Siento que hay dentro de mí un campesino. Quiero decir que para comprender
lo que me ocurre uso una buena cantidad de conceptos, cuyo origen se remonta a
los tiempos en los que la mayoría de las personas sobre la tierra se dedicaban
a sembrar y a recolectar los frutos de su labor. Durante diez mil años los
trabajos humanos estuvieron enraizados a la tierra. En las dos centurias
recientes nos mudamos a la ciudad para trabajar sin aire libre, cada vez más
ligados a la tecnología, a tal grado que no me parece mucha exageración
escribir que vivimos en simbiosis con máquinas e instrumentos.
Sin embargo, diez mil años de historia dejan huella. Esos rastros están
debajo del actuar cotidiano, en el sustrato de la mente, en los racimos de
metáforas que florecen en cualquier plática. La forma en la que vemos al mundo
está llena de tierra.
Un poco en broma y un poco en serio, dije en cierta ocasión que la
metafísica la inventaron los campesinos. No sé si una afirmación así de contundente
y así de ambigua sea comprensible. Pero ciertos fenómenos que son muy palpables
para el campesino han marcado a todas las culturas. Evidentemente “cultura”
proviene de cultivo. Uno lee libros, viaja o va a la escuela, entre otras
cosas, para cultivarse: recibir cierta información y después producir. Si la
tierra produce, entonces, a imagen y semejanza de ella, la gente produce. Por
otra parte, si con los mismos elementos: sol, agua, tierra y aire, se engendra
toda la vegetación, es porque hay algo que unifica lo diverso. Es al menos lo
que piensa el campesino-metafísico que llevo dentro.
¿Apartarnos del campo ha sido un acto de madurez humana, una especie de
desprendimiento de la protectora madre-tierra para probar por nosotros mismos
nuevos rumbos? No lo sé, pero tal palabra, “madurez”, sin duda, pende de la rama
de las palabras agrarias.
Espero no estar muy verde para tratar el tema de la madurez. Yo distingo
cuando una fruta está madura porque las frutas para mí solamente sirven para
ser comidas. En cambio, no siempre acierto con las personas, probablemente
porque las personas no nacieron para ser comidas, sino para comer. En otras
palabras, la madurez humana no tiene un propósito fijo o un sentido único, sino
que cada quien deberá saber en qué sentido quiere crecer o qué nuevas semillas
quiere sembrar.
Madurar, aun así, es un acto de desprendimiento. Las ramas que nos sujetan
durante toda la infancia suelen ser los padres; los troncos son las tradiciones,
y más abajo, esos mágicos fractales que llamamos raíces o cadenas de ADN.
Desde un punto de vista capitalista, madurar sería un desprendimiento
económico de los padres: independizarse de ellos y, como fruto rodante, rodar y
rodar con dinero y sin dinero. Pero está claro que el derrochar billetes más
que un indicio de madurez, indica lo contrario. Es propio de la gente madura
cuidar sus finanzas, moderarse en los gastos: atender y regar a tiempo sus
cuentas bancarias.
Nos diferenciamos del resto de los animales porque aproximadamente una
tercera parte de nuestra vida somos mantenidos. En la siguiente estación de la
vida, nos toca producir, cambiar esos aires en los que crece la infancia, para
caer en tierra y hacer un nuevo árbol familiar. Madurar es producir hijos o
dinero, o ambos, al menos desde el punto de vista de la sociedad que vive en el
fervor de la producción.
Hay otros puntos de vista, por supuesto. Hay quienes pueden entender la
madurez como una autonomía más bien espiritual, en lugar de verla como un
desenvolvimiento económico o una capacidad reproductiva.
Yo creo que la madurez exclusivamente humana es una habilidad para regular
la propia conducta, para reconocer las prioridades y tener la entereza de
conseguirlas, para no entusiasmarse demasiado con los caprichos y para no
decepcionarse hasta el suelo con los problemas ineludibles.
Definiría la madurez como la estabilidad. Y tal estabilidad no es otra cosa
que ser uno mismo. Esto también es la autonomía. En lugar de los padres, la
propia conciencia y el propio esfuerzo; en vez de las tradiciones, las
convicciones; y en lugar de las máscaras, el rostro real.
Cuesta trabajo, aunque parezca lo contrario, llegar a ser uno mismo. El
camino más simple es ser como todos, seguir al rebaño, caer en el mismo sitio
que todas las hojas de la generación. Sobra decir que es imposible desprenderse
radicalmente de las tradiciones o del resto de la sociedad. Pero es posible ser
auténtico, distinguirse entre la masa. Siento que la madurez es conseguir eso, una
distinción aunque sea pequeña, un ego humilde.
Yo, que he dejado testimonios escritos de mis ideas pasadas y de algunas
anécdotas, en ocasiones me avergüenzo de la inmadurez con la que lanzaba
ciertas sentencias. Ahora trato de ser más cauto y quién sabe si en el futuro
me ruborizaré de mis actuales juicios. Por ahora estoy contento con mi cuerpo y
con mi mente. En medio del camino de mi vida me he topado con una selva oscura:
mi propio yo. A pesar de que por debajo me sigan las raíces de un campesino
metafísico.