Hubo una vez un niño que caminaba despacio, a él una mañana le ocurrió un extraño suceso: despertó temprano, como era su costumbre, para ir al baño y bañarse, vestirse y desayunar; sin embargo, aquel día modificó sus hábitos porque encontró a una niña y un niño almorzando apresuradamente en la cocina de su casa.
Aunque nunca los había visto, no le parecieron unos completos extraños. Ellos actuaron como si fuera normal el que se sentaran en aquella mesa y utilizaran los platos, los cubiertos y las servilletas que solía usar el niño que caminaba despacio, cuyo nombre era Carlos.
Además de caminar despacio, Carlos solía hablar con lentitud. Primero necesitaba pensar en las palabras que diría para que no le salieran desordenadas sus frases y la gente no lo malentendiera. Por eso se tardó un rato en preguntarles a los niños desconocidos por qué estaban ahí. Cuando al fin lo hizo, el niño le dijo: “porque estamos desayunando, pero ya casi acabé y ya casi me voy”. La niña también habló: “tú también desayuna, también tú ya pronto te tienes que ir”.
Carlos siguió sin comprender la razón, si es que la había, para que aquellos chicos estuvieran sentados en su mesa, pero mientras pensaba en qué nueva pregunta podría formularles, se sentó pausadamente con ellos a desayunar. Carlos no sólo era despacioso en el andar, también en el comer, así que antes de darle dos mordidas a una manzana, el par de niños ya habían terminado sus respectivos desayunos y, muy velozmente, se habían marchado.
Mientras Carlos iba en camino a la escuela pensó que debió haberles preguntado sus nombres. También se hizo preguntas a sí mismo: ¿pudieron haber sido unos nuevos vecinos? ¿Serán familiares lejanos? ¿Habrán sido ladrones especializados en robar desayunos? ¿O eran fantasmas? Incluso pensó si no habría sido él, en realidad, quien se equivocó de casa, ¿qué tal si había desayunado en una mesa ajena?
El niño que caminaba despacio continuó pensando en lo mismo durante las horas de clase y en el recreo. Como a sus compañeros de grupo no les gustaba jugar con él, Carlos podía quedarse sentado en las escaleras meditando a gusto en las preguntas que les haría a los niños extraños si los volvía a encontrar algún otro día. Tal vez aquellos niños desconocidos no se desesperarían tan fácilmente con él cuando actuara con su habitual calma, como se desesperaban sus compañeros. Carlos mientras esto pensaba veía las nubes. Las nubes que con parsimonia se deslizaban y se desgajaban a lo largo del cielo.
Cuando regresó a casa encontró nuevamente a la niña desconocida. Ella actuaba como si no hubiera nada extraño. De hecho, ella le preguntó cómo le había ido en la escuela y Carlos nomás pudo decirle que estuvo bien. Comieron juntos y un poco más tarde llegó el niño. Los tres se sentaron a ver la televisión y parecía que tales cosas fueran costumbres, hábitos, rutinas.
El niño que caminaba despacio finalmente no resistió más y les preguntó sus nombres a los desconocidos.
--Yo no los conozco, me parece muy raro que estén aquí en mi casa, quiero saber quiénes son ustedes.
--Yo me llamo Mariana.
--Y yo Pablo.
--¿Pero por qué están aquí?
--Yo estoy aquí sentada porque me siento cansada, quiero distraerme viendo la tele.
--Yo también quiero relajarme un poco y este sillón es bastante cómodo.
--Sí, pero ¿por qué no están en sus propias casas descansando y viendo la tele?
--No sabía que te molestaba mi presencia. Me iré entonces. Adiós.
--Discúlpanos, Carlos, creímos que te agradaría estar con nosotros. Adiós.
El niño que caminaba despacio y que también hablaba despacio lamentó mucho en ese momento no poder hablar más rápido para aclararles a los niños desconocidos que no le molestaba que lo acompañaran, que, al contrario, le parecía agradable estar con ellos y que, por lo mismo, prefería que se quedaran. Pero se fueron. Y así como llegaron una mañana sin causa aparente, nunca más volvieron a aparecer.