La orfandad se siente por carecer de hijos, no por el abandono o por la muerte de los padres, como la gente piensa.
Mi tía, hija sin hijos, acaso desde muy joven para paliar su orfandad, adoptó por figura paterna a mi padre, su único hermano. Cuando él murió, sin yo comprenderlo entonces, mi tía quedó más huérfana que mis hermanas y más viuda que mi madre y que su propia madre. Porque si ellas se sintieron desamparadas, sintieron también que su labor era proteger a los vástagos, a los niños perpetuos, esos prójimos frágiles perennemente.
La orfandad que puede sentir una madre se deshace ante el afán de proteger a sus descendientes. Porque la orfandad es un sentimiento que inunda a quien está solo, a quien tiene tiempo de preocuparse por sí mismo, a quien extraña esa seguridad inmensa que brinda primero el vientre, luego el regazo, después sólo la sombra de los padres. Y cuando se tiene un hijo, ya se vive para siempre preocupado, ya la soledad que importa y lastima con constancia no es la propia, sino la del descendiente.
Mi tía mostraba esa brillante mirada de las solteronas cuando una niña le sonreía. Acaso estas mujeres miren así porque imaginen que los niños son veneros de alegría y no de preocupaciones. Entre una solterona y una madre media un abismo. Lo maternal es lo humano supremo. No en vano las primeras diosas fueron madres. Qué tranquilidad en el espíritu sobreviene si se cree que la tierra nos ha parido. No es esperable un daño de quien se encarga de cuidarnos. Por eso duele tanto que la vida genere sufrimientos inevitables, es como si hubiera una traición de principios, como si la diosa-madre-procreadora hubiera abandonado su misión de cuidarnos o fuera incapaz de protegernos adecuadamente.
La orfandad está asociada con la infancia porque lo natural es que todos con el tiempo presenciemos la muerte de nuestros padres, pero no se espera que siendo niños los perdamos. Un huérfano despierta compasión porque vivir sin padres será siempre uno de los miedos más arraigados en el hombre. Es algo que remite a la condición humana de necesitarlos para sobrevivir los primeros años, pero también los padres representan el origen, y concebir un origen permite encontrarle un sentido a nuestro estar en el tiempo, y mientras le otorguemos a la vida algún sentido no tendremos angustias existenciales. Para mí por eso la orfandad es un problema existencial, es una pérdida de sentido, es como el descubrimiento de un fraude ontológico. Los niños sin padres no tienen forma de solucionar tal problema. Los adultos, en cambio, con distintos grados de conciencia, han hallado una solución: volverse padres.
Mi tía, sin duda, debió desear ser madre. Lo sé por sus ojos que recuerdo. No estoy seguro, sin embargo, de que haya deseado casarse. Sus enamorados le habrán propuesto matrimonio más de una vez. ¿Habrá rechazado el casamiento por no dejar sola a mi abuela? ¿Pudo mi tía ser la madre de mi abuela, o sea, pudo preocuparse por su cuidado al modo de madre? Me parece que sí. Y he aquí una revelación ética. Uno se vuelve padre y madre no por un tanto de semen arrojado ni por unos óvulos bien dispuestos y receptivos, sino por la capacidad amorosa de cuidar al otro como si se tratara de un ser frágil y desvalido.
La orfandad, asimismo, es un sentimiento intermitente, el egoísmo puede prenderlo y el altruismo contenerlo. Todos somos o seremos huérfanos, pero todos podemos ser padres y madres. No hace falta la gestación in vitro, sino un buen corazón. Los hijos no se gestan gracias a los órganos sexuales, sino a los espirituales.
Mi tía quiso ser madre y lo consiguió en cierta medida. Cuidó a una gran cantidad de perros. Lo cual me despertaba no sé qué de sentimientos contradictorios. Amar a las mascotas, en mi opinión, algo tiene de misantropía.
La orfandad golpeó duro nuevamente a mi tía, como a sus dieciséis con la muerte de su padre, a sus setenta y cuatro años con la muerte de su único hermano.
Por eso yo borraría de su acta de defunción toda esa lista de enfermedades que le encontraron: adenoma hipofisiario, anemia, deshidratación, disnea progresiva, insuficiencia cardiaca y renal crónica, etc. y dejaría sólo una frase: murió de orfandad.
Mi tía, hija sin hijos, acaso desde muy joven para paliar su orfandad, adoptó por figura paterna a mi padre, su único hermano. Cuando él murió, sin yo comprenderlo entonces, mi tía quedó más huérfana que mis hermanas y más viuda que mi madre y que su propia madre. Porque si ellas se sintieron desamparadas, sintieron también que su labor era proteger a los vástagos, a los niños perpetuos, esos prójimos frágiles perennemente.
La orfandad que puede sentir una madre se deshace ante el afán de proteger a sus descendientes. Porque la orfandad es un sentimiento que inunda a quien está solo, a quien tiene tiempo de preocuparse por sí mismo, a quien extraña esa seguridad inmensa que brinda primero el vientre, luego el regazo, después sólo la sombra de los padres. Y cuando se tiene un hijo, ya se vive para siempre preocupado, ya la soledad que importa y lastima con constancia no es la propia, sino la del descendiente.
Mi tía mostraba esa brillante mirada de las solteronas cuando una niña le sonreía. Acaso estas mujeres miren así porque imaginen que los niños son veneros de alegría y no de preocupaciones. Entre una solterona y una madre media un abismo. Lo maternal es lo humano supremo. No en vano las primeras diosas fueron madres. Qué tranquilidad en el espíritu sobreviene si se cree que la tierra nos ha parido. No es esperable un daño de quien se encarga de cuidarnos. Por eso duele tanto que la vida genere sufrimientos inevitables, es como si hubiera una traición de principios, como si la diosa-madre-procreadora hubiera abandonado su misión de cuidarnos o fuera incapaz de protegernos adecuadamente.
La orfandad está asociada con la infancia porque lo natural es que todos con el tiempo presenciemos la muerte de nuestros padres, pero no se espera que siendo niños los perdamos. Un huérfano despierta compasión porque vivir sin padres será siempre uno de los miedos más arraigados en el hombre. Es algo que remite a la condición humana de necesitarlos para sobrevivir los primeros años, pero también los padres representan el origen, y concebir un origen permite encontrarle un sentido a nuestro estar en el tiempo, y mientras le otorguemos a la vida algún sentido no tendremos angustias existenciales. Para mí por eso la orfandad es un problema existencial, es una pérdida de sentido, es como el descubrimiento de un fraude ontológico. Los niños sin padres no tienen forma de solucionar tal problema. Los adultos, en cambio, con distintos grados de conciencia, han hallado una solución: volverse padres.
Mi tía, sin duda, debió desear ser madre. Lo sé por sus ojos que recuerdo. No estoy seguro, sin embargo, de que haya deseado casarse. Sus enamorados le habrán propuesto matrimonio más de una vez. ¿Habrá rechazado el casamiento por no dejar sola a mi abuela? ¿Pudo mi tía ser la madre de mi abuela, o sea, pudo preocuparse por su cuidado al modo de madre? Me parece que sí. Y he aquí una revelación ética. Uno se vuelve padre y madre no por un tanto de semen arrojado ni por unos óvulos bien dispuestos y receptivos, sino por la capacidad amorosa de cuidar al otro como si se tratara de un ser frágil y desvalido.
La orfandad, asimismo, es un sentimiento intermitente, el egoísmo puede prenderlo y el altruismo contenerlo. Todos somos o seremos huérfanos, pero todos podemos ser padres y madres. No hace falta la gestación in vitro, sino un buen corazón. Los hijos no se gestan gracias a los órganos sexuales, sino a los espirituales.
Mi tía quiso ser madre y lo consiguió en cierta medida. Cuidó a una gran cantidad de perros. Lo cual me despertaba no sé qué de sentimientos contradictorios. Amar a las mascotas, en mi opinión, algo tiene de misantropía.
La orfandad golpeó duro nuevamente a mi tía, como a sus dieciséis con la muerte de su padre, a sus setenta y cuatro años con la muerte de su único hermano.
Por eso yo borraría de su acta de defunción toda esa lista de enfermedades que le encontraron: adenoma hipofisiario, anemia, deshidratación, disnea progresiva, insuficiencia cardiaca y renal crónica, etc. y dejaría sólo una frase: murió de orfandad.
3 comentarios:
Independientemente de que cada vez escribes mejor, y que es en los ensayos y en la poesía donde más te descubro, y que entre más te descubro más te quiero, hoy hablas de la orfandad como un sentimiento existencial, cosa con la que estoy de acuerdo. Sólo que se puede sentir orfandad aún tendiendo hijos, padres y espíritu santo. Pero sí creo que, en general, no tener hijos es algo que hace que uno muchas veces sienta esa orfandad hasta en la médula. ¿Será por eso que te quiero más allá de lo racional? ¿Para no sentir esa orfandad?
Uta amigo... quiero publicar esto.
Y... lo siento mucho. Chale...
Te mando un abrazo, Toño.
Unamás, gracias. No sé si la orfandad es un sentimiento existencial, ahora se me ocurre que más bien todo problema existencial es un problema de orfandad.
Lata, como si me pidieras permiso para publicar lo que sea. Gracias por los abrazos. Estamos en contacto. Qué linda foto, por cierto.
Publicar un comentario