La máquina es el mejor amigo del hombre. Somos humanos gracias a la tecnología. Esto, aunque lo escribo a solas, siento que lo escribo ante la tierna mirada de mi computadora. Y no podría haberlo escrito de otra manera. Otros podrán porque en mi generación todavía hay quien no sabe escribir sino a mano. Buscan un bolígrafo bonito y una libreta bien decorada para poder hacer letras felizmente. Y por supuesto, no sienten que estén como yo, influenciados por las máquinas modernas ni por la obsesión tecnológica del ser humano de hoy en día.
Obviamente un bolígrafo y una libreta actuales no asombran como cosas nuevas bajo el sol, pero son tecnologías modernas. ¿Qué sería de sus talentos sin esos aparatitos? Se podría escribir con tinta en papiros o con cincel en piedras. Pero hasta la piedra es una gran tecnología.
Para mí el descubrimiento de la piedra ha sido muchísimo más relevante que el de la fibra óptica o el de la estructura atómica. El primero que agarró una piedra con la intención de romperle el cráneo a un conejo dio un salto cualitativo impresionante con respecto a sus congéneres.
Yo creo que el hombre es hombre gracias a su capacidad de humanizar las cosas. La piedra, como se dio cuenta un antiguo sapiens, es un escupitajo durísimo, es un puño que vuela, un cabezazo sin dolor propio, en fin, una extensión del ser humano, al cual podemos definir como un animal tecnológico. Donde otro animal ve un montón de fierros sin sentido, nosotros nos vemos reflejados.
Por esto yo no entiendo a las personas temerosas de la tecnología. Ay, no me tomen fotos porque me roban el alma. Yo no navego en Internet porque naufrago. ¡Pero todo es tecnología! Hasta los botones que tiene nuestro espíritu y el cableado por donde la sangre se desplaza.
Otro asunto es que el humanismo esté herido de gravedad. Eso sí lo entiendo. El problema no es que una computadora derrote al mejor ajedrecista del mundo, tampoco que abunden las armas de destrucción masiva; el problema es que ya no sabemos distinguir claramente entre lo que es bueno y lo que es malo. O si por lo menos esos conceptos continúan teniendo validez.
Dos anécdotas que sirvan de paréntesis porque ya me cansé de este tono. Una vez vi a un tipo colérico en su oficina golpeando frenéticamente a su computadora porque ésta ya no le respondía a buena velocidad y, además, se trababa. En otra ocasión, un amigo mío le aconsejó a una chava que dejara descansar a la PC porque ella también tiene sentimientos. Aunque evidentemente en el segundo caso, ante un problema similar, el resultado fue mejor, no es por el fin sino por los medios que traje estos recuerdos a colación. Son los medios y no los fines lo que nos hace humanos. Lo mejor de Ítaca es el camino. Ahí está el sentido de la humanidad.
Cualquier otro depredador también tiene ganas de matar al conejo. Sólo el hombre ha tenido el ingenio y la capacidad física (porque nuestro cuerpo también es tecnología por cierto) de utilizar la piedra para ello. Y digo que sólo el hombre porque las mujeres han de tener otras técnicas más efectivas y diabólicas.
Me imagino absurdamente a un homínido diciendo: qué barbaridad, qué tiempos me ha tocado vivir, hoy en día los jóvenes viven pegados a la piedra (al mineral no a la droga, caray, ya dejen de pensar en eso), como si no pudieran usar sus manos para quebrarle la cabeza a esos animalejos, ¿a dónde iremos a parar?
Por supuesto, yo no estoy de acuerdo con los científicos positivos ni menos positivistas que responden a la anterior interrogante diciendo: vamos al progreso, siempre al mejor de los mundos posibles, inventaremos la eternidad un día de estos. Esos monstruos que ellos sueñan, como creyendo en paraísos, no son culpa de la ciencia y mucho menos de las inocentes tecnologías. Son culpa, sin duda, de nuestro endeble humanismo.
El humanismo es un viejito que ya no ve bien ni va bien y apenas si oye, le falla el olfato y habla cascadamente.
Lo bueno es que puede usar lentes y mejorar su vista o hacerse una operación con rayos láser, incluso, pagándola a crédito, si no le alcanza el efectivo en este momento; también puede comprarse un aparato para la sordera y otro par para la olfatera o como se llame. Lo importante es la lucidez. La invaluable conciencia de que somos seres para la muerte y que es sumamente valioso aprender a morir bien, para lo cual creo yo que resulta indispensable redescubrir el agua tibia o el sorprendente hilo negro, es decir, procurar una vida sin remordimientos, sin dañar al prójimo, que ahora se llama otredad, y andar más o menos contentos, alivianando nuestros pesados dramas.
Hay que aprender de las computadoras. Ellas no andan azotándose porque no saben qué hay después de la formateada o por si el usuario puso sus manos en otro teclado. Viven al día y dispuestas a escuchar tus problemas siempre que haya corriente eléctrica. Claro que si uno está hueco por dentro o tiene el corazón de hierro, pues es lógico que no sepa comprender los dulces sentimientos de nuestras computadoras.
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