11 nov 2012

Una pequeña que no llora

Sobre los campos como semillas

como el vuelo lento de la luna
ha sido esparcida en el silencio
el ritmo de su brillo de maga.

Corre entre las venas de las manos
de quienes resisten bajo el sol
y de quienes aman bajo el sol
porque ella tiembla ante los amores
y frente al sol de las injusticias
lucha con mejillas desoladas.

Y sobre la tumba de los muertos
es una pequeña que no llora
una pequeña palabra verde
hebra de cabello de la vida
hierba sencilla de todas partes
eso es la poesía.

Otra poética

Trato de llenar de palabras el mundo
de contar los presentes del presente
los sucesivos dones del abrazo
de los sonidos y las visiones.

Los llantos, las nostalgias, las ausencias
son también fragmentos
de la danza de la belleza
cuya sonora sombra
canta y traza
el perfil de las palabras
que con delicado júbilo
mantienen viva
a la piedra
                  al agua
                                y al ritmo
          de esta fuente
que es
               el camino de nuestra vida.

10 nov 2012

La metafísica que inventaron los campesinos


Siento que hay dentro de mí un campesino. Quiero decir que para comprender lo que me ocurre uso una buena cantidad de conceptos, cuyo origen se remonta a los tiempos en los que la mayoría de las personas sobre la tierra se dedicaban a sembrar y a recolectar los frutos de su labor. Durante diez mil años los trabajos humanos estuvieron enraizados a la tierra. En las dos centurias recientes nos mudamos a la ciudad para trabajar sin aire libre, cada vez más ligados a la tecnología, a tal grado que no me parece mucha exageración escribir que vivimos en simbiosis con máquinas e instrumentos.

Sin embargo, diez mil años de historia dejan huella. Esos rastros están debajo del actuar cotidiano, en el sustrato de la mente, en los racimos de metáforas que florecen en cualquier plática. La forma en la que vemos al mundo está llena de tierra.

Un poco en broma y un poco en serio, dije en cierta ocasión que la metafísica la inventaron los campesinos. No sé si una afirmación así de contundente y así de ambigua sea comprensible. Pero ciertos fenómenos que son muy palpables para el campesino han marcado a todas las culturas. Evidentemente “cultura” proviene de cultivo. Uno lee libros, viaja o va a la escuela, entre otras cosas, para cultivarse: recibir cierta información y después producir. Si la tierra produce, entonces, a imagen y semejanza de ella, la gente produce. Por otra parte, si con los mismos elementos: sol, agua, tierra y aire, se engendra toda la vegetación, es porque hay algo que unifica lo diverso. Es al menos lo que piensa el campesino-metafísico que llevo dentro.

¿Apartarnos del campo ha sido un acto de madurez humana, una especie de desprendimiento de la protectora madre-tierra para probar por nosotros mismos nuevos rumbos? No lo sé, pero tal palabra, “madurez”, sin duda, pende de la rama de las palabras agrarias.

Espero no estar muy verde para tratar el tema de la madurez. Yo distingo cuando una fruta está madura porque las frutas para mí solamente sirven para ser comidas. En cambio, no siempre acierto con las personas, probablemente porque las personas no nacieron para ser comidas, sino para comer. En otras palabras, la madurez humana no tiene un propósito fijo o un sentido único, sino que cada quien deberá saber en qué sentido quiere crecer o qué nuevas semillas quiere sembrar.

Madurar, aun así, es un acto de desprendimiento. Las ramas que nos sujetan durante toda la infancia suelen ser los padres; los troncos son las tradiciones, y más abajo, esos mágicos fractales que llamamos raíces o cadenas de ADN.

Desde un punto de vista capitalista, madurar sería un desprendimiento económico de los padres: independizarse de ellos y, como fruto rodante, rodar y rodar con dinero y sin dinero. Pero está claro que el derrochar billetes más que un indicio de madurez, indica lo contrario. Es propio de la gente madura cuidar sus finanzas, moderarse en los gastos: atender y regar a tiempo sus cuentas bancarias.

Nos diferenciamos del resto de los animales porque aproximadamente una tercera parte de nuestra vida somos mantenidos. En la siguiente estación de la vida, nos toca producir, cambiar esos aires en los que crece la infancia, para caer en tierra y hacer un nuevo árbol familiar. Madurar es producir hijos o dinero, o ambos, al menos desde el punto de vista de la sociedad que vive en el fervor de la producción.

Hay otros puntos de vista, por supuesto. Hay quienes pueden entender la madurez como una autonomía más bien espiritual, en lugar de verla como un desenvolvimiento económico o una capacidad reproductiva.

Yo creo que la madurez exclusivamente humana es una habilidad para regular la propia conducta, para reconocer las prioridades y tener la entereza de conseguirlas, para no entusiasmarse demasiado con los caprichos y para no decepcionarse hasta el suelo con los problemas ineludibles.

Definiría la madurez como la estabilidad. Y tal estabilidad no es otra cosa que ser uno mismo. Esto también es la autonomía. En lugar de los padres, la propia conciencia y el propio esfuerzo; en vez de las tradiciones, las convicciones; y en lugar de las máscaras, el rostro real.

Cuesta trabajo, aunque parezca lo contrario, llegar a ser uno mismo. El camino más simple es ser como todos, seguir al rebaño, caer en el mismo sitio que todas las hojas de la generación. Sobra decir que es imposible desprenderse radicalmente de las tradiciones o del resto de la sociedad. Pero es posible ser auténtico, distinguirse entre la masa. Siento que la madurez es conseguir eso, una distinción aunque sea pequeña, un ego humilde.

Yo, que he dejado testimonios escritos de mis ideas pasadas y de algunas anécdotas, en ocasiones me avergüenzo de la inmadurez con la que lanzaba ciertas sentencias. Ahora trato de ser más cauto y quién sabe si en el futuro me ruborizaré de mis actuales juicios. Por ahora estoy contento con mi cuerpo y con mi mente. En medio del camino de mi vida me he topado con una selva oscura: mi propio yo. A pesar de que por debajo me sigan las raíces de un campesino metafísico.

La otra América

Me resulta muy agradable caminar por las calles del centro de Coyoacán cuando se quedan limpias de automóviles y a oscuras. Al salir del teatro el otro día experimenté la dicha de ignorar la prisa y de dar pasos sin rumbo. Aun sin pensar en direcciones encontré una silla y un café para permanecer un rato.

En unos pocos minutos había cruzado por Madrid y Viena, por Berlín, Londres y Bruselas. Ciertamente no me sentía entonces muy lejos de Europa. Para George Steiner dos elementos muy distintivos del Viejo Continente son la posibilidad de dar paseos y la de sentarse en un café. En ese sentido, a pesar de su indudable mexicanidad, Coyoacán es una zona un tanto europea. Lo cual no puede generalizarse con respecto al resto de la Ciudad de México porque… ¡es tan grande! Su enormidad tiende a dejar un regusto de irracionalidad. Así como hay números enteros y racionales, que son los que le dan prestigio de precisión a las matemáticas; hay números de otras clases, algunos muy extraños, sin ser tan raros los irracionales aturden un poco, incluso causan espantos a algunas buenas personas; del mismo modo existen ciudades enteras y racionales, y otras, como la mía, que está en constante crecimiento y reconstrucción, por lo cual hace falta clasificarla en el conjunto de las ciudades irracionales. No por esto deja de tener sus encantos: ciertas colonias, ciertos rincones y quizá la misma efervescencia de lo incesante es una de sus gracias, porque finalmente eso modela a quien aquí vive.

Cuando leí La idea de Europa me entraron deseos de invitarle a Steiner un Jarocho para preguntarle si consideraba la existencia de Coyoacán en su concepción de mundo --su Weltanschauung--. Porque por principio no sé si en la llamada Europa del Este, las ciudades y las personas encajan en esa idea de los cafecitos y los paseos; sí es posible que compartan la extensa herencia histórica de la cultura helenística y del cristianismo con su sustrato hebreo; pero yo no sé si esos pueblos eslavos que han creado canciones tan festivas compartirán el fatalismo y el decadentismo que llega a caracterizar al arte centroeuropeo. En otras palabras, me dio la impresión de que para Steiner, quizá el gran humanista del siglo XX, ni la otra Europa ni nuestra América vibran culturalmente en el mundo.

El humanismo del siglo XXI no debe olvidarse de los otros mundos que hay en el mundo. Algo de vergüenza debería darnos el poco caso que le prestamos a la literatura, a la historia y a la cultura en general de los asiáticos, de los africanos y de esos desconocidos países de Oceanía. Pero si este es un reto para los nuevos humanistas, la valoración del peso cultural que ha tenido América Latina en los dos últimos siglos no es desdeñable en lo absoluto.

Ya Hegel nos había jalado la cobija del Espíritu de la Historia, y Marx por más que puso de cabeza a Hegel no consiguió enderezar la historia de América. Hay una especie de obstrucción en la mirada, sea idealista o materialista, de la filosofía europea que no le permite apreciar nuestra América, cuya identidad es probablemente más ajena a los EUA que a la Europa mediterránea o a la Mitteleuropa.

Los hispanoamericanos podemos pasear por ciudades y pueblos, echarnos un cafecito, o más al sur un mate (el Sur también existe), conservamos la herencia de Atenas y Jerusalén en nuestras iglesias barrocas y nuestras facultades de filosofía y letras; también tenemos un lado fatalista, ahí está el tango y la música ranchera. Incluso podemos dar cuenta, como propusiera Goethe, de tres mil años de historia. Dentro de los cuales, además de Atenas y Jerusalén, heredamos algo de Machu Pichu y de Tenochtitlán. Es insoslayable que además de español y portugués, varios millones de americanos hablan alguna lengua amerindia.

Podría parecer que exagero al considerar que no se toma en cuenta el pensamiento latinoamericano en el resto del mundo. ¿No comenzó Foucault citando a Borges en uno de sus libros capitales? ¿No han sido reconocidos con el Nobel varios escritores latinoamericanos y no es verdad que otros tantos han sido ampliamente leídos? ¿No hay embajadores de la cultura iberoamericana por todas partes? Sin duda. Pero… ¿Qué hay de la gente que un lunes cualquiera platica a media calle con un capuccino en la mano como asumiendo que la vida es un ritmo pausado que no vale la pena acelerar? Quiero decir que aquí estamos con un pensamiento propio, herederos también de la cristiandad y de la Ilustración.

Hace poco, cuando murió Carlos Fuentes, sentí que México había perdido a su principal embajador cultural. A mi juicio él no era el mejor escritor mexicano, pero era, por mucho, el más conocido. Viven aún valiosísimos escritores: Fernando del Paso, Sergio Pitol, Eduardo Lizalde, y otro puñado de muy buenos literatos, pero que no han conseguido un renombre internacional, aunque sus virtudes literarias sean más notables que las de Fuentes y aunque reflejan la verdadera vida de México en sus textos.

Sabemos que el turista prefiere un recuerdito folklórico que un producto cotidiano, por ejemplo: un sombrero de charro en vez de una playera estampada con un diseño original, sobre todo si ese diseño es universalista, digamos una imagen que pudiera ser creada sin una huella geográfica específica. Si los seres humanos de verdad lográramos algún día ser ciudadanos del mundo, el turismo dejaría de ser un buen negocio.

Hay particularidades entre la gente de cada región, entre una colonia y otra hay diferencias dignas de ser comentadas, a veces basta cruzar una acera para observar un mundo distinto. Por eso viajamos. Nuestra América, es la otra América, ciertamente muy diversa, pero al mismo tiempo aquí participamos del espíritu universal. Los monstruos y los héroes de las mil caras también han atravesado nuestras calles.