Con empujones blandos
sobre mi pecho avanzaban en busca
del ausente calostro
el calor-madre que los cuidaría.
Llegaban sus pasitos
desesperadamente hasta la cueva
que formaban mis manos
y allí temblando todos se quedaban.
Sus maullidos eran pequeñas aves
y mi cuerpo, nido a medias
donde se apaciguaban los tigrillos
nada más un momento
nada más fue su vida
un quebrarse de abandono incesante
un instante de frío
hacia la muerte gateando.
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