24 abr 2008

Sobre la empatía

para Cris como un casi regalo de cumpleaños
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Yo no sé qué es la empatía pero una hetaira me ha salvado esta noche.
Estuvimos platicando una hora o no sé cuánto tiempo. Tampoco sé qué es el tiempo. No es un río como creyeron los antiguos, o al menos, yo leí eso: que el tiempo no fluye, no va a ninguna parte y sólo porque vemos morir las cosas pensamos que el tiempo pasa y en realidad el tiempo es un fraude inmóvil que no desemboca a ningún mar eterno.
No sé por qué después de mirar unas piernas hermosas en posición de loto escribo estas tonterías seudofilosóficas. Y no sólo eran unas piernas, ¡qué ojos y qué palabras contemplé! Sé que estuve en presencia de la santidad.
Soy un poco hiperbólico, lo siento.
La anécdota fue así. Fumé dos cigarros seguidos caminando por Tlalpan. Di vuelta en una calle para ver a las sexoservidoras. Una me llamó pero su rostro masculino me repelió. Otra, con rostro tierno, bebiendo una infusión y, a mi juicio, temblando de frío, estaba ahí y la saludé. Me respondió y dijo su tarifa.
Yo estaba hospedado a una cuadra, sin embargo, ella estaba obligada a acudir a otro hotel. Cuatrocientos sesenta por un rato, entre quince y veinte minutos, mil por una hora, diez mil por toda la noche. ¡Tanto! Exclamé como un imbécil.
Quería platicar con alguien y en quince minutos no hubiera dicho nada, tampoco iba a gastarme lo que cuesta un viaje a Costa Rica.
--¿Bebes café?
--Té, no bebo café.
Por esa respuesta estuve a punto de marcharme. Pero ella juntaba sus rodillas como si le doliera el viento. ¿Cómo vamos a ese hotel? Me señaló un Tsuru con las luces apagadas. Tres hombres aguardaban ahí. El que estaba al volante era su marido. Tengo que pasar al cajero, dije. A dos cuadras había uno. Cuando regresé al automóvil, guardando los billetes de quinientos en mi cartera, pensé que les sería muy sencillo asaltarme.
Me llevaron a un hotel que está frente al velatorio donde unos meses antes alguien me aseguró que si me ardían los ojos era porque no había llorado la muerte de mi padre y no porque llevara dos días sin dormir.
Cuando entramos en la habitación, ella se apresuró a correr las cortinas. Era un cuarto pequeño y feo. Le pagué antes de que me pidiera el dinero. Iba a desvestirse. Balbuceé: si quieres no te desvistas, quiero platicar. Me regaló una sonrisa hermosa. Afirmó que le gustaba platicar. Casi creo que se entusiasmó. Carajo si no, ésa es la empatía.
--¿Te sientes triste?
Seguramente se me notaba. No supe qué decir. Era una ordinariez contar que minutos antes había agregado una nueva historia a mi lista de fracasos amorosos. Además, el problema era la vida.
--¿La querías mucho?
Si ella me hubiera visto llorando un rato antes no lo habría dudado, pero yo lo dudaba. Tal vez soy demasiado egoísta para querer mucho.
--¿Y por qué terminaron?
El realismo por definición es vulgar. Los hechos encubren las verdades. Yo estaba seguro de que no habíamos terminado porque ella se acostara con otro. La respuesta sería, acaso, porque yo requiero palabras que ella no me daría nunca.
--¿Cuántas novias habías tenido antes de ella?
Creo que siempre doy una respuesta distinta. La verdad es que no sé. Han sido tan pocas que no me acuerdo. Yoana o Joanna o Lourdes me contó que sólo había tenido dos novios antes de su marido. Uno de dieciséis y otro de veintidós. Le aburrían. Platicaba con ellos de cine, futbol, fiestas. Con su esposo se enamoró conversando de hijos, del futuro y del pinche sueño de un lugar habitable. Yoana no dijo “pinche”, por supuesto.
--Ella no te amaba.
Era una obviedad. Pero me hizo sentir maravillosamente que lo dijera. Implicaba a mi entender que alguien me podía amar. La esperanza es la última chingadera en la caja de Pandora y en los suicidas frustrados.
--¿No te habías enamorado así con tus otras novias?
Cuando respondí esta pregunta ella diagnosticó que mi problema era que soy enamoradizo. Te entregas demasiado rápido, y agregó: no pretendo psicoanalizarte con mis preguntas.
--Me gusta que me hagan preguntas. –Afirmé, y es verdad.
Una hora antes, moqueando, saqué de mi garganta ese afán de responder preguntas. Como mis padres no solían preguntarme nada, me arrinconaron a esa violencia del silencio. A la angustia de la pura interioridad. Me pesa abrir la boca en cualquier reunión. Si escribo debe ser porque deseo vengarme de los que no me preguntan mi opinión ni mi vida. Si muero tendrían que buscarme en mis escritos y allí están muchas respuestas que nadie me ha pedido.
Si aguanté el infierno de la convivencia con mi primera mujer fue porque ella me llenaba de preguntas. Sentía que alguien por fin se interesaba en mí de un modo muy concreto. No es lo mismo, evidentemente, que una mujer cualquiera diga: “cuéntame algo, tú que inventas buenas historias” a que me interroguen por detalles específicos. En los detalles me siento querido.
--¿Qué podré preguntarte? Mmm, ¿a qué te dedicas?
Mi respuesta le agradó. Mencionó que a ella le gustaba la ortografía, que le molestaba la gente que escribía palabras incorrectamente. Qué certero diagnóstico me había dado porque si hubiera hablado dos minutos más sobre minucias del lenguaje, me habría enamorado de ella en ese momento.
¡Qué terrible cosa es la empatía! La empatía es la debilidad de los solitarios. La empatía es la única virtud de los optimistas. El mayor miedo de los antisociales. El gran pretexto para quienes creen en otras vidas.
Joanna trabajaba en un Oxxo con un miserable sueldo. Nunca salía del mostrador. Una tarde quiso asomarse, deseaba imaginar que existían otras vidas. Un joven pasaba por ahí y la miró con detenimiento. Sus cuerpos se gritaron como si se conocieran. Ella alzó la mano y la sacudió torpemente como jamás lo había hecho; él se detuvo y cuando la tuvo frente a sus ojos le dijo hola. Ya llevan un año casados.
--¿Por qué trabajas en esto?
--Me gusta. A él le gusta sentir celos. No lo hago por necesidad.
--¿No hay clientes desagradables?
--Para mí no hay personas desagradables.
Ésa respuesta implicaba santidad. Y estoy dispuesto a un duelo a muerte con quien lo niegue.
--Algunos piden posiciones extrañas, que levanta la pierna hasta donde no puedo. Uno me pidió el 69 y yo no sabía qué era eso…
La cándida Joana tiene 20 años. No imagino nada más tierno que una puta que jamás ha tenido relaciones sexuales con las piernas cerradas. Me hubiera gustado con el aire que rodea mis nudillos acariciarle la mejilla.
Por supuesto, también moría por comprobar la flexibilidad de sus piernas.
--¿Tienes amigos?
--No, casi no conozco a nadie.
Estaba por invitarla a tomar café o té, pero sonó su radio inalámbrico. Era la hora. Una hora muy breve, muy rica. Me apresuré a salir, no quería que su esposo sintiera celos de mí. Un hombre que siente celos de mí debe ser un idiota porque las mujeres no ven en mí un hombre sino un camarada.
Una vez en el Tsuru, que se quedó aguardándonos, los tres tipos y ella comentaron cosas que no entendí. Uno de ellos la llamó Lourdes. Y Lourdes acarició la cara de su esposo. ¿Qué necesito para que una mujer haga algo semejante en la mía?
Me dejaron en la misma calle. Volví a esta metáfora de la vida transitoria llamada hotel. Recordé a Lourdes o a Yoana o Joanna diciéndome que no se olvidaría de mí y que disfrutó mi plática. La mujer que me dejó solo en esta habitación nunca me dijo ni me dirá nada parecido. No tiene palabras para mí. Salvo que sería horrible verme otra vez y que tuvo el mejor sexo conmigo. ¡Dios mío! ¿Cómo alguien podría dudar de que yo prefiero platicar que coger? Que los cuerpos se entiendan es un asunto de la fortuna. Que las palabras de dos personas se enlacen empáticamente es materia divina. Por ello, antes de suicidarme, me prometí conversar con Yoana nuevamente. Eso y hacer este ensayo sobre la empatía. Sí, porque esto es un ensayo. Yo he leído cuentos que a todas luces son ensayos. ¿Por qué diablos este cuento no va a ser un ensayo?

23 abr 2008

Mater

I
También ella es una mujer
de brazos verdes
de olorosa alma verde
¿Quién dice que el alma es invisible?
Si uno camina por el alma
si uno se tiende
se oye el murmullo
de las hormigas
que trabajan en el alma

II
Y trabajan en ella nieblas
distintos cantos
y vocablos violetas
como árboles en abril
se deshojan los conocimientos
las buganvilias plurilingües
en las ventanas de las bibliotecas
a la querencia del repaso vuelven
y a despedirse regresan

III
Yo era contigo, mujer de nieblas
Yo era contigo, señora de las jacarandas
Yo era contigo, en tus ojos de agua
Yo era contigo, en tus aromosas islas
Yo era contigo, ciudad de libros y jardines
Yo era contigo, ciudad de hierba y paraísos
Yo era contigo, aun antes de abrazarte
Yo soy contigo, aún hoy que te he perdido

III
En ti recuerdo una amiga en llanto
alegres y bárbaros diluvios
y calientes sorbos de café
En ti recuerdo risas y tambores
y a un compañero que cantaba
cantos que con él murieron
En ti recuerdo, demasiado recuerdo
mi sentimiento de extranjería
por fin por ti vencido, patria mía

IV
Mujer felina de colmillos dulces
no me destierres al asfalto
Mujer de siempre jóvenes murales
no me condenes a las insurgencias
del vulgar ruido y del metal
Mujer de amorosas revoluciones
hazme petigrís en tus cálidas reservas
no quiero la vejez sin tus aires
de niña sagaz que contenta al estío

V
No quiero este adiós que ya es
ni esta madurez por la que caigo
del ramaje marchito de mi generación
No quiero y no puedo contra el tiempo
por ninguna metáfora retorno al edén
y en mi estrecha mente no cabe
ni siquiera la idea del alma
ciudad, mujer, mater, comprende
soy un exiliado tuyo.