25 mar 2013

Himno a la alegría


La alegría me ha parecido sospechosa desde hace tiempo. No es una virtud, pero es requerida por mucha gente como si lo fuera. Yo ni siquiera concibo a la alegría como un bien.

He visto, quizá, a demasiadas personas alegres de la desgracia ajena. Además, aun conservo un fuerte sustrato de cristianismo que me hace desconfiar de la alegría. Acostumbrado como estoy al pensamiento radical, pregunto: ¿para qué estar alegres si podemos ser felices? O bien, ¿si no podemos ser felices para qué estar alegres?

Probablemente más de un filósofo y más de un barrendero podrían rebatir mis ideas fácilmente e, incluso, hacerme dudar por algunos instantes de mis refunfuños y atreverme a la alegría por el simple hecho de gozarla. En otras palabras, si la alegría implica cierto placer, ¿para qué andar exigiéndole cuentas? La alegría puede sentirse como un fin en sí misma.

De acuerdo, la alegría es un estado placentero. Pero sabemos que para integrarnos a la sociedad debemos renunciar a muchos placeres. Me provoca más alegría jugar que trabajar, sin embargo, necesito el trabajo para tener dinero. Ahora bien, el filósofo y el barrendero pueden señalarme que también es posible trabajar alegremente.

El punto es que yo no niego ni la posibilidad de alegría, aún entre circunstancias desfavorables, ni su valor intrínseco como dadora de placer. Lo que digo es que me parece un bien sospechoso. El criminal es capaz de sentir alegría. También quien trabaja en equipo e irresponsablemente echa a perder el esfuerzo de los demás puede sentirse alegre antes, durante y después de arruinar el trabajo colectivo. ¿Cómo vamos a aplaudir tal alegría?

Sé que es refutable lo que escribo. No es la alegría, sino la irresponsabilidad o el crimen lo condenable. Al menos para el irresponsable es preferible estar alegre que triste. Entonces yo, nuevamente exagerando, yéndome hasta el extremo, preguntaría: ¿para qué hemos inventado, pues, las cárceles? ¿Por qué ha sido creada la disciplina escolar? ¿O por qué es recomendable desde un punto de vista psicoanalítico tener un sólido principio de realidad?

Sí, las cárceles no son meras formas de aislar a ciertos individuos, sino que son instituciones edificadas para la destrucción de la alegría. Se trata de que al presidiario se le pudra la alegría y no sólo que quede impedido de dar paseos por la calle. Que viva mal para que se arrepienta. La idea en el fondo es que sin malestar no hay arrepentimiento y sin arrepentimiento no hay mejoría. Mientras haya alegría, no habrá arrepentimiento.

Y también la disciplina escolar es un conjunto de normas para destruir el comportamiento alegre. Basta ver lo alegres que son los alumnos más aplicados y los que sacan las peores calificaciones. La alegría en la escuela, podría decirse, es inversamente proporcional a las notas. Las reglas disciplinarias no hacen sino amarrar el movimiento de la alegría, incluso la asfixian. No te levantes, no te asomes por la ventana, no platiques, no sueñes, no decores, en fin, no seas alegre. Porque la alegría te hará olvidar tus deberes, y la sociedad necesita tu esfuerzo, no tu alegría.

Sí, también el principio de realidad, porque muchas alegrías son quimeras. Cuántas alegrías son ingenuas, superficiales, fácilmente desmoronables. Si bien elogiamos en los niños la risa alegre, viramos la mirada cuando se trata de ver el reverso: el llanto que cae a gritos por cualquier pequeñez. Ese llanto y esa risa están ligados, ambos son descontroles emocionales, la grietas en la presa de los sentimientos. Si no estamos dispuestos a elogiar la tristeza, ¿a qué elogiar la alegría?

Con alegría, porque los triunfos provocan ese placer, el filósofo y el barrendero, sabiendo que he agotado mis argumentaciones y que ellos podrían seguir refutándome sin dificultad, me dirían que las cárceles no hablan mal de la alegría, sino de la sociedad, lo mismo sobre la disciplina escolar: el error no es de alegría sino de quienes no confían en ella, en su fuerza creativa, en su poder para hacer el bien. También me indicarían que nos podemos aceptar como seres sentimentales, que no se pueden abolir las tristezas y que controlarlas, es decir, encerrarlas o amordazarlas, no es sino un mal modo de evadirse, lo cual puede causar devastaciones corporales, y que es hora de dejar en el pasado tonterías machistas y llorar como los hombres cuando haga falta.

Mi última carta en este debate con mis interlocutores imaginarios es la siguiente: me impresionó mucho cuando era niño escuchar el aria “Vesti la giubba”, de la famosa ópera Pagliacci. Sentí, acaso, desde entonces que estar forzado a la alegría, rodeados como estamos de un mundo azaroso, abundante en crueldades, es una pena terrible. Y ciertamente la sociedad, además, de gritarnos y sacudirnos cada mañana para que nos levantemos a trabajar, nos exige transmutar en bromas nuestros dolores y nos presiona para ponernos un montón de maquillaje encima de nuestras congojas para ser alegres como payasos que ríen por una paga.

Finalmente, no apruebo, que la salida del nihilismo sea el disfrute de la vida, o en última instancia cierta clase de alegría cotidiana, como han sugerido algunos filósofos, tal cosa me da la impresión de que nos convierte en maridos engañados: la trascendencia espiritual, como una ingrata Colombina, nos ha pegado los cuernos y ahora sólo nos queda la risa, la payasada metafísica, seguir alegres en el escenario del mundo, representando lo que no somos, para no matar arlequines. Dicho de este modo, la alegría podría ser la puerta de entrada al cinismo.

Nada puedo agregar, salvo que dejaré de oír “Vesti la giubba” y comenzaré a escuchar “Funiculì, funiculà”.