23 dic 2007

Querido, Fiódor:

¿Cómo le hacías? Perdona que haya iniciado con esta pregunta. Quizá demasiado impulsiva. Acaso lo primero que debí escribir era un saludo o una disculpa. Pero trato de imaginarme que en vez de una carta, esto es un encuentro personal. Un choque fortuito como los que ocurren en las calles de cualquier gran ciudad. Tú puedes imaginar San Petesburgo, yo sólo puedo imaginarme la ciudad de México.
Debo mencionarte que el alma rusa, desde que la empecé a escudriñar en las novelas de tu lengua, me ha parecido muy semejante a la mexicana. Tal vez se deba al carácter occidentalizado, y no plenamente occidental, de nuestros pueblos. ¿O estaré diciendo incoherencias?
Siento que escribo como un vulgar borracho. Aunque no lo sea, me figuro que te encuentro cerca de una vinatería en una calle muy negra, ya sea por los faroles descompuestos o porque todos los negocios ya han cerrado y las casas emiten una luz demasiado débil. Yo no tengo dinero y quisiera un poco para beber, para olvidar los estremecimientos de una conciencia avergonzada, lo típico. Tú conoces muy bien esto. Y apuesto a que lo intuirías en cuantos me vieras. Así que no haría faltan explicaciones excesivas. ¡Cómo me gusta pensar que caminaríamos juntos! La noche tampoco requiere palabras para contarnos sus asuntos. Y la escuchamos.
Supongo que tú quisieras andar distraídamente, como apostando a extraviarte en los laberintos de un barrio pobre hasta hallar un puente. ¿Por qué te gustan los puentes? ¿Porque son cruces de caminos?, ¿porque el destino gusta de colocarnos en encrucijadas, de engañarnos con la ilusión de que hay puentes que dividen un modo de vida de otro?
Yo no conozco esos puentes que tú debiste frecuentar. Conozco otros. Te contaré. En esta ciudad hay un gran río muerto que antiguamente se conocía como el Río de la Piedad. Pero lo mataron y ahora es un río por donde va el sucio y ruidoso fluir de automóviles. Qué bueno que tú no conociste estos artefactos. Son peores que las carretas y un poco más lentos, al menos, cuando avanzan por este río que te cuento.
Mientras tú te detienes en tu puente decimonónico, yo me detendré en una cresta del Viaducto y miraré los centenares de luces que van por ahí.
Fiódor, aun sin conocerte quisiera tratarte con familiaridad. ¿No quisieras ser mi hermano? Yo quisiera tratarte así de hermano. No tienes idea de cómo en el fondo de mi cínico corazón, me entusiasma creer que es posible la fraternidad espontánea, entre personas que apenas se conocen. Tú hiciste algunos personajes así. Hoy somos demasiado desconfiados. Pero contigo es distinto. No me siento amenazado. Me parecen tus demonios muy bien educados. Y posiblemente el arte de ser bueno consiste en aprender a adiestrar nuestros demonios. Yo no lo he hecho porque aún no termino de conocérmelos ni de clasificarlos.
No más rodeos. Te escribo porque quiero ser bueno. Vivo en una época tan extraña, tan vacilante. ¿Puedes tú concebir que haya filósofos que se pregunten si es posible ser bueno y también si es bueno ser bueno, o bien, que afirmen que es malo ser bueno o que no hay ni bien ni mal? Claro que puedes. Tú época no era tan diferente a la mía.
¡Resulta tan difícil ser bueno! Cuando digo esto, ya presiento reproches: querer ser bueno es una maldad porque en ese deseo está implícita la condena moral a quienes no son buenos. Además se podría creer que sólo pretendo hacerme el bueno, una variedad de mosca muerta. O que peco de soberbia por pretender vivir por encima del común sentido ético del vulgo. Y así como con esto, con toda acción, estoy marcado por la constante duda. Una especie de conciencia cínica dentro de mí dice que no hay bondad sino instintos de supervivencia, una búsqueda natural de adaptación al medio, un afán protagónico, una voluntad de poder, mero egoísmo y demás.
Podría ser verdad. Las miradas de esta era son maliciosas. Por eso me gusta tu mirada. Tu modo de mirar a los otros es generoso, compasivo, sensible. Mas no te puedo tachar de ingenuo y me podría en contra de quien te llamara de tal forma.
Tú narraste escenas sumamente cruentas, y me trasmites una indignación, hirviente y aguda, con respecto a ciertos actos inhumanos.
¿Si podemos ver tan claramente que existe el mal, por qué no podemos ver de igual modo que existe el bien? ¿Será porque uno no puede llamarse a sí mismo bueno? ¿Será por lo que escribió Kempis acerca de la vileza que dentro sí descubre aquel que llega a conocerse a sí mismo? ¿O será que la bondad sólo puede ser cuando es para los otros y, por esto, uno sólo podría observar la bondad en los otros, nunca en uno mismo, pues este uno mismo existe sólo en la medida en que los otros confirman tal existir?
Si peco de preguntón, Fiódor, puedes decírmelo. Es muy posible que te canse con mis balbuceos filosóficos. Los utilizo porque me duelen los hechos puros. Y si me atrevo a plantearte mis dudas es porque me pareces un maestro de los problemas éticos.
¿Sabes? También siento que Vasili Ostrof es una calle de la colonia Obrera. ¿No te topaste tú con los mismos teporochos que me hablan a mí por estos rumbos? Esos que embarazaron pronto a su novia y dejaron la escuela y ganan un sueldo miserable. ¿Tú cómo andas de kopeks ahorita? Yo no tengo mucho, cada mes me preocupo por alcanzar la renta que debo por esta habitación pequeña en la que mi mente, también pequeña, intenta escribir, romper las paredes de la realidad opresiva.
Y en esta habitación me siento capaz de idear un crimen o de charlar con el Gran Inquisidor, delirar. Pero yo quisiera escribir. Continuar contando la vida de personas comunes, mediocres, fracasadas, de humillados y ofendidos, de ebrios y jugadores, de estudiantes pobres y vagabundos.
Fiódor, como víctima del tiempo debo concluir esta carta, alejarme, partir. Continuarás con noticias mías pronto. Espero. Un abrazo.

Monstruario

En Saña el estilo de Margo Glantz es pulcro, no se encarniza en la retórica ni se regodea con los detalles, prefiere los golpes veloces y directos. “Hitler y Stalin prohibieron difundir la imagen de Mickey Mouse…” Así de sencillo nos presenta detalles de saña.
En su libro recorremos un museo de ignominias, un catálogo de perversidades, un real monstruario --el término es suyo--, cuyo espíritu algo tiene de medieval en cuanto a la visión asombrada de lo cotidiano y a la vez familiarizada con lo extraordinario.
Sin embargo, no podemos decir que Glantz esté inaugurando un género, el amarillismo televisivo se le adelantó.