2 dic 2013

Elegía para mi abuela (seguir de pie)

Podríamos permanecer tranquilos
cuando la comida se descompone
o cuando las flores de un día mueren
para eso nacieron, dicen algunos.

Pero yo no sé quedarme tranquilo,
cuando se desgarra un sol en declive
que he disfrutado junto a la persona
cuya vida ha de atravesar la ausencia…

Esa ausencia contra la que los ojos
luchan por no cerrarse, también los labios
se esfuerzan por hacer palabras, o algo
que emancipe de la muerte tranquila.

Y otros maldecirán: hay tantos quiebres,
en una tumba y en otra, los ramos
se borran y los nombres se marchitan,
y yo así no puedo quedar tranquilo.

No.

No puede ser.

Cuando vuelve la hierba como labios
como una pequeña voz que se esfuerza
para salir, crecer y ser aquello
que no tranquiliza ni da tristeza
y solamente me invita a seguir
de pie, soltando palabras y hojas,
entre renovaciones y caídas.

26 nov 2013

Adultos en-red-ados

He visto en Facebook una serie de imágenes tituladas “The Social Media Generation.. sad but true”. En ellas pareciera que todos los adultos están tuiteando o consultando cualquier mensaje recién llegado a su celular. Un niño pide y exige la atención de sus padres, quienes, mientras tanto, con sus pulgares como gacelas escriben en sus respectivos móviles, hasta que el chamaco grita: “acknowledge me”. Entonces el personaje central de esta pequeña historieta, Marc, toma una foto del berrinche escuintlil y la comparte en el mundillo de Twitter. Posteriormente encuentra dentro de un baño al cliché del junkie en plena inyección. Lo critica, recibe likes y el punto de vista desde el que es caricaturizado el junkie se repite, pero ahora con Marc: las llamadas redes sociales son equiparadas a la morfina o a la cocaína, en tanto que sedan y ofrecen un mundo de reemplazo, abundante en elogios gratuitos. Además, en primera persona se afirma que Facebook y Twitter son padres tecnológicos que sacian al niño interno, pero sin estar detrás de él ni abusando.

Marc Maron, el creador de la historieta, es un comediante nacido en los sesenta. Pertenece a una generación, a cuyos miembros yo jamás he considerado verdaderos adultos. Dos de mis hermanas y sus maridos, que nacieron en esos años me parece que han acumulado primaveras y veranos, sin ocupar en mi imaginario el lugar del adulto que me formé cuando era niño. También me cuesta trabajo pensar que tengo la edad que tuvo mi madre cuando yo nací. Quizá sea un mero asunto de percepción, mas acaso haya algo de preocupante en la pregunta que nos tira Maron: we’re adults, right?

Me seduce la forma en que Finkelkraut define al adolescente como un ser que ve líneas rectas ahí donde sólo hay encrucijadas. Por lo tanto, el adulto es quien puede ver las encrucijadas, que representan la complejidad del mundo, y así darle cierto peso trágico a la toma de decisiones. Somos adultos en la medida en que nos hacemos preguntas y nos quedamos quietos, meditando posibilidades, antes de avanzar por algún camino.

Frente a esto, se puede entonces reescribir la pregunta planteada anteriormente como: ¿Tenemos una mentalidad y una actitud vital suficientemente complejas como para considerarnos adultos? Al ver así reestructurada la cuestión, pienso evidente que la adultez está definida por la mentalidad y no por la edad. Asimismo creo que la crítica contra Facebook o Twitter no es esencialmente diferente a la que en otros tiempos era volcado en su mayor parte contra la televisión, las cantinas, las iglesias o las fiestas patronales, quiero decir que estas dizque redes sociales son las máscaras más novedosas de un viejo problema: la enajenación.

¿Las generaciones que nos han precedido eran mejores padres? Cualquier pesimista respondería que sí, pero esta mañana me siento optimista y digo que no. Al menos acá en la gran ciudad he visto recientemente a más hombres atiendo a sus hijos, y son imágenes que me gustan, ¿quién, nacido antes de los cincuenta, podría presumir de que su padre le cambió pañales? Por otra parte, el hecho de que la mayoría de las madres trabajen, creo que también da un ejemplo positivo a los niños. Aunque los noticieros insistan en ser zalameros con los que nos gobiernan, no debemos cerrar los ojos a ciertas mejoras sociales.

Sinceramente, desacredito a Finkelkraut y a Sloterdijk en cuanto ven una ausencia de adultos en el mundo actual; a las generaciones que en Europa hicieron las guerras mundiales y consintieron regímenes totalitarios, ¿las podemos consideran más maduras que a las generaciones actuales que en general alientan soluciones pacíficas a los problemas coyunturales?

Por otra parte, el niño interior, ahogado por carencias emocionales, ahí ha estado desde la prehistoria. Es la víctima del choque entre naturaleza y cultura. El desamparo infantil es la sima del malestar cultural, o sea, un pinche abismo en nuestra mente. Y hoy en día somos más conscientes de que a pesar de los cumpleaños, los adultos continuamos teniendo miedo a la oscuridad, así sea que la oscuridad en cada caso cambie de nombre: la quiebra, el divorcio, el desempleo, la enfermedad, la clase política, la muerte, etc. Pero conservar ciertos miedos inexplicables, no impide que pensemos o deseemos la iluminación de la madurez, en ese sentido, la pregunta de si somos verdaderamente adultos es un síntoma de reflexión, de complejidad. Si todavía fuéramos adolescentes en lugar de preguntar, afirmaríamos. ¿O no?

Una buena prueba de que sí hay madurez en los nuevos adultos es que ha disminuido la cantidad de niños, si tal cantidad la dividimos entre el total de la población. Por supuesto, hay quien interpretaría esto como indicio de lo contrario, si no tenemos hijos es porque no hemos madurado, ya que con el infante desamparado que cargamos en el sustrato de la mente nos basta y sobra; pero no, volvamos a mirar a quienes sí tienen, no uno, sino varios hijos y verdaderamente regados: se trata de las personas más inconscientes, menos responsables. Esas personas que tienen más hijos de los que recuerdan o que no saben dónde están, o bien, que los maltratan sin abandonarlos usándolos como receptáculos de frustraciones, ¿no son la justificación para quienes no tienen hijos o se cuidan de no engendrar más que moderadamente? La madurez del ser humano no es como la de los árboles: no consiste en arrojar hijos, sino en ser fruto de uno mismo. Perder simbólicamente a los progenitores reales, para alcanzar un estado de responsabilidad, lo que en otras palabras se conoce como tener ética.

¿Cuántos hijos lanzaron al mundo las generaciones de adultos irresponsablemente durante el siglo o siglos pasados? ¿Cuántos embarazos ha evitado la generación tuitera? Supongo que un porcentaje mayor, pero lo cierto es que recordando a algunas niñas que cargan en sus brazos bebés y de las cuales veo eventualmente publicaciones, siento cierta desazón, ojalá se hubieran clavado más en la enajenación tecnológica. No quiero que se me malentienda. No creo que embarazarse sea una desgracia, ni siquiera a los trece, pero de todas las responsabilidades, procrear es la mayor: una vida frágil, vulnerable en más de un sentido, queda bajo la custodia de dos personas, y muchas veces de una sola. Digo que de dos porque, a pesar de los abuelos o los vecinos, para el recién nacido en un principio no hay más mundo que sí mismo, por tanto está sumamente desprotegido: pues sin conciencia del mundo exterior, éste nos devoraría. Un poco después en la relación con su madre el bebé evita las sensaciones dolorosas. Más tarde, comienza a delinear una figura paternal. Y de ese tiempo, del cual no guardamos memoria, datan las placas tectónicas y los bordes convergentes y divergentes que parten nuestra personalidad.

Finalmente, lo que he tratado de exponer es que cada generación mira el mundo desde su propia perspectiva, por ello, madura a su manera. Me parece que la forma de madurar en nuestros tiempos, en efecto, está “conectada” con la tecnología y las “redes sociales”, pero tales vínculos para mí no son muy preocupantes ni tristes, sobre todo en comparación con máscaras anteriores de la enajenación. Pero todavía hay más que el silencio: la pasión por comprender la complejidad del mundo está ligada a la pasión por compartir opiniones y experiencias.

16 oct 2013

La utopía alucinante: Días Lúgubres

El continente más subversivo de la literatura es el carnaval, por el contrario, la producción masiva de novelas y cuentos en la actualidad, cuyas anécdotas son tan significativas como los chismes cotidianos, representan la faceta más pasiva de la literatura, la que va inoculando el aletargamiento en los lectores. Por eso hay que celebrar la aparición de una novela que verdaderamente pone de cabeza a la narrativa: Días Lúgubres.

Me parece imposible que alguien pueda leer Días Lúgubres sin que termine planteándose una serie de interrogantes que reactiven su capacidad lectora y, más aún, su interés por la situación actual del mundo.

Por principio, ¿qué es Días Lúgubres? ¿Una novela, una sátira, teatro aurisecular en corral posmoderno? Este el primer reto para el lector: ubicarse en los bordes de los géneros, los tonos y del vocabulario mismo, en el que se mezclan arcaísmos, neologismos y mexicanismos. De ese modo, el pacto de verosimilitud que toda ficción establece, en esta obra tiene que renegociarse.

Se nos presenta como personaje principal, Don Pollón, un estadista, cuya esplendente capacidad analítica, al cabo de las páginas, termina por ser más notable que su grande y enorme polla. Por supuesto, tal capacidad está inscrita en la utopía pornocrática, el mundo alterno que creado por la novela, el cual, como las fantasías mozuelas, resulta extraño y atractivo, al mismo tiempo, conduce a la risa y al goce carnavalesco: es la inteligencia bailando descaradamente.

Pornocracia es una utopía amenazada por la distopía que pretende instaurar el Dalai Lama. Y aunque parezca completamente absurdo que un líder espiritual impulse el derecho humano a sobrevivir a una catástrofe nuclear, y que además la gente se entusiasme con la idea de tal acontecimiento, lo cierto es que en nuestro mundo ocurren -cada vez más-, discusiones absurdas acerca de temas relevantes. No hay que olvidar que vivimos en una sociedad de riesgo, en la cual ha quedado despolitizada la economía: vivimos, pues, dentro de un espectáculo carente de director visible, por ende, en la frontera del absurdo.

¿En qué clase de mundo habitamos? Es una pregunta pertinente que se configura gracias, en buena medida, al poder de las visiones que nos ofrecen las obras de arte. Y justamente, Días Lúgubres es una de esas obras que nos permite reabrir los ojos al enjambre de la actualidad.

¿Qué clase de mundo literario es Días Lúgubres? Es un descubrimiento, un nuevo continente de la narrativa, que paradójicamente contiene joyas de la tradición literaria, especialmente del teatro. En ella parecen resucitar los muy divertidos Pasos de Lope de Rueda, la hermosa vulgaridad de La Celestina, la saña grotesca de Rabelais. Pero incluso, hay fragmentos que recuerdan diálogos platónicos, películas mexicanas y talk shows. Es decir, un coctel alucinante como el sueño de la cultura. Lo destacable es que existe un innegable talento narrativo que mantiene la atención del lector a pesar de la fragmentación temática.

Asimismo, Don Pollón y Altramuz están hechos el uno para el otro como otras parejas inolvidables de la literatura. Su relación también es algo nebulosa, pero indudablemente, va creciendo la amistad a lo largo de las páginas, y aunque no haya lugar para sentimentalismos, su relación se mantiene con algo que me deja contento: la disposición para intercambiar palabras buscando sentido. ¿No es esto la literatura y la humanidad? También esto es Días Lúgubres.

3 oct 2013

3 de octubre

Al recordar los titulares de hace 45 años, no deja de ser indignante comprender que el periodismo mexicano en general ha servido a las peores causas, a los gobiernos más dañinos y ha mentido con descaro, cinismo y sin cortedad.

Hoy los herederos de los periodistas que le aplaudían a la dictadura de Porfirio Díaz, justificaban los crímenes de Victoriano Huerta y de Gustavo Díaz Ordaz, hoy defienden e incitan a la policía de Mancera y Peña Nieto a que ataquen manifestaciones pacíficas.

Es muy importante señalar que los manifestantes detenidos desde que Peña Nieto tomó posesión han sido personas que protestaban pacíficamente. Por otra parte, quienes han ido encapuchados, armados y han causado destrozos han sido grupos ajenos a los contingentes, digamos claramente, infiltrados, ¿del ejército, de la policía, verdaderos anarquistas? Realmente no sabemos, pero sin duda los periodistas no están cumpliendo con su deber al omitir este “detallito”.

Las autoridades deben investigar y los periodistas, informar. ¿Por qué no cumplen con esa labor? ¿Por qué no hacen la diferencia entre las decenas de miles de manifestantes pacíficos y unas decenas de jóvenes a quienes se les ha visto muy cerca de la policía antes de las marchas e incluso ser transportados en vehículos militares? ¿Cuándo van a informar acerca de eso que es sumamente relevante?

Hoy vemos en las redes sociales información muy clara de los abusos policiales y también vemos el inaceptable cinismo de quienes denigran y envilecen a grado máximo el periodismo, por ejemplo, Carlos Loret de Mola y Ciro Gómez Leyva; el primero dice: “los gobiernos prefieren aguantar lo indecible: que los granaderos resistan toda suerte de embates violentos de los manifestantes más radicales tratando de no responder”, el segundo al comparar las manifestaciones en México con las de Brasil, Grecia y Corea dice: “La gran diferencia con otros países es que aquí la policía vive amedrentada.”

Todo esto frente lo que muestran los testimonios en videos y fotografías lleva a pensar en el estado miserable de una buena parte del periodismo  nacional. Un columnista no tiene derecho a opinar sin estar informado y, menos aun, a incitar a la violencia, específicamente, a la represión policial.




Estos tres videos son apenas una pequeña prueba de que hay una distancia enorme, un abismo, entre lo que escriben ciertos columnistas y la realidad. Y se trata de una distancia, además de periodística e ideológica, moral.

16 jul 2013

Gateando

Con empujones blandos
sobre mi pecho avanzaban en busca
del ausente calostro
el calor-madre que los cuidaría.
Llegaban sus pasitos
desesperadamente hasta la cueva
que formaban mis manos
y allí temblando todos se quedaban.
Sus maullidos eran pequeñas aves
y mi cuerpo, nido a medias
donde se apaciguaban los tigrillos
nada más un momento
nada más fue su vida
un quebrarse de abandono incesante
un instante de frío
hacia la muerte gateando.

7 jun 2013

De qué hablamos cuando hablamos de futbol (B)

Estuve a punto de matarla cuando con su despiadada desgana dijo: «prefiero no ir». Ese “prefiero”  quiso remarcar su actitud independiente. Llevamos tres años juntos y ella toma decisiones en singular. Yo llevaba más de 22 horas sin dormir, había gastado más de 1500 pesos en comprar nuestros boletos y ella que no había tendido la cama al verme me salió con esas palabras.

Ella ya tenía preparada la artillería de argumentos, yo preferí dirigirme al refrigerador. Nos hace falta el dinero, soltó. Cierto, me  he quedado sin empleo y su beca estirada al máximo se revienta un poco antes de que caiga el fin de mes. Pero todos sabemos que el dinero no es problema: nunca falta alguien que te preste un poco. «Además el Cruz Azul va a perder».

Antes de que yo llegara, Gretel había fumado sin abrir la ventana, encendió otro cigarro mientras proseguía su embate: vas a celebrar, te vas a burlar y yo no voy a estar de humor para aguantarte. Le respondí abriendo nuestra única ventana. Sentí una bocanada de ruido fresco: camiones, gente y quizá el aire que hacía gemir a los fresnos, a los álamos y a los pirules de nuestra calle. «Sé que te fuiste muy temprano, que pusiste la mitad del dinero y tienes muchas ganas de ir...» -Yo sabía muy bien por dónde iba Gretel. «Vende mi boleto y vé tú».

No sabía qué responder, más bien, no sabía cómo, en parte estuve a punto de decirle que desapareciera, pero no, deseaba que se entusiasmara, que supiera que ella me importaba más que cualquier campeonato, que en el fondo el futbol me gustaba solo por ella. Lo que dije fue otra cosa: ¿quieres jamón con huevos?

Tenía los ingredientes a un lado de la estufa a la espera de que pudiera moderar la flama, ésta crecía demasiado o se apagaba, tuve que reencender la hornilla dos veces. Si son campeones y te lo pierdes, vas a arrepentirte, probé a decirle. Tal vez, sin embargo, estaré contenta, con saber que son campeones, con eso me consolaría, en cambio si pierde y yo estoy allí, sería otra losa para mí.

Nos sentamos alrededor de nuestra pequeña mesa, había libros, revistas, fotocopias de artículos académicos, además de colillas, moronas y una taza con un poso de café de no sé cuántos días. Qué te parece esto, si hoy gana el Cruz Azul, sí vamos el domingo, si empatan o gana el América, revendemos los boletos. Le propuse fingiendo cierto entusiasmo, no me parecía un mal trato. «Tendría que ganar por tres goles de ventaja», me respondió como reaccionando, quizá yo alucinaba pero sentí que el brillo de sus ojos regresaba de ese paseo que da por quién sabe dónde.

-¡Eso no va a ocurrir!
-Es que un solo gol no es nada.
-La mínima diferencia es suficiente para vencer.
-Incluso el 2-0 es el marcador más engañoso.
-Bueno, venderé los boletos, no quiero ir solo... algo me dice que será un buen partido.
-Sé que es injusto para ti, me gustaría que tú fueras, yo prefiero hacerme a la idea desde ahora de la derrota, sé que no va a campeonar el Cruz Azul.
-Voy a ir a una entrevista. -Mentí pensando en salirme lo más pronto posible de la casa y tener otro aire en la cabeza.
-Bueno. ¿Por qué no le pusiste sal a los huevos?

Esa noche fuimos a cenar a una taquería; Gretel alzó ambos brazos y estuvo a punto de derramar una salsa cuando anotó el Cruz Azul, yo fingí molestia, pero quería que ganaran para ir el domingo a ver el partido de vuelta. El dinero que hubiéramos ganado revendiendo los boletos lo gastaríamos en cualquier capricho. Cuando regresábamos a casa me dijo: «de acuerdo si prometes no burlarte pase lo que pase, te acompaño el domingo.» Todavía sentí miedo de que entre el viernes y el sábado se arrepintiera. Pero no, esos días no tuvimos problemas, hicimos un poco de quehacer, cogimos bien, nos reímos mucho viendo una comedia.

La mañana del domingo nos tensamos un poco mientras hacíamos su tarea, pero luego nos relajamos con un partido de FIFA 2010. Desde las tres de la tarde nos fuimos al estadio, allá comimos.

-Si fueras un verdadero fan, traerías tu playera como yo traigo la mía.
-Tengo una credencial de Socio Águila, me formé tres horas y media para comprar un boleto, ¿eso no cuenta?
-Ya no me recuerdes, si no supiera eso, no estaría aquí.

Debo admitir que el primer gol de Cruz Azul me cayó mal. Le di un gran trago a mi cerveza mientras Gretel saltaba y gritaba. Me sorprendió sentir ese coraje, había pensado un poco antes que prefería verla contenta a cualquier otra cosa, ¿por qué entonces en ese momento deseaba ser yo el que gritara y saltara celebrando un gol del América? También me había molestado porque cuando unos minutos antes el arbitró expulsó a un jugador del América, yo no sabía el nombre de ese muchacho: reconocía más a los jugadores azules que a los de mi equipo.

Gretel estaba concentrada gritando instrucciones a los jugadores azules, los cementeros, los conejitos chemos, la Máquina Celeste, ¿quién chingados inventó esos nombres?
-Hace 24 años en la última final que disputaron nuestros equipos, yo era un niño angustiado por el resultado porque habíamos salido de vacaciones a un pueblo aislado y nos quedamos en un hotel sin televisión. No comprendía que ahí, junto a mis padres, sin más preocupaciones que el futbol, era feliz o podía serlo fácilmente.
-¿Ya se te subió la chela?
-No, no.

Faltan dieciocho minutos, dijo ella muy preocupada. Ya ganaron, le dije, dos goles en tan poco tiempo no van a anotar. En eso la defensa americanista salió a destiempo, no hubo fuera de lugar y llegó de frente contra el portero el Chaco Jiménez, su tiro pegó en el poste, otro azul no alcanzó a detener el balón que milagrosamente no besó las redes. Gretel, de pie, dijo: eso marcará el final.

Yo ya tenía más bien ganas de irme. Para salir del estadio, por lo menos tardaríamos una hora. Era el minuto 88 y ocurrió lo que ya todo el mundo sabe. Después del primer gol del América, un señor atrás de nosotros no paraba de decir: «no, no, no». Cuando cayó el segundo gol, el del empate, unos muchachos bailotearon con gran euforia, «a güevo, a güevo», parecían decir con su danza frenética. Gretel no dijo nada, pero no dejaba de ver al portero americanista que había anotado el segundo gol en los últimos segundos.

-Ya ganó el América, me dijo ella, ya ni quiero ver el final.
-Todo puede pasar en los tiempos extras.
-No, dijo, no, esto ya se acabó.

Al día siguiente hizo una maleta y se fue.

28 may 2013

De qué hablamos cuando hablamos de futbol

Veía imágenes de personas, animales, colores, edificios, sillones, una tras otra se reducían a una línea en el centro de la pantalla y luego aparecían otras. Finalmente Susana dejó el control de la televisión.

-¿Quién juega? -Preguntó Alberto sin mucho interés.
-No sé. -Dijo ella y retomó el control para callar al aparato por completo.
-Es el Ayax y el Feyenoord. -Dijo Gala, que de reojo había visto los uniformes.

Puse de cabeza y sacudí un frasquito de chile piquín encima de unas rodajas de manzana. Miren... les dije, no proseguí la frase porque no se me ocurrió cómo; luego les pregunté si nos quedaríamos allí. Los sillones de nuestra sala no son muy cómodos. Gala desea comprar unos nuevos.

-Me sorprende cuánto sabes. -Le dijo Alberto galanteando levemente.
-He gastado mi vida viendo muchos uniformes.

Gala contestó eso tratando de ser amable, pero se notó que le había caído mal el comentario de Alberto, sintió que la criticaba indirectamente, y solía tomar a pecho esas cosas, sin embargo, añadió una sonrisa para ocultarlo.

-Yo podría ver un partido sin saber los nombres de los equipos. -Dijo Susana.
-Es porque eres una mujer especial. -Dijo él dándole un beso.
-Sin duda, Susana es muy especial, pero extrapolando esa idea de ignorar los nombres, me parece que podríamos llegar a situaciones inmorales.
-¿Cómo a qué? -Pregunté para darle a Gala la oportunidad de que se explayara: le había visto intenciones de lucirse.
-Por ejemplo, en la literatura leer libros sin saber el autor o en un bar besar a un desconocido.
-Por favor, abunda, Gala. -Dijo Alberto como si de verdad quisiera oír una perorata, al mismo tiempo se rellenó el vaso de tequila.
-Bueno, es una idea, como saben, extensa, no los quiero aburrir, tampoco puedo plantearlo de una manera muy sencilla, pero me parece que el desinterés en los nombres es un desinterés en la cosa en sí.
-¿Y si lo que te interesa no tiene nombre? -Preguntó Susana, luego extrajo un cigarro de mi cajetilla que había quedado al lado de las manzanas enchiladas.
-Creo que el interés te llevaría a crear un nombre.

Susana engrandeció sus ojos, sonrió con emoción y asintió. Tenía un gusto que pocas veces le había visto.

-Yo no entiendo tu idea. -Dijo con seriedad Alberto.

El equipo de la playera blanca con rojo estuvo a punto de anotar.

-Imaginemos que ninguno de nosotros sabe del Ayax, pero nos gusta cómo juega, si no podemos averiguar su nombre verídico, le inventaremos cualquier nombre: Los Güeritos, con tal de mantenerlos en la memoria. Ahora, en el caso contrario, si no nos gusta su modo de jugar, si nos aburren, no los nombraríamos o los olvidaríamos.
-Ya. -Dijo Alberto, como si no hubiera podido seguir la idea.
-El nombre es un interés. Nombrar es desear. -Dijo Susana.
-¿Tú qué piensas? -Me preguntó Alberto para ocultar su indolencia por el giro que había tomado la plática.
-Me impresiona que les guste el futbol.
-Hay pocas mujeres como ellas, ¿verdad?

No sé por qué dijo eso. Yo empecé a sentirme incómodo y solo quedaban cuatro cigarros en mi cajetilla.

-A veces pienso que a mí ya no me gusta el futbol. -Dijo Gala, y encendió un cigarro de los suyos.
-¿Ni los güeritos? -Preguntó con media risa Susana.
-Aunque las mujeres futboleras no dejamos de ver las piernas de los jugadores, creo que podemos concentrarnos mucho más en el partido que los hombres cuando ven gimnasia artística, por ejemplo.
-Eso dices, pero... ¿cómo se llamaba el uruguayo calvo que te gustaba tanto?

Gala no me respondió porque el Ayax anotó y se perdió el hilo de la conversación. Fumé un cigarro más pensando que sería el último del día. Esperaba que Susana y Alberto no se quedaran más tiempo, a pesar de que los estimo, me sentía muy cansado y por extrañas razones nervioso.

-¿Y qué pasa si no sabes qué nombre poner? -Preguntó de la nada Alberto. -Estoy pensando en los personajes de una novela o en el título de un poema, ustedes saben que hay historias: escritores atorados en un nombre o el caso contrario, que todo fluye a partir de un nombre, bueno, el punto es que si nombrar es desear, antes de nombrar, ¿qué hay?
-¿Dices que el deseo de nombrar no basta o que debe haber algo anterior? -Le preguntó Susana, pero no fue Alberto, sino Gala quien decidió responder.
-Es como preguntarnos si fue primero el nombre o la gallina. En el caso del futbol para entenderlo hay que saber muchos conceptos. Para no dar risa como esas personas que no saben qué es un tiro de esquina, un saque de meta, un fuera de lugar. ¿Pero qué hizo nacer a tantos nombres? ¿De dónde vienen tantas palabras? El deseo de nombrar es como el chorro de semen.

Todos reímos y después fueron arrancados los últimos cigarros. El partido estaba por terminar. Si ellos no se iban, pensé que el tema del futbol debía ser sustituido. Pero como no nos gusta la misma música ni deseaba hablar de nuestras relaciones o trabajos, no se me ocurría nada. Tal vez callar. Gala continuó:

-Irle a un equipo es amar una palabra. Sabemos que los jugadores son transitorios, van de un equipo a otro, y los equipos cambian los uniformes, sus estadios y hasta las ciudades donde juegan, nuestra afición en el fondo es por una palabra, por un nombre nada más.
-¿Y si cambian de nombre? -Preguntó Alberto. -Ha habido casos: el Potros Neza cambió de nombre varias veces, no recuerdo bien, pero sé que hubo algunos casos.

Me dio la impresión de que Gala no lo escuchó. Miró la cajetilla vacía, las cenizas alrededor del cenicero. Tomó el control de la televisión, había comenzado un programa sobre polo acuático.

-A veces creo que le voy al Cruz Azul por la misma razón que sigo creyendo que soy la de mis fotografías de hace quince años. Se trata de un nombre. Todo ha cambiado, hasta las reglas del juego.
-Antes los porteros no podían correr con el balón en las manos. -Dije, para no quedarme dormido.

-Yo no le voy a nadie ya. Tal vez ya no tengo un nombre. Recuerdo que había antes otras palabras. Alguien de ustedes me dijo que los idiomas como los ríos pueden llegar a un desierto y volverse nada. Algunos equipos son campeones, juegan maravillosamente, luego nada, quizá por cansancio, por renovarse o por no renovarse, por cualquier cosa, como si todo causara el fin, dejan de brillar. Los nombres se transforman por más precisos que sean. El minuto noventa llega. A veces hay tiempos extra. Pero el estadio y la cancha se vacían. ¿A qué equipo le vamos si ese equipo ya es otro y nosotros somos también otros? ¿Con qué persona estamos? ¿A quién podemos nombrar por siempre?

Después dejó su pulgar sobre el botón que cambia los canales: automóviles, caballos, estrellas, músicos, agua... todo pasó muy rápidamente.

6 abr 2013

El teatralismo de la alegría


PRIMAVERA: Escribe palabras sobre la alegría

FILÓSOFO: ¿Por qué escribir sobre la alegría en lugar de simplemente disfrutarla?

BARRENDERO: La alegría me recuerda a esa rola de Juanga.

JUANGA: ¡Buenos días, alegría, buenos días, señor sol!

HOMOFÓBICO MODERADO: Hoy seguiré siendo jotolón, hoy seguiré siendo jotolón.

POLICÍA LÉXICO: Eso amerita una multa, oríllese a la orilla de lo políticamente correcto.

ANTONIO: Yo desconfío de la alegría.

FILÓSOFO: Creo con Bergson, que la alegría es el acento triunfal de la vida. La recompensa que obtiene la creatividad.

ELUARD: Bonjour, tristesse, tu es inscrite dans les lignes du plafond.

BARRENDERO: No te agüites, carnalito, estamos chupando tranquilos.

ANTONIO: Sí, la creatividad y la alegría podrían estar relacionadas, pero también la alegría y la crueldad, y la destrucción y un montón de cosas terribles.

FILÓSOFO: Probablemente desconfías de la alegría por influencia del cristianismo.

KEMPIS: Si hubiera algo más útil que el sufrimiento, Jesucristo nos lo hubiera enseñado. Serás dichoso cuando ames el sufrimiento.

BARRENDERO: Yo entiendo lo que dice este cuate porque cuando me pongo a chiflar canciones, limpiando acá, contento, disfruto mi chamba, aunque es pesada, pero le termino agarrando el gusto.

ANTONIO: No niego ni la posibilidad de alegría, aún entre circunstancias desfavorables, ni su valor intrínseco como dadora de placer. Lo que digo es que me parece un bien sospechoso.

TEÓLOGO: Es posible una espiritualidad de la alegría, ya que Dios se ha fundido con lo humano, debemos superar la visión del valle de lágrimas e identificar la fe con la experiencia de gozo.

PABLO DE TARSO: Que el Dios de la esperanza colme vuestra fe de alegría.

ANTONIO: Ok, pero a ver, ¿para qué hemos inventado, pues, las cárceles? ¿Por qué ha sido creada la disciplina escolar?

FILÓSOFO: Es cierto que las cárceles no son meras formas de aislar a ciertos individuos, sino que son instituciones edificadas para la destrucción de la alegría, sin embargo…

BARRENDERO: Sí, como mi cuate, el Greñas, estuvo un rato allá en el Reclusorio. Salió peor, más maleado, antes era muy alegre, orita ya está bien amargado, ni fuma ni chupa, según se metió en un grupo de esos contra las adicciones, aunque ya no sea alegre pero al menos se reformó siquiera.

ANTONIO: ¿Y qué me dicen de esa pequeña cárcel que es la escuela?

BARRENDERO: De eso yo no sé, porque me salí de la escuela. Ya estaba cansado de que me estuvieran chingando. No hagas esto, no hagas lo otro; y ni me pagaban. Luego uno se arrepiente, pero pues ya qué.

FILÓSOFO: ¿Sugieres que la disciplina escolar es un conjunto de normas para destruir el comportamiento alegre?

ANTONIO: Veamos por una ventanita, en una jornada escolar, ¿cuántas veces se carcajean los alumnos más aplicados y cuántas quienes sacan las peores calificaciones? Con esa estadística veríamos que la alegría en la escuela es inversamente proporcional a las notas.

PROFESTRICTO: Es que así debe de ser. La disciplina es lo que los va a ayudar en la vida, eso es lo que tienen que aprender. ¿Qué quieres? Que hagan lo que quieran. Eso no puede ser. Además ¿qué es esto: una obrita de teatro, un artículo, un ensayo dialogado? No, no es nada, esto no vale, esto no existe. Disciplínate y escribe algo serio.

PROFEBARCO: Si yo que era disciplinado y cumplía con todas las tareas de la escuela, fracasé en la vida: le doy clases a una generación limítrofe, si consiguen escribir su nombre sin faltas de ortografía, les subo dos puntos, si aprenden a decir “buenos días” otros dos puntos; aun así la mayoría reprueba. Pero heredan los negocios de sus padres y su alegría les abre puertas; me parece que su falta de seriedad, de disciplina y de compromiso sólo les cierra la puerta de los estudios especializados.

BARRENDERO: Bueno, sí, pero quienes no tuvimos padres, o si eso de los negocios, pues, uy, cuándo, ni un puestecito de chicles, que yo con eso me conformaba, como doña Meche, la que está aquí afuerita en las escaleras del Metro, sí está todo el día, ¿verdad?, pero me contó que acaba de ir por una pantalla de plasma, de las chiquitas, ¿no?, de todos modos le va bien.

FILÓSOFO: No se trata de negar las problemáticas sociales, por el contrario, para combatirlas también es indispensable una buena dosis de alegría, por eso me propongo construir una ética de la alegría, no de un optimismo ramplón, sino de una actitud vital, una vida enamorada de la vida, finalmente lo peor ya ha pasado…

BARRENDERO: ¿La llegada de Peña Nieto al poder?

ANTONIO: El haber nacido.

BARRENDERO: Ah, pues sí, yo ya pasé lo peor, me tiraron al mundo, a la calle como si yo apestara, de a gratis no tuve ningún cariño, tuve que ganármelo todo, ahí poco a poco, hice amigos, luego aprendí a hablarles a las mujeres, convencí a una de que me ayudara a construir un cuartito. No anda tan perdido don Filósofo, lo peor ya ha pasado, ora viene lo bueno.

ANTONIO: Todos tenemos que agarrar nuestra escoba alguna vez, darnos la oportunidad de ver limpio lo que nos rodea aunque sea brevemente. Dirán que soy necio, pero no me pidan que además de barrer conserve la alegría.

CAMUS: A Sísifo hay que imaginarlo alegre.

ANTONIO: A él, a mí no.

BARRENDERO: ¿Sísifo es el don que metieron al tambo por echarse a unos malandros que entraron a su cantón, no?

ANTONIO: No, no, es otro.

BARRENDERO: No, sí es él, ¿pus cómo va a estar alegre ahí enjaulado? Nel, a mí sí me da lástima, si viéndolo bien, yo hubiera hecho lo mismo, pa’mí que no es un delincuente.

FILÓSOFO: El delito de Sísifo, como el de Segismundo y el de cualquiera es haber nacido. Lo dichoso es que se puede afrontar el castigo por tal delito sin que la alegría nos sea vedada.

BARRENDERO: El Segismundo también me suena, pero no me acuerdo ahorita.

FILÓSOFO: Somos capaces de afrontar el absurdo de la vida con el rostro contento. Podemos experimentar el nihilismo sonriendo.

ANTONIO: Eso me parece que nos convierte en maridos engañados. La trascendencia espiritual es la ingrata Colombina que nos ha traicionado, y ahora nos queda ser payasos metafísicos.

CANIO: Reír, actuar, la gente paga para reír y escuchar a otros reírse. Debo renunciar a mis sentimientos de hombre porque yo no soy libre delante del público. Estoy obligado a la risa. He perdido el amor, me han engañado y me he desengañado, y aunque ahora tenga ganas de matar, debo contenerme y reír.

JUAN CRISÓSTOMO: Jesús jamás reía.

BARRENDERO: Mejor llora, Canio, como dice Chente, como lloran los hombres, llora hasta que se te caigan las ganas de vengarte; desahógate, hermano, no hay fijón.

ANTONIO: Sí, llora en serio, sin ninguna vergüenza, experimenta tu tristeza, que es la de todas las personas conscientes en este mundo azaroso y lleno de crueldades. Sufre pero no mates arlequines.

(Canio mata a Colombina y al Arlequín)

BARRENDERO: Te digo: ¡su problema es que no se deja guiar!

CANIO: La commedia è finita!

25 mar 2013

Himno a la alegría


La alegría me ha parecido sospechosa desde hace tiempo. No es una virtud, pero es requerida por mucha gente como si lo fuera. Yo ni siquiera concibo a la alegría como un bien.

He visto, quizá, a demasiadas personas alegres de la desgracia ajena. Además, aun conservo un fuerte sustrato de cristianismo que me hace desconfiar de la alegría. Acostumbrado como estoy al pensamiento radical, pregunto: ¿para qué estar alegres si podemos ser felices? O bien, ¿si no podemos ser felices para qué estar alegres?

Probablemente más de un filósofo y más de un barrendero podrían rebatir mis ideas fácilmente e, incluso, hacerme dudar por algunos instantes de mis refunfuños y atreverme a la alegría por el simple hecho de gozarla. En otras palabras, si la alegría implica cierto placer, ¿para qué andar exigiéndole cuentas? La alegría puede sentirse como un fin en sí misma.

De acuerdo, la alegría es un estado placentero. Pero sabemos que para integrarnos a la sociedad debemos renunciar a muchos placeres. Me provoca más alegría jugar que trabajar, sin embargo, necesito el trabajo para tener dinero. Ahora bien, el filósofo y el barrendero pueden señalarme que también es posible trabajar alegremente.

El punto es que yo no niego ni la posibilidad de alegría, aún entre circunstancias desfavorables, ni su valor intrínseco como dadora de placer. Lo que digo es que me parece un bien sospechoso. El criminal es capaz de sentir alegría. También quien trabaja en equipo e irresponsablemente echa a perder el esfuerzo de los demás puede sentirse alegre antes, durante y después de arruinar el trabajo colectivo. ¿Cómo vamos a aplaudir tal alegría?

Sé que es refutable lo que escribo. No es la alegría, sino la irresponsabilidad o el crimen lo condenable. Al menos para el irresponsable es preferible estar alegre que triste. Entonces yo, nuevamente exagerando, yéndome hasta el extremo, preguntaría: ¿para qué hemos inventado, pues, las cárceles? ¿Por qué ha sido creada la disciplina escolar? ¿O por qué es recomendable desde un punto de vista psicoanalítico tener un sólido principio de realidad?

Sí, las cárceles no son meras formas de aislar a ciertos individuos, sino que son instituciones edificadas para la destrucción de la alegría. Se trata de que al presidiario se le pudra la alegría y no sólo que quede impedido de dar paseos por la calle. Que viva mal para que se arrepienta. La idea en el fondo es que sin malestar no hay arrepentimiento y sin arrepentimiento no hay mejoría. Mientras haya alegría, no habrá arrepentimiento.

Y también la disciplina escolar es un conjunto de normas para destruir el comportamiento alegre. Basta ver lo alegres que son los alumnos más aplicados y los que sacan las peores calificaciones. La alegría en la escuela, podría decirse, es inversamente proporcional a las notas. Las reglas disciplinarias no hacen sino amarrar el movimiento de la alegría, incluso la asfixian. No te levantes, no te asomes por la ventana, no platiques, no sueñes, no decores, en fin, no seas alegre. Porque la alegría te hará olvidar tus deberes, y la sociedad necesita tu esfuerzo, no tu alegría.

Sí, también el principio de realidad, porque muchas alegrías son quimeras. Cuántas alegrías son ingenuas, superficiales, fácilmente desmoronables. Si bien elogiamos en los niños la risa alegre, viramos la mirada cuando se trata de ver el reverso: el llanto que cae a gritos por cualquier pequeñez. Ese llanto y esa risa están ligados, ambos son descontroles emocionales, la grietas en la presa de los sentimientos. Si no estamos dispuestos a elogiar la tristeza, ¿a qué elogiar la alegría?

Con alegría, porque los triunfos provocan ese placer, el filósofo y el barrendero, sabiendo que he agotado mis argumentaciones y que ellos podrían seguir refutándome sin dificultad, me dirían que las cárceles no hablan mal de la alegría, sino de la sociedad, lo mismo sobre la disciplina escolar: el error no es de alegría sino de quienes no confían en ella, en su fuerza creativa, en su poder para hacer el bien. También me indicarían que nos podemos aceptar como seres sentimentales, que no se pueden abolir las tristezas y que controlarlas, es decir, encerrarlas o amordazarlas, no es sino un mal modo de evadirse, lo cual puede causar devastaciones corporales, y que es hora de dejar en el pasado tonterías machistas y llorar como los hombres cuando haga falta.

Mi última carta en este debate con mis interlocutores imaginarios es la siguiente: me impresionó mucho cuando era niño escuchar el aria “Vesti la giubba”, de la famosa ópera Pagliacci. Sentí, acaso, desde entonces que estar forzado a la alegría, rodeados como estamos de un mundo azaroso, abundante en crueldades, es una pena terrible. Y ciertamente la sociedad, además, de gritarnos y sacudirnos cada mañana para que nos levantemos a trabajar, nos exige transmutar en bromas nuestros dolores y nos presiona para ponernos un montón de maquillaje encima de nuestras congojas para ser alegres como payasos que ríen por una paga.

Finalmente, no apruebo, que la salida del nihilismo sea el disfrute de la vida, o en última instancia cierta clase de alegría cotidiana, como han sugerido algunos filósofos, tal cosa me da la impresión de que nos convierte en maridos engañados: la trascendencia espiritual, como una ingrata Colombina, nos ha pegado los cuernos y ahora sólo nos queda la risa, la payasada metafísica, seguir alegres en el escenario del mundo, representando lo que no somos, para no matar arlequines. Dicho de este modo, la alegría podría ser la puerta de entrada al cinismo.

Nada puedo agregar, salvo que dejaré de oír “Vesti la giubba” y comenzaré a escuchar “Funiculì, funiculà”.

8 feb 2013

La calma


Ciertamente era un microbusero peculiar. Aunque los centenares de personas que a diario veían su perfil y dejaban una moneda sobre la palma de su mano no notaban un solo matiz especial en Julián.

Los otros microbuseros sólo lo creían un poco más serio de lo normal. Después de todo, como los demás, gastaba la mayor parte de su dinero en mantener en buen funcionamiento su camión, en pagar la renta y procurar una buena comida para su familia. Su esposa y sus hijos se habían acostumbrado tanto a sus momentáneos retraimientos que no lo consideraban, en lo absoluto, peculiar.

A veces, al finalizar un recorrido, su mente caminaba por esos raros senderos que sólo él conocía. La primera vez que tuvo una consecuencia pesada fue cuando al retornar de su trance, por el retrovisor observó a una anciana dormida justo en el asiento detrás del suyo. ¿Cuánto había durado su lapsus esta vez? ¿Cinco, diez minutos? Señora, le dijo, Señora, repitió con un breve titubeo, Ya llegamos, señora. Se quedó todavía un momento más mirándola, brumosamente, le recordaba a alguien.

Estaba en una terminal solitaria, muy cerca de un campus universitario, sus colegas choferes platicaban a unos metros de distancia, y en los alrededores el pasto recibía el chorro de luz del mediodía.

Señora, despierte por favor. Su voz fue delicadamente bajando de tono. Se había dado cuenta a media frase de que la mujer había perdido todo movimiento. De hecho, estaba más fría que cualquiera de los muertos que había visto morir durante sus cuarenta y cinco años.

Julián no se asustó porque el rostro de aquella anciana le transmitía lo contrario a la apuración: un impulso  placentero de inmovilidad. Sintió, incluso que podría quedarse contemplándola muchas horas. Tal vez hasta hubiera podido hablarle. Aun cuando su propia vida no le parecía interesante ni sus preocupaciones trascendentes, deseó en ese momento compartirlas con aquella mujer. Por ejemplo, le habría contado que llevaba varios días con la intención de presentarse en la escuela de su hija para reclamarle a cierto profesor las malas maneras que tenía de tratar a los alumnos.

¡Julián! Alguien le gritó. Debido a su seriedad era al único conductor que no lo llamaban por un apodo. Avanza, ya casi sales. Bajó del camión con la intención de informarle al Tacubo acerca de la mujer inmóvil que aun estaba en su unidad, pero mientras se aproximaba se dio cuenta de que su actitud era excesivamente tranquila. No solamente carecía de apuración, sino que se encontraba en un grado bastante gozoso de relajación, semejante a cuando llevaba una cerveza y media en el cuerpo.

Qué transa, Julián, ya apúrate para el siguiente rol. Tengo un… detuvo su voz porque no quería decir la palabra problema. Oquey, ahorita me cuentas, pero avánzale, después del Patas, sales tú. Julián obedeció. Y al mirar de nuevo a la anciana se acrecentó aún más su sensación de relajación. Se animó a desanudar las manos flacas, pensó en guayabas deshidratadas, que abrazaban un bolso viejo. Dentro de él removió unos papelillos, escasas monedas y no encontró ningún teléfono, ninguna agenda, nada que sirviera para saber su nombre, su dirección o hacia dónde había deseado viajar cuando abordó el microbús.

Escuchó que se encendía el motor del camión de adelante. Le entró la idea de que podía dejar a la anciana en cierto hospital que quedaba muy cerca de la otra terminal de su ruta. ¿Pero serían los pasajeros capaces de ser indiferentes ante una mujer con un cuerpo tan dichosamente inmóvil y frío? Lo cierto era que no deseaba perder el estado de calma en el que lo sumergía la presencia de aquella mujer. Lo mismo que cuando bebía alcohol y después de dos cervezas su lengua, su garganta, su estómago, le pedían una más. Así quería continuar un rato más contemplando a la inmóvil.

Los pasajeros están bien metidos en su vida, se dijo, ¡qué se van a dar cuenta! Arrimó a la vieja hacia la ventanilla, bien recargada y, apenas, pudo contener el deseo de darle un beso. Se fue el camión del Patas, Julián movió el suyo unos pasos, algunos estudiantes comenzaron a subirse. Todo normal.

¡Sale Julián!, le gritó el Tacubo. La señal de la partida. Por el retrovisor, vio a la mujer, llena de paz.

Día normal. Gritos, claxonazos, el trafiquero; olores en pugna en los escupitajos del viento. Gente de mirada perdida, platicándole a un aparatito. Y la calma de Julián en aumento. A pesar de su usual sequedad, comenzó a decirle “gracias” a todos los que subían. Unos cientos de metros más adelante, incluso, decía “Que tenga buen día” cada vez que alguien se bajaba. Los pasajeros, sin embargo, parecían tomarlo con indiferencia.

Una hora diez minutos después, al final de su ruta, habiendo bajado el último pasajero, Julián se acercó nuevamente a la señora: dormía como angelito. Y entonces, el lapsus.

Lo sacaron de él dos policías sacudiéndolo del hombro y con voces enfadadas. Le soltaron el típico interrogatorio. ¿Por qué no había reportado a la occisa? Dijeron que llevaba cuatro horas muerta, que algunos pasajeros habían denunciado que olía a muerto en la unidad y que el conductor no hacía caso. ¿Cuatro? Dijo Julián aún incrédulo y calmado, como en trance. Que se lo llevarían a la Delegación. Que había que tener mucho cuidado de los familiares de la interfecta cuando aparecieran.

Occisa, interfecta, repitió para sí mismo. ¿Y a dónde se la llevarán? Tal vez sólo está inmóvil, dijo.

No le hicieron caso y le abrieron la puerta de la patrulla. Allí dentro él también se quedó quieto, totalmente quieto. Los dos policías, al verlo por el retrovisor, comenzaron a sentir una sensación de calma muy agradable.

11 ene 2013

Pasajero del lenguaje II


II

Sin duda tiene temperatura el lenguaje
Cuántos extienden palabras como manos
salidas de una pila de agua
Yo mismo he tocado dentro de mí
algo como monedas
recias y heladas
frases que califican
en un grado invariable de algidez.

Esas palabras de apariencia redonda
esas palabras sucias de tanta calle
esas que se recogen del suelo y van
de mano en mano oxidándose
esas
las cualquiera
las que se extravían sin gracia
con su andrajoso disfraz de tesoro.

Palabras que no se guardan
por su poco valor fijo
valor frío
y diminuto.

Pasajero del lenguaje


I

Es que una bola de neblina el lenguaje
encuentro en él desfiguros en movimiento
quiero a fuerza hallar un potro y dominarlo
quiero sobre un caballo de bruma
cabalgar al entendimiento
a una parcela diáfana y tranquila
pero el equino inventado se desbanda
la invención es un corcel que no cesa
no cesa de correr hacia la mutación.

Ser jinete del lenguaje ¡vaya suerte!
Acostumbrar los dedos a las riendas
que hieren y
qué lastimadas tengo las manos
de tanta caída
pero otra vez intento domarlo.

Una cabalgata es adueñarse del aire
es tener una casa en el tiempo cimentada
es conocer lo móvil por sus deleites.
El rocín de las palabras me dirige
soy el huésped de mi montura
apenas un pasajero del lenguaje.

Con caballería impotente, pero montaraz.