26 jun 2010

Las dichosas derrotas

Sólo los que se sienten inferiores, necesitan constantes triunfos. ¿Cuál es el sentido de ser un ganador? Ganar para demostrar que uno vale o ganar para ser digno de amor, ambas, me parecen estupideces y tristes muestras de un complejo de inferioridad. Cualquier persona vale y cualquier persona es digna de amor. ¿Qué ganas de ganar?

Escribo esto en relación con el complejo de inferioridad del mexicano, viejo tema, que aún zumba de vez en cuando. Conozco a personas que sin haber leído nunca a Samuel Ramos, creen a pie juntillas la tesis del dicho complejo. Lo cual a mí me tendría sin cuidado a no ser porque la culpabilidad tiene una tendencia expansiva, es decir, a quienes se sienten culpables les gusta involucrar a los demás.

La idea de Ramos era que la ambición desmedida, la ansiedad de poder y otras miserias son explicables en el mexicano como derivados del complejo de inferioridad. Algo muy sensato, sencillo y claro. Ahora bien, alguien que concluyera que el mexicano es inferior por el complejo de inferioridad, no estaría siendo sensato, sino demostrando que él tiene tal complejo. Esto es lo que pasa con la mayoría de los mexicanos supuestamente críticos. Como sabía Ramos, el sentirse inferior no se demuestra tirándose al piso, sino por el contrario, anhelando más de lo factible, deseando destacar en exceso y, también, menospreciando a los otros.

El mexicano acomplejado no es, como creerían algunos, el que posee pocas expectativas y se conforma fácilmente, sino el que ambiciona mucho y muchas vanaglorias: que su madre lo felicite, que le den un diploma, que le aplaudan en televisión, que su nombre se escriba con oro en el Congreso de la Unión o alguna futilidad semejante.

Como dije antes, si alguien quiere soñar con blasones imposibles, que sueñe, pero que no culpe al resto de los mexicanos por no estar a la altura de sus ensoñaciones, especialmente, que no me culpe a mí, que me siento satisfecho con mis amigos, mi familia, y el ocio que por ahora me acompaña.

Otro detalle. Un insulto típico de los gringos es el de mentarse “loosers” unos a otros. Claramente eso es un signo del complejo de inferioridad, me parecería difícil hallar a otro pueblo en el que fuera más notorio tal complejo. En mi opinión, sólo a una jauría de mezquinos se le podría ocurrir que “perdedor” sea un insulto. Quienes esperan ganar en todo también esperan que quienes los rodean pierdan, en otras palabras, buscan el bien para ellos mismos y el mal para el resto: quienes consideran que la vida es competencia actúan motivados por la injusticia.

Quizá sobre decir que el liberalismo anglosajón justifica estos sentimientos de inferioridad, de egoísmo y de mezquindad. Bajo los principios del liberalismo resulta imposible la democracia, ya que ésta requiere la solidaridad, la fraternidad, la igualdad, valores que la mentalidad competitiva destruye.

Podría decir más, si el mexicano ha sido visto como un ser aquejado del complejo de inferioridad, sin duda, se debe a la influencia de los Estados Unidos, país acerbo, que en más de una ocasión ha puesto al mundo en peligro, país de ganadores, es decir, de seres moralmente despreciables, de aquellos que consideran necesario pisotear al vecino para conseguir sus metas.

No es casual que en Japón y Estados Unidos, países en los que se impulsa la competitividad, exista la pena de muerte. Si otras naciones la han prescrito es porque se respeta la vida, se valora como el bien primordial. Asesinar legalmente implica desprecio por la vida humana. ¿Y cómo no van a despreciar la vida si creen que para que un ser humano valga debe ser un ganador? La competitividad, pues, implica desprecio por la vida y, además, un complejo de inferioridad. Si no se sintieran inferiores no anhelarían triunfar con tanto entusiasmo como lo hacen. La razón de querer ganar es la de alcanzar algo de lo que se carece, es como si por lo regular no pudieran sentirse satisfechos con la vida tal como se les presenta. A quien aprecia la vida no le hace falta competir para sentirse contento de estar en el mundo. Pero si se menosprecia la existencia, se crean sociedades competitivas hasta el extremo como la de los gringos y la de los japoneses, en las cuales a quienes no están a la altura de la competencia se les relega, se les elimina, o lo que es más triste, se les induce al suicidio.

Todos los que no saben apreciar la vida seguramente se sienten culpables, ¿culpables de qué? De vivir y de tener al alcance de la mano un racimo de dicha. Pareciera que necesitan un reconocimiento para calmar esa culpabilidad, que se vuelve una boca insaciable, pero más culpables se deberían de sentir por cada muchacho que se suicida sintiendo que defraudaba las altas expectativas que otros forjaron para él. ¿Alguna vez se darán cuenta de que el ser humano no vale por sus triunfos sino porque existe?

Por último, no creo que esté de más señalar que al mexicano aquejado del mal de la inferioridad es fácil distinguirlo cuando opina acerca de la selección nacional de futbol. Los acomplejados son los primeros que critican el desempeño de los jugadores. Si gana México creen que fue suerte, y si pierde, creen que se debe a que ellos mismos no son los encargados de dirigir, de jugar y de todo lo demás. En fin, que piensan que México no los merece. El resultado de la selección en su próximo partido no me parece relevante, aunque honestamente prefiero que pierda, no vaya a ser que si consiguiera una victoria, aumentara el número de mexicanos competitivos.

8 jun 2010

Tardía

Llegaste tarde a la noche
que debió ser de verano
en la que oí
encarnado y sonriente
tu distante nombre.
De seguro se deshojaban por entonces
los árboles
y los árboles para mí tenían
un rostro menos impreciso
que el tuyo.

Llegué tarde a la mañana
que debió ser también de verano
En la que vi
tras tu nombre, tras tu cuerpo
tu estilo de dulces
estratagemas y emboscadas
los árboles por entonces
para mí florecían perversiones
claras improntas de los frutos
rancios del estío.

También una noche a la noche
casi juntos llegamos tarde
a un beso liminal, remiso, nada incauto
ramalazos extraños te daban
por entonces los árboles
y confundías mi rostro con otros tantos
tantas tardanzas nos extraviaban
no encontramos cama ni techo
por las prisas y los retrasos
un día que las sombras eran calles.

Si hoy llegas tarde
¿se hará temprano con tu risa?
¿o al recoger pronto tus palabras
para no demorar tu silencio
segarás el verano?
Si callas
me inhumarías tu nombre
si lo cercenas de mi boca
se quebrarán los árboles tempranos
y como herencia me sembrarías
lo tardío.