Se me hace muy difícil reflexionar acerca del profundo significado de la palabra final. Todos saben que la vida tiene etapas y, por eso mismo, finales. Algunos son fáciles de observar, la salida de la escuela, el rompimiento de una relación, una mudanza, etc. Pero hay unos finales imperceptibles e importantes que aparecen en silencio y sólo después de un tiempo se hacen visibles. Por el contrario, los finales evidentes, en realidad, se van volviendo marcas de comienzos.
En la literatura, que es lo que viene a mi mente cuando intento hacer cualquier reflexión, me parece que los mejores finales son los que provocan deseos de conocer más, los que dejan incertidumbre. Para hablar con ejemplos, el último verso de la Ilíada que dice: así celebraron los funerales de Héctor, domador de caballos. De ese modo termina, en una breve interrupción de la guerra, pero todos sabemos que la guerra continuaría. ¿Por qué finaliza esa obra antes de que la guerra concluya?
Acaso porque el símbolo de la destrucción ya había quedado claro. No hacía falta regodearse con el fuego y las ruinas. Pero sabemos que comienza la odisea, no sólo de Odiseo, sino la de todos los héroes aqueos que sobreviven y la de los troyanos que logran escapar. Cuando Ulises decide detener la guerra que había armado al volver a su patria, con la concordia sellada, por fin acaba esa epopeya.
Pero hay algo de falsedad en las historias que concluyen felizmente. Ya todo será paz, dicen esos finales. Nada cambiará. Y sabemos que no. Que las cosas no dejan de cambiar, de destruirse, que no hay paz.
Fukuyama y otros politólogos y filósofos, que creyeron que después de la caída del Muro de Berlín viviríamos el Fin de la Historia, pecaron de la misma ingenuidad que el infante que duerme tranquilo después de un “y vivieron felices para siempre”.
Si hubiera un inmortal deseoso de relatar la vida humana jamás concluiría por falta de temas; si finalizara su escritura sería sólo por fastidio. Aunque quién sabe si eso que llamamos fastidio no sea sino la conciencia, incluso a nivel inconsciente, de estar muriendo. Mucha confianza deben tener en la capacidad de prolongar la vida mediante medicamentos aquellas personas que terminan de leer libros aburridos.
Yo siento que me acabo. Que envejezco. Y sé que ver y oír a un viejo enfada cuando se desea continuar siendo joven. He aquí una razón para no llevarme bien con mi generación. Soy más viejo que mis contemporáneos.
Siento que el mundo es una guerra. Una invasión, un continuo luchar. Busco un refugio entre las ruinas. Salgo diario a combate, a combatir el espejo, la calle, el mismo sol, con el aliento amargo del café y del cigarro. Los recibos de la luz y el teléfono, la renta y el agua, el gas y la tarjeta de crédito, son ejércitos que derriban las murallas forjadas por mi corazón para defenderme cada mes de los bárbaros embates de las cuentas. Las cuentas infinitas en las que no cabe el tiempo.
Y para mí, que quiero ser escritor, Aquiles es una hoja en blanco. Y yo que soy un hombre común, Aquiles no tiene rostro, es la pura nada, pero es la muerte de pies ligeros. Yo voy a morir de pura intrascendencia. Porque no puedo huir. ¿En qué ciudad el tiempo no se fuga? ¿Adónde ir sin que me sigan mis propias quejas?
Si he de morir al menos pido un compromiso. Que mi muerte traiga días de tregua. Ya que la vida es un continuo luchar, que sea mi muerte un breve descanso. Celebren mis funerales.
Ése sería un buen final… lleno de incertidumbre.
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