8 feb 2013

La calma


Ciertamente era un microbusero peculiar. Aunque los centenares de personas que a diario veían su perfil y dejaban una moneda sobre la palma de su mano no notaban un solo matiz especial en Julián.

Los otros microbuseros sólo lo creían un poco más serio de lo normal. Después de todo, como los demás, gastaba la mayor parte de su dinero en mantener en buen funcionamiento su camión, en pagar la renta y procurar una buena comida para su familia. Su esposa y sus hijos se habían acostumbrado tanto a sus momentáneos retraimientos que no lo consideraban, en lo absoluto, peculiar.

A veces, al finalizar un recorrido, su mente caminaba por esos raros senderos que sólo él conocía. La primera vez que tuvo una consecuencia pesada fue cuando al retornar de su trance, por el retrovisor observó a una anciana dormida justo en el asiento detrás del suyo. ¿Cuánto había durado su lapsus esta vez? ¿Cinco, diez minutos? Señora, le dijo, Señora, repitió con un breve titubeo, Ya llegamos, señora. Se quedó todavía un momento más mirándola, brumosamente, le recordaba a alguien.

Estaba en una terminal solitaria, muy cerca de un campus universitario, sus colegas choferes platicaban a unos metros de distancia, y en los alrededores el pasto recibía el chorro de luz del mediodía.

Señora, despierte por favor. Su voz fue delicadamente bajando de tono. Se había dado cuenta a media frase de que la mujer había perdido todo movimiento. De hecho, estaba más fría que cualquiera de los muertos que había visto morir durante sus cuarenta y cinco años.

Julián no se asustó porque el rostro de aquella anciana le transmitía lo contrario a la apuración: un impulso  placentero de inmovilidad. Sintió, incluso que podría quedarse contemplándola muchas horas. Tal vez hasta hubiera podido hablarle. Aun cuando su propia vida no le parecía interesante ni sus preocupaciones trascendentes, deseó en ese momento compartirlas con aquella mujer. Por ejemplo, le habría contado que llevaba varios días con la intención de presentarse en la escuela de su hija para reclamarle a cierto profesor las malas maneras que tenía de tratar a los alumnos.

¡Julián! Alguien le gritó. Debido a su seriedad era al único conductor que no lo llamaban por un apodo. Avanza, ya casi sales. Bajó del camión con la intención de informarle al Tacubo acerca de la mujer inmóvil que aun estaba en su unidad, pero mientras se aproximaba se dio cuenta de que su actitud era excesivamente tranquila. No solamente carecía de apuración, sino que se encontraba en un grado bastante gozoso de relajación, semejante a cuando llevaba una cerveza y media en el cuerpo.

Qué transa, Julián, ya apúrate para el siguiente rol. Tengo un… detuvo su voz porque no quería decir la palabra problema. Oquey, ahorita me cuentas, pero avánzale, después del Patas, sales tú. Julián obedeció. Y al mirar de nuevo a la anciana se acrecentó aún más su sensación de relajación. Se animó a desanudar las manos flacas, pensó en guayabas deshidratadas, que abrazaban un bolso viejo. Dentro de él removió unos papelillos, escasas monedas y no encontró ningún teléfono, ninguna agenda, nada que sirviera para saber su nombre, su dirección o hacia dónde había deseado viajar cuando abordó el microbús.

Escuchó que se encendía el motor del camión de adelante. Le entró la idea de que podía dejar a la anciana en cierto hospital que quedaba muy cerca de la otra terminal de su ruta. ¿Pero serían los pasajeros capaces de ser indiferentes ante una mujer con un cuerpo tan dichosamente inmóvil y frío? Lo cierto era que no deseaba perder el estado de calma en el que lo sumergía la presencia de aquella mujer. Lo mismo que cuando bebía alcohol y después de dos cervezas su lengua, su garganta, su estómago, le pedían una más. Así quería continuar un rato más contemplando a la inmóvil.

Los pasajeros están bien metidos en su vida, se dijo, ¡qué se van a dar cuenta! Arrimó a la vieja hacia la ventanilla, bien recargada y, apenas, pudo contener el deseo de darle un beso. Se fue el camión del Patas, Julián movió el suyo unos pasos, algunos estudiantes comenzaron a subirse. Todo normal.

¡Sale Julián!, le gritó el Tacubo. La señal de la partida. Por el retrovisor, vio a la mujer, llena de paz.

Día normal. Gritos, claxonazos, el trafiquero; olores en pugna en los escupitajos del viento. Gente de mirada perdida, platicándole a un aparatito. Y la calma de Julián en aumento. A pesar de su usual sequedad, comenzó a decirle “gracias” a todos los que subían. Unos cientos de metros más adelante, incluso, decía “Que tenga buen día” cada vez que alguien se bajaba. Los pasajeros, sin embargo, parecían tomarlo con indiferencia.

Una hora diez minutos después, al final de su ruta, habiendo bajado el último pasajero, Julián se acercó nuevamente a la señora: dormía como angelito. Y entonces, el lapsus.

Lo sacaron de él dos policías sacudiéndolo del hombro y con voces enfadadas. Le soltaron el típico interrogatorio. ¿Por qué no había reportado a la occisa? Dijeron que llevaba cuatro horas muerta, que algunos pasajeros habían denunciado que olía a muerto en la unidad y que el conductor no hacía caso. ¿Cuatro? Dijo Julián aún incrédulo y calmado, como en trance. Que se lo llevarían a la Delegación. Que había que tener mucho cuidado de los familiares de la interfecta cuando aparecieran.

Occisa, interfecta, repitió para sí mismo. ¿Y a dónde se la llevarán? Tal vez sólo está inmóvil, dijo.

No le hicieron caso y le abrieron la puerta de la patrulla. Allí dentro él también se quedó quieto, totalmente quieto. Los dos policías, al verlo por el retrovisor, comenzaron a sentir una sensación de calma muy agradable.

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