La alegría me ha parecido sospechosa desde hace tiempo. No es una virtud, pero
es requerida por mucha gente como si lo fuera. Yo ni siquiera concibo a la
alegría como un bien.
He visto, quizá, a demasiadas personas alegres de la desgracia ajena.
Además, aun conservo un fuerte sustrato de cristianismo que me hace desconfiar
de la alegría. Acostumbrado como estoy al pensamiento radical, pregunto: ¿para
qué estar alegres si podemos ser felices? O bien, ¿si no podemos ser felices
para qué estar alegres?
Probablemente más de un filósofo y más de un barrendero podrían rebatir mis
ideas fácilmente e, incluso, hacerme dudar por algunos instantes de mis
refunfuños y atreverme a la alegría por el simple hecho de gozarla. En otras
palabras, si la alegría implica cierto placer, ¿para qué andar exigiéndole
cuentas? La alegría puede sentirse como un fin en sí misma.
De acuerdo, la alegría es un estado placentero. Pero sabemos que para
integrarnos a la sociedad debemos renunciar a muchos placeres. Me provoca más
alegría jugar que trabajar, sin embargo, necesito el trabajo para tener dinero.
Ahora bien, el filósofo y el barrendero pueden señalarme que también es posible
trabajar alegremente.
El punto es que yo no niego ni la posibilidad de alegría, aún entre circunstancias
desfavorables, ni su valor intrínseco como dadora de placer. Lo que digo es que
me parece un bien sospechoso. El criminal es capaz de sentir alegría. También
quien trabaja en equipo e irresponsablemente echa a perder el esfuerzo de los
demás puede sentirse alegre antes, durante y después de arruinar el trabajo
colectivo. ¿Cómo vamos a aplaudir tal alegría?
Sé que es refutable lo que escribo. No es la alegría, sino la
irresponsabilidad o el crimen lo condenable. Al menos para el irresponsable es
preferible estar alegre que triste. Entonces yo, nuevamente exagerando, yéndome
hasta el extremo, preguntaría: ¿para qué hemos inventado, pues, las cárceles?
¿Por qué ha sido creada la disciplina escolar? ¿O por qué es recomendable desde
un punto de vista psicoanalítico tener un sólido principio de realidad?
Sí, las cárceles no son meras formas de aislar a ciertos individuos, sino
que son instituciones edificadas para la destrucción de la alegría. Se trata de
que al presidiario se le pudra la alegría y no sólo que quede impedido de dar
paseos por la calle. Que viva mal para que se arrepienta. La idea en el fondo
es que sin malestar no hay arrepentimiento y sin arrepentimiento no hay
mejoría. Mientras haya alegría, no habrá arrepentimiento.
Y también la disciplina escolar es un conjunto de normas para destruir el
comportamiento alegre. Basta ver lo alegres que son los alumnos más aplicados y
los que sacan las peores calificaciones. La alegría en la escuela, podría
decirse, es inversamente proporcional a las notas. Las reglas disciplinarias no
hacen sino amarrar el movimiento de la alegría, incluso la asfixian. No te
levantes, no te asomes por la ventana, no platiques, no sueñes, no decores, en
fin, no seas alegre. Porque la alegría te hará olvidar tus deberes, y la sociedad
necesita tu esfuerzo, no tu alegría.
Sí, también el principio de realidad, porque muchas alegrías son quimeras.
Cuántas alegrías son ingenuas, superficiales, fácilmente desmoronables. Si bien
elogiamos en los niños la risa alegre, viramos la mirada cuando se trata de ver
el reverso: el llanto que cae a gritos por cualquier pequeñez. Ese llanto y esa
risa están ligados, ambos son descontroles emocionales, la grietas en la presa
de los sentimientos. Si no estamos dispuestos a elogiar la tristeza, ¿a qué
elogiar la alegría?
Con alegría, porque los triunfos provocan ese placer, el filósofo y el
barrendero, sabiendo que he agotado mis argumentaciones y que ellos podrían
seguir refutándome sin dificultad, me dirían que las cárceles no hablan mal de
la alegría, sino de la sociedad, lo mismo sobre la disciplina escolar: el error
no es de alegría sino de quienes no confían en ella, en su fuerza creativa, en
su poder para hacer el bien. También me indicarían que nos podemos aceptar como
seres sentimentales, que no se pueden abolir las tristezas y que controlarlas, es
decir, encerrarlas o amordazarlas, no es sino un mal modo de evadirse, lo cual
puede causar devastaciones corporales, y que es hora de dejar en el pasado
tonterías machistas y llorar como los hombres cuando haga falta.
Mi última carta en este debate con mis interlocutores imaginarios es la
siguiente: me impresionó mucho cuando era niño escuchar el aria “Vesti la
giubba”, de la famosa ópera Pagliacci.
Sentí, acaso, desde entonces que estar forzado a la alegría, rodeados como
estamos de un mundo azaroso, abundante en crueldades, es una pena terrible. Y ciertamente
la sociedad, además, de gritarnos y sacudirnos cada mañana para que nos levantemos
a trabajar, nos exige transmutar en bromas nuestros dolores y nos presiona para
ponernos un montón de maquillaje encima de nuestras congojas para ser alegres
como payasos que ríen por una paga.
Finalmente, no apruebo, que la salida del nihilismo sea el disfrute de la
vida, o en última instancia cierta clase de alegría cotidiana, como han
sugerido algunos filósofos, tal cosa me da la impresión de que nos convierte en maridos
engañados: la trascendencia espiritual, como una ingrata Colombina, nos ha
pegado los cuernos y ahora sólo nos queda la risa, la payasada metafísica, seguir
alegres en el escenario del mundo, representando lo que no somos, para no matar
arlequines. Dicho de este modo, la alegría podría ser la puerta de entrada al
cinismo.
Nada puedo agregar, salvo que dejaré de oír “Vesti la giubba” y comenzaré a
escuchar “Funiculì, funiculà”.