No me parece justo que me desgaste pensando en un tema y en unas palabras idóneas para comenzar a escribir.
No me parece justo porque creo que esto es lo que mejor puedo hacer en la vida. Si no existiera la escritura, yo sería un hombre carente por completo de atributos, condenado a ser un número, un fragmento de la masa o, peor aún, sería don nadie, un ninguneado, la mera nada.
Eso es la hoja en blanco: la nada. Heidegger decía que es imposible pensar racionalmente la nada, que ésta pertenece al terreno de los poetas. Él, como filósofo, siempre tenía algo que apuntar sobre la hoja en blanco, no pasó por los trances del escritor bloqueado, por eso no vio que la nada es algo muy tangible, una presencia molesta que susurra al oído de los creadores: eso no sirve, eso no tiene caso, eso es inútil, eso ya está muy visto.
La nada, que otros seguirán llamando hoja en blanco, es la antimusa, el antigenio que rompe y desbarata nuestras imágenes e ideas antes de que se escriban. Es un duende destructor que ataca no sólo al comienzo de la escritura, sino también a la mitad de la hoja. En mi oído izquierdo ahora mismo me dice borra todas estas tonterías de duendes que a nadie le importan ni nadie será capaz de creerte.
Para seguir produciendo, el escritor debe desoír a estos pequeños demonios. Y la forma más efectiva que yo conozco de no escucharlos es disfrutando la escritura. Si me satisface a mí, qué me importa la opinión de esos enanos, emisarios de la nada.
Cuando eso me sucede entonces --el goce del acto de escribir--, deseo que todo mundo escriba. Porque yo he aprendido inconmensurablemente acerca de mi personalidad y de mi entorno gracias a leerme. No porque escriba cosas especialmente brillantes, sino porque me doy cuenta hasta qué punto lo que nos hace inteligentes es el lenguaje y, en cambio, con el habla, con nuestra cháchara cotidiana, nos volvemos tontos, se nos ocultan ciertas verdades que sólo a través de las palabras profundas, de las que yacen en el pozo del inconsciente, podemos descubrir.
Con la escritura hay una especie de supraconciencia, como si los sentidos se ensancharan y pudieran percibir mucho más de lo común. Aunque tal ensanchamiento no surja de inmediato, puesto que se va generando con la práctica constante.
Me gustaría que se pudiera escribir porque sí. Un poco a la manera de los pintores impresionistas. Me parece que Monet deseaba pintar colores y formas sin detenerse a pensar qué eran en sí las cosas que tenían tales colores y formas. O sea, desinteresarse en el sentido de los entes y plasmar su aparición irracional y hermosa. Vencer al utilitarismo, vencer a la pragmática, gozar un fenómeno sin cuestionarlo científica ni filosóficamente.
¿Cómo ser impresionista en la escritura? Los pigmentos no tienen sintaxis, pero me parece muy difícil pensar frases carentes de gramática. La escritura automática y las búsquedas literarias que intentaron reflejar el fluir de la conciencia, a lo largo del pasado siglo, fueron un poco impresionistas, a mi juicio. Vencieron a la hoja en blanco. Desoyeron a los exigentes duendes del arte que, en el oído de buenos y malos, de mediocres y geniales escritores, dicen: “tú no sirves para esto”, “deja de escribir”, “rompe lo que has escrito”, “no te atrevas a mostrárselo a nadie”.
Por ello escribo esta invitación a escribir. Me la dirijo a mí en primer lugar. El burro por delante, claramente. Pero también a ti, atareadísima lectora o lector, para que te desocupes un rato, sé ociosa y escribe, descúbrete mediante lo que escribes. Aunque no lo parezca, si zanjamos la hoja en blanco, sembrando palabras en ella, descubriremos más acerca de nuestra personalidad que si nos leyeran la palma de la mano o nos leyeran el café o el tarot o la carta astral. Porque nuestra verdadera carne, nuestros verdaderos huesos, están hechos de palabras. Es decir, sólo podremos leer nuestro destino –pasado y porvenir--, leyendo lo que somos capaces de redactar, autoexaminando nuestra escritura, cosechando las frases que jamás habíamos pensado que llevábamos por dentro, condenadas al silencio, a la nada.
No me parece justo porque creo que esto es lo que mejor puedo hacer en la vida. Si no existiera la escritura, yo sería un hombre carente por completo de atributos, condenado a ser un número, un fragmento de la masa o, peor aún, sería don nadie, un ninguneado, la mera nada.
Eso es la hoja en blanco: la nada. Heidegger decía que es imposible pensar racionalmente la nada, que ésta pertenece al terreno de los poetas. Él, como filósofo, siempre tenía algo que apuntar sobre la hoja en blanco, no pasó por los trances del escritor bloqueado, por eso no vio que la nada es algo muy tangible, una presencia molesta que susurra al oído de los creadores: eso no sirve, eso no tiene caso, eso es inútil, eso ya está muy visto.
La nada, que otros seguirán llamando hoja en blanco, es la antimusa, el antigenio que rompe y desbarata nuestras imágenes e ideas antes de que se escriban. Es un duende destructor que ataca no sólo al comienzo de la escritura, sino también a la mitad de la hoja. En mi oído izquierdo ahora mismo me dice borra todas estas tonterías de duendes que a nadie le importan ni nadie será capaz de creerte.
Para seguir produciendo, el escritor debe desoír a estos pequeños demonios. Y la forma más efectiva que yo conozco de no escucharlos es disfrutando la escritura. Si me satisface a mí, qué me importa la opinión de esos enanos, emisarios de la nada.
Cuando eso me sucede entonces --el goce del acto de escribir--, deseo que todo mundo escriba. Porque yo he aprendido inconmensurablemente acerca de mi personalidad y de mi entorno gracias a leerme. No porque escriba cosas especialmente brillantes, sino porque me doy cuenta hasta qué punto lo que nos hace inteligentes es el lenguaje y, en cambio, con el habla, con nuestra cháchara cotidiana, nos volvemos tontos, se nos ocultan ciertas verdades que sólo a través de las palabras profundas, de las que yacen en el pozo del inconsciente, podemos descubrir.
Con la escritura hay una especie de supraconciencia, como si los sentidos se ensancharan y pudieran percibir mucho más de lo común. Aunque tal ensanchamiento no surja de inmediato, puesto que se va generando con la práctica constante.
Me gustaría que se pudiera escribir porque sí. Un poco a la manera de los pintores impresionistas. Me parece que Monet deseaba pintar colores y formas sin detenerse a pensar qué eran en sí las cosas que tenían tales colores y formas. O sea, desinteresarse en el sentido de los entes y plasmar su aparición irracional y hermosa. Vencer al utilitarismo, vencer a la pragmática, gozar un fenómeno sin cuestionarlo científica ni filosóficamente.
¿Cómo ser impresionista en la escritura? Los pigmentos no tienen sintaxis, pero me parece muy difícil pensar frases carentes de gramática. La escritura automática y las búsquedas literarias que intentaron reflejar el fluir de la conciencia, a lo largo del pasado siglo, fueron un poco impresionistas, a mi juicio. Vencieron a la hoja en blanco. Desoyeron a los exigentes duendes del arte que, en el oído de buenos y malos, de mediocres y geniales escritores, dicen: “tú no sirves para esto”, “deja de escribir”, “rompe lo que has escrito”, “no te atrevas a mostrárselo a nadie”.
Por ello escribo esta invitación a escribir. Me la dirijo a mí en primer lugar. El burro por delante, claramente. Pero también a ti, atareadísima lectora o lector, para que te desocupes un rato, sé ociosa y escribe, descúbrete mediante lo que escribes. Aunque no lo parezca, si zanjamos la hoja en blanco, sembrando palabras en ella, descubriremos más acerca de nuestra personalidad que si nos leyeran la palma de la mano o nos leyeran el café o el tarot o la carta astral. Porque nuestra verdadera carne, nuestros verdaderos huesos, están hechos de palabras. Es decir, sólo podremos leer nuestro destino –pasado y porvenir--, leyendo lo que somos capaces de redactar, autoexaminando nuestra escritura, cosechando las frases que jamás habíamos pensado que llevábamos por dentro, condenadas al silencio, a la nada.
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