--El olvido es un rayo de Dios,
aquí vengo a pararme bajo la lluvia, capaz que me cae encima el dichoso rayo.
Acababa de contarme una de las
primeras desgracias de su historia, aunque sí le presté atención lo que a mí me
había pasado ocupaba mucho sitio, con sus vueltas, en las punzadas de mi
cabeza. No me parecía un asunto digno de ser contado en una pulquería, pero ahí
estaba un miércoles por la noche, dispuesto al desahogo, frente a una cubeta en
dudosas condiciones higiénicas y con un vaso de plástico por el que chorreaban
venas del pulque.
--¿Y tú, carnalito, qué rayos
andas buscando en esta pulcata?
--Pues, creo que mi coraje es
contra el olvido.
--¿Te olvidaron, carnal?
Me olvidaron, por supuesto, un
montón de personas, pero me olvidó una, y no por voluntad, sino por quién sabe
qué diablos. En cuanto a Dios estoy seguro de mi ateísmo, en cuanto a los diablos
reservo mi derecho al agnosticismo. Sin embargo a aquel hombre de dedos callosos
y gordos no iba a confesar mis creencias tan fácilmente, a pesar de que ya
sentía las olas del alcohol columpiando mis ojos.
--Más o menos.
--Las viejas a todos nos olvidan
y nosotros nos olvidamos de todas, así es esto de los recuerdos.
Sumergió de nuevo su vaso en la
cubeta y lo vi a punto de sumergirse a él mismo en una cubeta de silencio. Pensé
que era una piedra humana que se hinchaba y se desinflaba cada vez más
despacio.
--Es chistoso lo que me pasó, le
dije para animarlo a oírme y de paso animarme a hablar. Pero yo no lo sentía
nada chistoso.
Había conocido a una mujer, casi
de mi edad, de esas de ojos risueños. ¿Pero cómo hablar de lo risueño en el
rincón de una casa descarapelada, donde la peste a pulque y a sudores
desangraba cualquier romanticismo?
--Tenía un hijo y quería terminar
la prepa y me contrató para que le diera clases de matemáticas.
--Y en lugar de mate, le diste
otras cosas.
Me dieron ganas de decirle: “le
di mi corazón, cabrón, no te burles”. Solamente me reí. Después de todo, ya
no tengo modo de demostrar lo que en verdad ocurrió. Durante cuatro meses la
dejé de ver y la semana pasada, cuando la volví a ver, ya no tenían chispas de flirteo
sus ojos, a pesar de que me miraba como intentando ver otra dimensión de mi
cara: me escudriñaba en el rostro el pasado, se diría.
--Bueno, sí, el amor une cuerpos,
como dijo el poeta; dije.
--No es el amor, valedor, son las
ganas de estar pegado a otro cuerpo para hacer como que nos hacemos ilusiones.
Volví a sonreír porque me
sorprendió que me saliera filósofo ese hombre, cuya piel parecía recién
extraída de una mina de cobre. Quizá tenía razón o quizá la razón es un estado de
agregación de ideas que están más a gusto cuando se vuelven humo.
Yo me había pegado al cuerpo de
Laura haciéndome ilusiones un tanto difusas. Pensé en la vida marital, en
pasear los domingos, en hacer poco ruido en las noches para que su hijo no nos
oyera; imaginé que caminaríamos juntos haciendo bromas en los supermercados,
que aprendería a bailar con sus pasos, que la vería caer dormida sin miedo en
mi cama.
--Sí, me ilusioné un poco.
--Tráete otra cubeta, yo orita te
copero.
Mientras iba, ya no muy derecho,
a que alguien metiera la cubeta en un tambo de pulque a cambio de unos cuantos
pesos, dudé si Laura habría combatido contra las ilusiones que se hubiera
hecho. Mejor búscate otra sin hijos, me pidió una vez. Te van a gustar otras
más jóvenes que yo. No voy a poder competir con tus amigas de la universidad. ¿Por
qué nunca negué enfáticamente esas ideas? Negaba con la cabeza, la tocaba, nada
más.
--¡Salud, por el nomeacuerdo!
Sólo discutimos una vez porque le
cancelé una cita, ya que había preferido salir con una amiga a tomar café. No
fue una pelea fuerte, fue de esas anécdotas que suelen extraviarse en la
memoria de las parejas, pero no hablamos más durante dos días. Después, le
marqué a su trabajo, más o menos quedamos reconciliados. Íbamos a vernos al día
siguiente, cuando saliera y nunca salió.
--A veces toca insistir, a veces
toca darse la vuelta, uno nunca sabe: ahora toca chupar. Dijo con una voz más
lenta y más raspada.
Por alguna razón me dieron ganas
de insultarlo. ¿Él qué carajos sabía? Ni siquiera sabía cuál era mi problema,
no sabía cómo me sentía atrapado en el cuerpo de Laura cuando la abrazaba. ¿Qué
necesidad tenía yo de invitarle una borrachera a un briago cualquiera?
--Sígueme contando, carnalito, se
me hace que te falta más desahogo.
--Yo no supe por qué llegó, le
marqué a su celular y me contestó su hijo, un chavito como de 11 o 12 años. No
sabía nada, solo que su mamá le había cambiado el celular. ¿Qué le podía decir?
No sé, no se me ocurrió nada. Luego, pasaron los días, las semanas, ya no iba a
trabajar y no encontré modo de hallarla.
--¿Dices que pasaron cuatro
meses?
--Sí, ¿ya te había dicho? Creo
que ya se me subió.
--Si vas a chillar, chilla. Me
dijo porque cerré un poco los ojos y moví mi frente por la palma de mi mano
tratando de que las cosas y las ideas dejaran de moverse a lo pendejo.
Un día que estábamos en la cama
me dijo que de niña fue violada. Me llamó a mi celular, soy Laura, tenía que avisarte
que tuve un accidente. Me abrazó muy fuertemente cuando nos vimos. Me preguntó
con cara de desconcierto si yo le di muchas clases. No recordaba nada de mi
casa y en sus ojos ya no había esos brillos que el deseo hace entrechocar.
--¿Le debía contar todo detalle a
detalle para ver si recuperaba el recuerdo?
--¿Ya no se acuerda de nada?
--De nada. Sólo del papá de su
hijo.
Recordaba mi nombre y que por
alguna razón me estimaba. Quise besarla y ella ya no quiso. ¿Éramos novios? Me
preguntó cuando le empecé a contar lo nuestro. También otro amigo me dijo que
yo andaba con él, aunque no me dio detalles como tú.
--Y dijo que no le veía el caso a
tener mas relaciones conmigo.
--Ahora yo voy por la siguiente
cubeta. Dijo el hombre del overol y yo comencé a ver ráfagas de oscuridad.
--Algún día, te hubiera olvidado
de todos modos. Alcancé a escuchar su voz, ya casi no oía nada, ya no supe más.