Si comparáramos la literatura con el arte culinario, hallaríamos que en México existe en ambos ramos una notable variedad de estilos. Parece que cada chef literario cuenta con su particular recetario, aun cuando existan algunos ingredientes regionales compartidos por ciertos novelistas norteños, y una sazón semejante entre aquellos que han gustado de incorporar recetas extranjeras para hacer más internacional nuestra cocina literaria.
Uno de los cocineros más esmerados en la presentación de sus platillos-novelas, sin duda, es Alberto Ruy Sánchez. El sabor de su obra es dulce, para algunos paladares puede resultar empalagosa, sin embargo, quizá consciente de esto, él procura dosificar la miel de su prosa mediante la brevedad y la consistencia.
Ha creado una especialidad llamada Mogador. Una ciudad digna de los relatos de Marco Polo, ya que es una ciudad invisible para los que no están enamorados; una utopía del erotismo, casi el paraíso de los amorosos.
Sobre este lugar pretende realizar un cuarteto, del cual ya lleva tres novelas y una más, que sale de tal cuarteto: Nueve veces el asombro. Acaso se pueda decir que este libro no es una novela. Pero a estas alturas afirmar que una novela no parece novela, en vez de poner en duda su carácter, más bien confirma que sí lo es. De cualquier modo, aquí la estoy juzgando como platillo.
¿Una novela azafranada? Sí, porque posee un olor agradable y se ve bien, se antoja probar ese erotismo mágico que promueve. El problema es que carece de variedad de sabores, no nos permite degustar lo agrio ni lo picante, tampoco lo salado ni lo amargo. Esta falta de contraste provoca empalago. A pesar de que las nueve cosas de las que trata el libro son interesantísimas: el tiempo, la luz, la historia, las bibliotecas, etc.
Como en Mogador no utilizan el cero, cuentan de nueve en nueve, y asimismo Ruy Sánchez traza su obra en nueve partes de nueve capítulos, en busca de una geometría, de un orden. Con ello se procura, presiento, desterrar la amenaza del caos y de la nada, puesto que ese cero oculto, olvidado, relegado, supuestamente por pedante, es el número que hace mención de la nada, de lo ausente, de la muerte. Y en Mogador no hay muerte.Y sin muerte, no hay trama. Sin muerte, el tiempo pierde su capacidad destructiva y se convierte en un alcahuete más de los amantes. Las cosas no se acaban porque son espirales. La eternidad –y este libro da noticias de la eternidad-- es el triunfo del erotismo. Sabiendo esto, ¿alguien se negaría a leer este dulce manjar de Ruy Sánchez? Quizás sí, porque hay momentos en que el antojo literario nos pide sabores más fuertes.
Uno de los cocineros más esmerados en la presentación de sus platillos-novelas, sin duda, es Alberto Ruy Sánchez. El sabor de su obra es dulce, para algunos paladares puede resultar empalagosa, sin embargo, quizá consciente de esto, él procura dosificar la miel de su prosa mediante la brevedad y la consistencia.
Ha creado una especialidad llamada Mogador. Una ciudad digna de los relatos de Marco Polo, ya que es una ciudad invisible para los que no están enamorados; una utopía del erotismo, casi el paraíso de los amorosos.
Sobre este lugar pretende realizar un cuarteto, del cual ya lleva tres novelas y una más, que sale de tal cuarteto: Nueve veces el asombro. Acaso se pueda decir que este libro no es una novela. Pero a estas alturas afirmar que una novela no parece novela, en vez de poner en duda su carácter, más bien confirma que sí lo es. De cualquier modo, aquí la estoy juzgando como platillo.
¿Una novela azafranada? Sí, porque posee un olor agradable y se ve bien, se antoja probar ese erotismo mágico que promueve. El problema es que carece de variedad de sabores, no nos permite degustar lo agrio ni lo picante, tampoco lo salado ni lo amargo. Esta falta de contraste provoca empalago. A pesar de que las nueve cosas de las que trata el libro son interesantísimas: el tiempo, la luz, la historia, las bibliotecas, etc.
Como en Mogador no utilizan el cero, cuentan de nueve en nueve, y asimismo Ruy Sánchez traza su obra en nueve partes de nueve capítulos, en busca de una geometría, de un orden. Con ello se procura, presiento, desterrar la amenaza del caos y de la nada, puesto que ese cero oculto, olvidado, relegado, supuestamente por pedante, es el número que hace mención de la nada, de lo ausente, de la muerte. Y en Mogador no hay muerte.Y sin muerte, no hay trama. Sin muerte, el tiempo pierde su capacidad destructiva y se convierte en un alcahuete más de los amantes. Las cosas no se acaban porque son espirales. La eternidad –y este libro da noticias de la eternidad-- es el triunfo del erotismo. Sabiendo esto, ¿alguien se negaría a leer este dulce manjar de Ruy Sánchez? Quizás sí, porque hay momentos en que el antojo literario nos pide sabores más fuertes.
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