Mantener la salud no es el
objetivo de mi existencia, por el contrario, planeo morir algún día. Esto es lo
que respondería a quien me recriminara por no cuidarme, sin embargo, después de
un rato, quizá me arrepintiera y acaso pueda comprender que cuidar de mi salud
no es necesariamente un defecto.
Hay personas muy exageradas que
tosen y se cubren la nariz cuando pasan cerca del humo de un cigarrillo, pero
la mayoría de las enfermedades no están en el aire, sino en lo que comemos. No
hace falta que alguien vestido con una bata blanca nos lo diga, sabemos que
comer bien es fundamental para estirar el frágil hilo de la salud; es evidente
que la comida nos condiciona el ánimo y después de todo el buen ánimo es un
sinónimo de salud. Si la OMS no lo entiende así, yo humildemente se lo sugiero;
es de sobra conocido que la falta de apetito y la tristeza tienen sus queveres,
mientras que el buen diente y la enfermedad nunca se mezclan.
Mas si me paro a contemplar las
mesas y los platos sobre ellas, hallo que la gente no come para vivir saludablemente
sino para energizarse, o bien, para hartarse con bocados de alegría, en otras
palabras, con tal de seguir sobrellevando la vida, se contentan con la ingesta
de basura o entreteniéndose el paladar con sabores gourmet, mientras llega la
hora de probar a qué sabe el revés de la tierra.
Por regla general, las personas
prefieren lo sabroso a lo saludable y no las culpo: apostar por la salud a
largo plazo no reditúa. La enfermedad, la achichincle de la muerte, dirá la
última palabra.
Ignoro si esta es la causa de que
no haya conocido todavía a ningún médico que lleve una vida saludable y
sospecho que todos los que no conozco tampoco la llevan, pues cómo podrían si apenas
pueden dar picotazos a su comida entre paciente y paciente. Para mí los malos
hábitos de un médico me crean más reticencias a presentarme en un consultorio
que recordar los trapos sucios que han enjuagado en conjunto las farmacéuticas
y las asociaciones médicas. Con esto sólo quiero insistir en que abogar por la
salud debe ser un síntoma de ya estar enfermo, por lo menos, mentalmente.
Por otra parte, jamás leeré la
obra completa de Lenin, así que desconoceré por siempre si el gran camarada
dedicó alguna de las ochenta mil páginas que escribió a ofrecer su opinión científica
sobre el capitalismo y la glotonería. Pero me parece muy claro que sabrosear la
comida como si de una portentosa mujer se tratara es un acto enajenante y
burgués.
‘Sabrosear’ es un verbo mestizo
que proviene de ‘babear’ y ‘saborear’, y expresa el proceso de fetichización, o
sea, la cesura entre el deseo y la realidad, que el enajenado sabroseador padece durante demasiados instantes. Entonces así como se suele censurar al albañil
que babea al divisar una morenaza de curvas campaneantes, es decir, por
sabrosearla, esto es deleitarse en la contemplación en lugar de realizar lo que
es propio de los seres que copulan, a saber, perseguir y fornicar con el sexo
opuesto. Del mismo modo, pienso yo, podríamos considerar el sabroseo de la
comida: un acto idealista, que se desentiende de lo saludable y que se enfoca
en un placer más imaginado que real.
Sí, cuando decimos “qué rica
comida, estuvo bien buena, muy sabrosa”, estamos siendo eco de una ideología,
una falsa conciencia. En serio, preferir lo sabroso a lo nutritivo es una
tendencia mental: el gusto antes que el deber, el principio del placer
dominando al principio de realidad, la sensualidad por arriba de la conciencia,
la hipérbole y la metáfora pisoteando al axioma transparente.
Para mí el corolario es clarísimo,
mientras la gente siga poniéndole harta salsa y crema a sus tacos no vamos a
alcanzar una época ilustrada. Dicho platónicamente: mientras las ciudades no
sean gobernadas por nutriólogos no podremos vivir un estado de justicia.
El problema es verdadero, no
únicamente por las enfermedades compinches de la obesidad, sino también porque
los tragones y los pseudotragones –aquellos que comen con los ojos--, encarecen
los precios de los alimentos y así vivimos en una sociedad de gordos y
desnutridos, millones de personas con pobreza alimentaria y otros millones que
tiran las sobras que su estómago ya no pudo ingerir pero sus insaciables ojos
sí quisieron servirse, dado que así funciona el fetichismo culinario.
Ahora bien, ¿de dónde viene el
sabroseo de la comida? No del hambre por cierto ni de la necesidad de
alimentarse. Es evidente que quien desea comida, desea algo que no es
comestible. Acaso conservar un recuerdo, socializar, sustituir a un ser ausente,
cierto consuelo, no sé, pero no una ingesta balanceada de nutrientes y calorías.
No, la comida se ha vuelto un acto simbólico, o bien, un entretenimiento más,
así como los ojos ven programas de televisión, los oídos oyen canciones, las pupilas
gustativas prueban grasas y harinas.
Quizá sea una digresión
insensata, sin embargo, me insiste el recuerdo de los suculentos platos que
llegaban a la mesa de Moctezuma, si le podemos llamar mesa a esas tablas
labradas con deidades que le ponían sus criados casi al ras del suelo para que se
despachara sus tacos de entre más de treinta opciones ya fuera de faisán, codorniz,
cerdo pelón o la carne correosa de algún muchacho. Opulencia, despilfarro y
egoísmo vil había en Moctezuma. Unas chicas hasta lo cubrían con una puerta de
oro para que nadie lo viera masticar, pero a sus cuatro consejeros ni un a pinche
sillita les ponían. ¿No era tal glotonería señal de que ese sanguinario imperio
debía sucumbir?
Por eso mismo, comprendo bien que
haga falta un mito purificatorio antes de comer, algo que sirva para bloquear la
mínima rendija por donde pudiera infiltrarse el soplo de la conciencia: exigir
que sea kosher o agradecerle a Dios o lavarse las manos antes de tomar el
tenedor, incluso contar la calorías o simplemente decir bon apetit, provechito, o cualquier superstición me parece
oportuna, funcional y necesaria. Porque comer sin purificar simbólicamente la
comida es cosificarla como si tuviera una sola dimensión: el placer. Cabe
recordar que la comida no es una cosa sin antecedentes, tuvo vida y desde el
otro lado de la existencia lo que tuvo vida nos nutre, así como esta cosa que
es nuestro cuerpo habrá de nutrir a otros seres.
Somos comida en potencia. No somos
seres para la comida, sino seres para ser comidos. Es nuestra responsabilidad
ser saludables para que si los gusanos a besos nos devoran, les haga buen
provecho.
Ahora bien, entiendo que un buen
chef o una buena cocinera en verdad sean tan codiciables como parejas amorosas,
ya que la comida es más que comida para casi todo el mundo y finalmente creo que la forma en la que nos relacionamos
con la comida es lo que los antiguos llamaban alma.