Ciertamente era un microbusero peculiar. Aunque los centenares de personas
que a diario veían su perfil y dejaban una moneda sobre la palma de su mano no
notaban un solo matiz especial en Julián.
Los otros microbuseros sólo lo creían un poco más serio de lo normal. Después de todo, como los demás, gastaba la mayor parte de su dinero en mantener en buen
funcionamiento su camión, en pagar la renta y procurar una buena comida para su
familia. Su
esposa y sus hijos se habían acostumbrado tanto a sus momentáneos retraimientos
que no lo consideraban, en lo absoluto, peculiar.
A veces, al finalizar un recorrido, su mente caminaba por esos raros
senderos que sólo él conocía. La primera vez que tuvo una consecuencia pesada
fue cuando al retornar de su trance, por el retrovisor observó a una anciana
dormida justo en el asiento detrás del suyo. ¿Cuánto había durado su lapsus
esta vez? ¿Cinco, diez minutos? Señora, le dijo, Señora, repitió con un
breve titubeo, Ya llegamos, señora. Se quedó todavía un momento más mirándola,
brumosamente, le recordaba a alguien.
Estaba en una terminal solitaria, muy cerca de un campus universitario, sus
colegas choferes platicaban a unos metros de distancia, y en los alrededores el
pasto recibía el chorro de luz del mediodía.
Señora, despierte por favor. Su voz fue delicadamente bajando de tono. Se
había dado cuenta a media frase de que la mujer había perdido todo movimiento.
De hecho, estaba más fría que cualquiera de los muertos que había visto morir
durante sus cuarenta y cinco años.
Julián no se asustó porque el rostro de aquella anciana le transmitía lo
contrario a la apuración: un impulso placentero de inmovilidad. Sintió, incluso que podría
quedarse contemplándola muchas horas. Tal vez hasta hubiera podido hablarle.
Aun cuando su propia vida no le parecía interesante ni sus preocupaciones
trascendentes, deseó en ese momento compartirlas con aquella mujer. Por
ejemplo, le habría contado que llevaba varios días con la intención de
presentarse en la escuela de su hija para reclamarle a cierto profesor las
malas maneras que tenía de tratar a los alumnos.
¡Julián! Alguien le gritó. Debido a su seriedad era al único conductor que
no lo llamaban por un apodo. Avanza, ya casi sales. Bajó del camión con la
intención de informarle al Tacubo acerca de la mujer inmóvil que aun estaba en su
unidad, pero mientras se aproximaba se dio cuenta de que su actitud era
excesivamente tranquila. No solamente carecía de apuración, sino que se
encontraba en un grado bastante gozoso de relajación, semejante a cuando
llevaba una cerveza y media en el cuerpo.
Qué transa, Julián, ya apúrate para el siguiente rol. Tengo un… detuvo su
voz porque no quería decir la palabra problema.
Oquey, ahorita me cuentas, pero avánzale, después del Patas, sales tú. Julián
obedeció. Y al mirar de nuevo a la anciana se acrecentó aún más su sensación de
relajación. Se animó a desanudar las manos flacas, pensó en guayabas deshidratadas, que abrazaban un bolso viejo. Dentro de él removió unos papelillos, escasas
monedas y no encontró ningún teléfono, ninguna agenda, nada que sirviera para
saber su nombre, su dirección o hacia dónde había deseado viajar cuando abordó
el microbús.
Escuchó que se encendía el motor del camión de adelante. Le entró la idea
de que podía dejar a la anciana en cierto hospital que quedaba muy cerca de la
otra terminal de su ruta. ¿Pero serían los pasajeros capaces de ser
indiferentes ante una mujer con un cuerpo tan dichosamente inmóvil y frío?
Lo cierto era que no deseaba perder el estado de calma en el que lo sumergía la
presencia de aquella mujer. Lo mismo que cuando bebía alcohol y después de dos
cervezas su lengua, su garganta, su estómago, le pedían una más. Así quería continuar un rato más contemplando a la inmóvil.
Los pasajeros están bien metidos en su vida, se dijo, ¡qué se van a dar
cuenta! Arrimó a la vieja hacia la ventanilla, bien recargada y, apenas, pudo
contener el deseo de darle un beso. Se fue el camión del Patas, Julián movió
el suyo unos pasos, algunos estudiantes comenzaron a subirse. Todo normal.
¡Sale Julián!, le gritó el Tacubo. La señal de la partida. Por el
retrovisor, vio a la mujer, llena de paz.
Día normal. Gritos, claxonazos, el trafiquero; olores en pugna en los
escupitajos del viento. Gente de mirada perdida, platicándole a un aparatito. Y
la calma de Julián en aumento. A pesar de su usual sequedad, comenzó a decirle “gracias”
a todos los que subían. Unos cientos de metros más adelante, incluso, decía “Que tenga buen
día” cada vez que alguien se bajaba. Los pasajeros, sin embargo, parecían
tomarlo con indiferencia.
Una hora diez minutos después, al final de
su ruta, habiendo bajado el último pasajero, Julián se acercó nuevamente a la
señora: dormía como angelito. Y entonces, el lapsus.
Lo sacaron de él dos policías sacudiéndolo del hombro y con voces
enfadadas. Le soltaron el típico interrogatorio. ¿Por qué no había reportado a la occisa?
Dijeron que llevaba cuatro horas muerta, que algunos pasajeros habían
denunciado que olía a muerto en la unidad y que el conductor no hacía caso. ¿Cuatro? Dijo
Julián aún incrédulo y calmado, como en trance. Que se lo llevarían a la
Delegación. Que había que tener mucho cuidado de los familiares de la interfecta
cuando aparecieran.
Occisa, interfecta, repitió para sí mismo. ¿Y a dónde se la llevarán? Tal vez sólo está inmóvil, dijo.
No le hicieron caso y
le abrieron la puerta de la patrulla. Allí dentro él también se quedó quieto, totalmente quieto. Los dos policías, al verlo por el retrovisor, comenzaron
a sentir una sensación de calma muy agradable.
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