He visto en Facebook una serie de
imágenes tituladas “The Social Media
Generation.. sad but true”. En ellas pareciera que todos los adultos
están tuiteando o consultando cualquier mensaje recién llegado a su celular. Un
niño pide y exige la atención de sus padres, quienes, mientras tanto, con sus
pulgares como gacelas escriben en sus respectivos móviles, hasta que el chamaco
grita: “acknowledge me”. Entonces el personaje central de esta pequeña
historieta, Marc, toma una foto del berrinche escuintlil y la comparte en el
mundillo de Twitter. Posteriormente encuentra dentro de un baño al cliché del junkie en plena inyección. Lo critica,
recibe likes y el punto de vista
desde el que es caricaturizado el junkie
se repite, pero ahora con Marc: las llamadas redes sociales son equiparadas a
la morfina o a la cocaína, en tanto que sedan y ofrecen un mundo de reemplazo, abundante
en elogios gratuitos. Además, en primera persona se afirma que Facebook y Twitter son padres tecnológicos que sacian al niño interno, pero
sin estar detrás de él ni abusando.
Marc Maron, el creador de la
historieta, es un comediante nacido en los sesenta. Pertenece a una generación,
a cuyos miembros yo jamás he considerado verdaderos adultos. Dos de mis hermanas
y sus maridos, que nacieron en esos años me parece que han acumulado primaveras
y veranos, sin ocupar en mi imaginario el lugar del adulto que me formé cuando era
niño. También me cuesta trabajo pensar que tengo la edad que tuvo mi madre
cuando yo nací. Quizá sea un mero asunto de percepción, mas acaso haya algo de
preocupante en la pregunta que nos tira Maron: we’re adults, right?
Me seduce la forma en que Finkelkraut
define al adolescente como un ser que ve líneas rectas ahí donde sólo hay
encrucijadas. Por lo tanto, el adulto es quien puede ver las encrucijadas, que
representan la complejidad del mundo, y así darle cierto peso trágico a la toma
de decisiones. Somos adultos en la medida en que nos hacemos preguntas y nos quedamos quietos, meditando posibilidades, antes de avanzar por algún camino.
Frente a esto, se puede entonces
reescribir la pregunta planteada anteriormente como: ¿Tenemos una mentalidad y
una actitud vital suficientemente complejas como para considerarnos adultos? Al
ver así reestructurada la cuestión, pienso evidente que la adultez está
definida por la mentalidad y no por la edad. Asimismo creo que la crítica
contra Facebook o Twitter no es esencialmente diferente a
la que en otros tiempos era volcado en su mayor parte contra la televisión, las
cantinas, las iglesias o las fiestas patronales, quiero decir que estas dizque
redes sociales son las máscaras más novedosas de un viejo problema: la
enajenación.
¿Las generaciones que nos han
precedido eran mejores padres? Cualquier pesimista respondería que sí, pero
esta mañana me siento optimista y digo que no. Al menos acá en la gran ciudad
he visto recientemente a más hombres atiendo a sus hijos, y son imágenes que me
gustan, ¿quién, nacido antes de los cincuenta, podría presumir de que su padre
le cambió pañales? Por otra parte, el hecho de que la mayoría de las madres trabajen,
creo que también da un ejemplo positivo a los niños. Aunque los noticieros
insistan en ser zalameros con los que nos gobiernan, no debemos cerrar los ojos
a ciertas mejoras sociales.
Sinceramente, desacredito a
Finkelkraut y a Sloterdijk en cuanto ven una ausencia de adultos en el mundo
actual; a las generaciones que en Europa hicieron las guerras mundiales y
consintieron regímenes totalitarios, ¿las podemos consideran más maduras que a
las generaciones actuales que en general alientan soluciones pacíficas a los
problemas coyunturales?
Por otra parte, el niño interior,
ahogado por carencias emocionales, ahí ha estado desde la prehistoria. Es la
víctima del choque entre naturaleza y cultura. El desamparo infantil es la sima
del malestar cultural, o sea, un pinche abismo en nuestra mente. Y hoy en día somos
más conscientes de que a pesar de los cumpleaños, los adultos continuamos teniendo
miedo a la oscuridad, así sea que la oscuridad en cada caso cambie de nombre:
la quiebra, el divorcio, el desempleo, la enfermedad, la clase política, la
muerte, etc. Pero conservar ciertos miedos inexplicables, no impide que pensemos
o deseemos la iluminación de la madurez, en ese sentido, la pregunta de si
somos verdaderamente adultos es un síntoma de reflexión, de complejidad. Si
todavía fuéramos adolescentes en lugar de preguntar, afirmaríamos. ¿O no?
Una buena prueba de que sí hay
madurez en los nuevos adultos es que ha disminuido la cantidad de niños, si tal
cantidad la dividimos entre el total de la población. Por supuesto, hay quien
interpretaría esto como indicio de lo contrario, si no tenemos hijos es porque
no hemos madurado, ya que con el infante desamparado que cargamos en el
sustrato de la mente nos basta y sobra; pero no, volvamos a mirar a quienes sí
tienen, no uno, sino varios hijos y verdaderamente regados: se trata de las
personas más inconscientes, menos responsables. Esas personas que tienen más
hijos de los que recuerdan o que no saben dónde están, o bien, que los maltratan
sin abandonarlos usándolos como receptáculos de frustraciones, ¿no son la
justificación para quienes no tienen hijos o se cuidan de no engendrar más que
moderadamente? La madurez del ser humano no es como la de los árboles: no consiste
en arrojar hijos, sino en ser fruto de uno mismo. Perder simbólicamente a los
progenitores reales, para alcanzar un estado de responsabilidad, lo que en
otras palabras se conoce como tener ética.
¿Cuántos hijos lanzaron al mundo las
generaciones de adultos irresponsablemente durante el siglo o siglos pasados? ¿Cuántos
embarazos ha evitado la generación tuitera? Supongo que un porcentaje mayor,
pero lo cierto es que recordando a algunas niñas que cargan en sus brazos bebés
y de las cuales veo eventualmente publicaciones, siento cierta desazón, ojalá
se hubieran clavado más en la enajenación tecnológica. No quiero que se me
malentienda. No creo que embarazarse sea una desgracia, ni siquiera a los
trece, pero de todas las responsabilidades, procrear es la mayor: una vida
frágil, vulnerable en más de un sentido, queda bajo la custodia de dos
personas, y muchas veces de una sola. Digo que de dos porque, a pesar de los abuelos
o los vecinos, para el recién nacido en un principio no hay más mundo que sí
mismo, por tanto está sumamente desprotegido: pues sin conciencia del mundo
exterior, éste nos devoraría. Un poco después en la relación con su madre el
bebé evita las sensaciones dolorosas. Más tarde, comienza a delinear una figura
paternal. Y de ese tiempo, del cual no guardamos memoria, datan las placas
tectónicas y los bordes convergentes y divergentes que parten nuestra
personalidad.
Finalmente, lo que he tratado de
exponer es que cada generación mira el mundo desde su propia perspectiva, por
ello, madura a su manera. Me parece que la forma de madurar en nuestros
tiempos, en efecto, está “conectada” con la tecnología y las “redes sociales”,
pero tales vínculos para mí no son muy preocupantes ni tristes, sobre todo en
comparación con máscaras anteriores de la enajenación. Pero todavía hay más que el silencio: la pasión por comprender la complejidad del mundo está
ligada a la pasión por compartir opiniones y experiencias.