuel Levinas. Él creía, como yo, aunque lo creyó cincuenta años antes que yo, que la filosofía debía enfocarse más en la ética y menos en la metafísica. Sobre todo en la metafísica de la totalidad. Porque ésta cree que el hombre es un ente que forma parte del ser, que es el todo. Es decir, que las diferencias son superficiales, en la medida en que en lo profundo estamos conectados y somos parte del mismo ser, o más precisamente, parte del Ser único. Ser y Dios es lo mismo para ciertos filósofos, especialmente para esos que se creen metafísicos y no han dejado de ser teólogos.
Pero el mundo visto desde la ética necesita pensar que existen otros. Las reflexiones éticas nos ayudan a no ser tan egoístas, a no creer que todo es yo. El otro existe y tiene sus propias inquietudes, su visión de las cosas, etc. Conocer la totalidad del otro es una labor improbable e incluso teóricamente imposible. Mientras estamos vivos contamos con infinitas posibilidades de comportamiento. La muerte es el límite. La muerte es la desaparición. Sólo podemos pensarnos y pensar al otro vivo. Cuando el otro muere, ya no lo podemos pensar, ya sólo es recuerdo, ya no es. Todo cuando tengamos en mente acerca del otro, una vez muerto, nos pertenece, es decir, serán nuestras imágenes, nuestros recuerdos, nuestras sensaciones, nuestras ideas, etc., pero ya no estará el otro. Y ya no será infinito, tampoco totalidad, será simplemente ausencia, o un no-ser.
¿Qué haremos para sentirnos en familia si todos los humanos somos hojas diferentes? Compartimos, quién lo duda, una historia, una cultura, una lengua, una cantidad de herencia genética, y aún así, no somos el mismo ser y hay sensaciones intransferibles. Aunque existan las palabras adecuadas para nombrar cierta realidad, las palabras no hacen la realidad. “No / las palabras no hacen el amor / hacen la ausencia”, escribió certeramente Pizarnik. La realidad de un sentimiento no se nombra con palabras. Ni con caricias ni con silencio, tampoco con abrazos, tampoco con los ojos. Si los hombres nos comunicamos tanto es porque no podemos comunicarnos de verdad.
¿Cómo vivir más o menos satisfechos sin raíz en la tierra? ¿Cómo profesar simpatía, cordialidad, fraternidad por aquellos que no nos entienden, especialmente por los que no quieren hacerlo y no hacen ni un esfuerzo? Mientras la pregunta sea cómo, habrá muchas respuestas, muchos modos de conseguir la satisfacción éticamente. Mientras no nos preguntemos el porqué, me parece, todo es solucionable.
No somos el mismo ser, no tenemos la misma finalidad, no podemos comunicar nuestra infinidad de sensaciones e ideas, pero todos compartimos el mundo, y debemos por ello convertirlo en un lugar habitable para todos.
Los árboles son seres viejos. Fueron los primeros dioses. Ellos sí tienen raíz en la tierra. Tienen una presencia subterránea muy firme. Nosotros, en cambio, somos breves. Apenas contamos con tiempo para superar el trauma del nacimiento y ya estamos a un paso de la tumba. Por eso siento que el ser humano ha buscado ser más que uno, ha buscado ser un colectivo, ha buscado ser parte de una familia.
Estar solo implica estar frágil. Una hoja no puede nada ante la tempestad. Un árbol sí resiste. Pero digamos lo obvio: para pertenecer al mismo ramaje todas las hojas deben parecerse entre sí. Y resulta que nosotros los humanos poseemos una personalidad infinita, que complica la fraternidad.
Trataré de explicar esto de la personalidad infinita. Aunque compartamos tantos genes, aunque seamos tan parecidos biológicamente, el prójimo, el otro, la alteridad o lo que sea, tiene un rostro diferente al nuestro. Por rostro, quiero decir, espíritu. Y pienso en Emmanuel Levinas. Él creía, como yo, aunque lo creyó cincuenta años antes que yo, que la filosofía debía enfocarse más en la ética y menos en la metafísica. Sobre todo en la metafísica de la totalidad. Porque ésta cree que el hombre es un ente que forma parte del ser, que es el todo. Es decir, que las diferencias son superficiales, en la medida en que en lo profundo estamos conectados y somos parte del mismo ser, o más precisamente, parte del Ser único. Ser y Dios es lo mismo para ciertos filósofos, especialmente para esos que se creen metafísicos y no han dejado de ser teólogos.
Pero el mundo visto desde la ética necesita pensar que existen otros. Las reflexiones éticas nos ayudan a no ser tan egoístas, a no creer que todo es yo. El otro existe y tiene sus propias inquietudes, su visión de las cosas, etc. Conocer la totalidad del otro es una labor improbable e incluso teóricamente imposible. Mientras estamos vivos contamos con infinitas posibilidades de comportamiento. La muerte es el límite. La muerte es la desaparición. Sólo podemos pensarnos y pensar al otro vivo. Cuando el otro muere, ya no lo podemos pensar, ya sólo es recuerdo, ya no es. Todo cuando tengamos en mente acerca del otro, una vez muerto, nos pertenece, es decir, serán nuestras imágenes, nuestros recuerdos, nuestras sensaciones, nuestras ideas, etc., pero ya no estará el otro. Y ya no será infinito, tampoco totalidad, será simplemente ausencia, o un no-ser.
¿Qué haremos para sentirnos en familia si todos los humanos somos hojas diferentes? Compartimos, quién lo duda, una historia, una cultura, una lengua, una cantidad de herencia genética, y aún así, no somos el mismo ser y hay sensaciones intransferibles. Aunque existan las palabras adecuadas para nombrar cierta realidad, las palabras no hacen la realidad. “No / las palabras no hacen el amor / hacen la ausencia”, escribió certeramente Pizarnik. La realidad de un sentimiento no se nombra con palabras. Ni con caricias ni con silencio, tampoco con abrazos, tampoco con los ojos. Si los hombres nos comunicamos tanto es porque no podemos comunicarnos de verdad.
¿Cómo vivir más o menos satisfechos sin raíz en la tierra? ¿Cómo profesar simpatía, cordialidad, fraternidad por aquellos que no nos entienden, especialmente por los que no quieren hacerlo y no hacen ni un esfuerzo? Mientras la pregunta sea cómo, habrá muchas respuestas, muchos modos de conseguir la satisfacción éticamente. Mientras no nos preguntemos el porqué, me parece, todo es solucionable.
No somos el mismo ser, no tenemos la misma finalidad, no podemos comunicar nuestra infinidad de sensaciones e ideas, pero todos compartimos el mundo, y debemos por ello convertirlo en un lugar habitable para todos.