21 dic 2010

Sin nombre

Tenía un nombre
antes de las ráfagas.
Tenía un hijo
antes de la última mirada.
Las ráfagas rompieron las ropas
la piel y el camino de su sangre.
La mirada se desbordó
y quizá al caer
el cuerpo ya era anónimo.
¿En qué momento se borra el nombre?
¿En qué instante una persona
se vuelve un muerto?
¿Cuándo las ráfagas
mientras la última mirada
durante la caída?
¿Cayó un muerto o un hombre?
Pero cayó sin duda:
quedó sin mirada, sin hijo y
pronto
sin nombre.

15 dic 2010

Llorona

Quieres sin espinas rosas, llorona,
Y en este mundo no hay de esas.
Quieres un mundo distinto, llorona,
por eso es que a Dios le rezas.

Ay, de mí, llorona,
Llorona de lento andar
Desnúdate de tu luto, llorona,
Y vámonos pa’ el altar.

Pienso en silencio en la vida, llorona,
porque el morir se aproxima.
Estoy entrando en la noche, llorona,
la noche del alma fría.

Ay, de mí, llorona,
llorona de voz bajita
quise al fin verte contenta, llorona,
y te finqué una casita.




1 dic 2010

Las estatuas de sal y el transtierro

Si leemos el Génesis literalmente veremos en la destrucción de Sodoma y Gomorra un genocidio. Que yo sepa, ningún estudioso de la Biblia se atreve a leerla tal cual, sino que la interpretan simbólicamente. Gracias a ello pueden disfrutar su lectura y justificar sus pasajes, esto es lo que yo hago, la tomo como literatura. Recientemente, sin proponérmelo, recordé a la esposa de Lot, la que por mirar hacia atrás, lógicamente, se convirtió en estatua de sal.

Si uno se detiene para mirar el humo que avienta una ciudad de la que se está huyendo, en verdad, merece uno volverse estatua. En este contexto, ser estatua significa haber perdido las ganas de hacer futuro. Claramente, el desterrado que, en vez de buscar una nueva tierra, permanece añorado la tierra destruida, se convierte en efigie de sal. No es culpa de Dios, simplemente así son las cosas.

Si uno maldice radicalmente su propia tierra, los caminos se bifurcan: el exilio o el estatismo. Uno puede quedarse plantado e inmóvil en el lugar de nacimiento como maceta que no pasa del corredor; o bien, hacer maletas y emigrar. No creo que tenga nada de malo ser maceta en el corredor que nos vio nacer. La dicha allí es plausible. Yo no le recomendaría a nadie que se alejara de los paisajes que moldearon su alma. Aunque tampoco haría esfuerzos para detener a quien desea transterrarse. Estoy persuadido de que el contacto con lo foráneo enriquece lo interno.

Pero eso de volverse proscrito, habiendo injuriado a la patria, para procurar reconstruirla en el extranjero, merece un castigo, o mejor dicho, por consecuencia natural muda a los emigrantes en estatuas. Los enfermos de nostalgia son columnas de sal. Al detenerse para mirar las humaredas de las casas que se van consumiendo en la memoria, el expatriado pierde la fuerza para seguir andando. En vez de hallar un nuevo hogar, se queda en la frontera atestiguando la destrucción. Está excesivamente clara la enseñanza que nos da la mujer de Lot. Si nos toca partir, no debemos actuar como desterrados, mejor será transterrarse.

El desterrado pierde la tierra y queda como un cuerpo de sal en extravío. Quien se transtierra, en cambio, está dispuesto a tener hijos extranjeros. Hijos que hablen otro idioma, que preserven costumbres ajenas y que disfruten comidas extrañas. En otras palabras, el transterrado sí entiende de qué se trata la vida. Todas las cosas de la vida cambian, por ejemplo, las suelas de los zapatos y las órbitas de los planetas. Vivir es moverse, transformarse, habitar un tiempo que en su momento habrá de desterrarnos. Aunque ahora tengo en mente a un poeta español y mexicano, más bien del mundo, Enrique Díez Canedo. Unos versos magistrales:

Nadie podrá desterrarte;
tierra fuiste, tierra fértil,
y serás tierra, y más tierra
cuando te entierren.
No desterrado, enterrado
serás tierra, polvo y germen.

Él y muchos otros españoles tuvieron la fortaleza de no mirar hacia la polvareda de una república calcinada y edificaron en México poemas, filosofía e historia, edificios sólidos. En aquellos tiempos, también inmigraron árabes y judíos, japoneses y chinos, alemanes e italianos. Algunos se volvieron estatuas de la morriña, otros ya no saben comer sin tortillas.

Cabe decir que a los latinoamericanos que se han mudado a México, huyendo de dictaduras o carestías, realmente yo no los veo como extranjeros: todavía sueño con Bolívar. Sin embargo, sé que algunos de los iberoamericanos ya radicados en estas tierras se dedican a mirar su pasado en llamas porque nomás aquí no se hallan.

No es fácil transterrarse, nacer de nuevo y mirar sólo hacia el frente. Pero, ¿qué podemos hacer si nos destruyen nuestras amadas Gomorras? Si pudiéramos entender como entendió Díaz-Canedo que “nada se pierde / lo pasado y lo abolido / se halla vivo y presente / se hace materia en tu cuerpo / carne en tu carne se vuelve”.


Mientras estemos vivos, lo humano que hay en nosotros no puede comprimirse en estatua. Lo nuestro es pasar, dijo otro poeta. Ya estamos aceptando que la errancia es una condición humana. En cierto sentido, vivir es transterrarse y morir, desterrarse.