15 mar 2009

Entusiasmo y desidia (primera parte)

Encontré en Internet el anuncio de un departamento bastante barato y en una zona que me agrada. La arrendadora por teléfono me pareció una persona amable. El único problema fue que tenía el empeño de rentarlo sólo a un matrimonio sin hijos y yo precisamente quería un departamento sin hijos y sin matrimonio.
Hice la cita con la casera aprovechando que una amiga había mostrado cierto interés en acompañarme a buscar casa. Pensé que si nos presentábamos los dos íbamos a dar la apariencia de recién casados. Lo que no sabía era si contarle a mi amiga aquel requisito. Consideraba que ante una pregunta de la dueña ella bien podría negar que estuviéramos casados, pero también creí que no aceptaría fingir, o que, al intentar fingir, sobreactuara.

Mentir es uno de mis defectos pero lo es más la desidia. Por desidioso no mencioné nada, de hecho, olvidé que tenía que dar la apariencia de casado.
--Buenas tardes, ¿vienen a ver el departamento?
--Sí, ¿usted es la señora Montes?
--Sí, mucho gusto, qué bueno que llegaron temprano, ¿me dijo que se llama Antonio, verdad?
--Sí.
--Pasen por favor, ¿y usted cómo se llama, perdón?
--Natalia.
--Bonito nombre, de princesa rusa. Adelante.

He dicho que soy desidioso y no sé si eso baste para hacer notar que a mí me bastaba con que el departamento existiera para acceder a firmar el contrato. En cambio, Natalia actuaba en verdad como si ella fuera a mudarse allí. Entra mucha luz, dijo, a pesar de que a ella le importa un bledo si entra o no entra luz. Es un poco pequeña la recámara, dijo, y estoy seguro de que no me lo decía a mí sino a la casera, como si gracias a esos comentarios pudiera ocurrir un descuento. Yo apenas si di unos pasos por el lugar y ella, en cambio, inspeccionó la cocina, el baño y hasta la azotea. Preguntó por la humedad, el calentador y el estacionamiento. Caray, yo en toda mi vida no he llegado a pensar en adquirir un automóvil, ¿cómo podría preguntar por un estacionamiento?

Unos días después firmamos el contrato de arrendamiento. Natalia volvió a acompañarme. E incluso se interesó en que yo lo leyera bien antes de firmarlo. Aquí tienen sus llaves nos dijo la dueña dándonos un juego a cada uno. Espero que se sientan a gusto, ya verán que es muy tranquilo este edifico porque no hay niños, ¿ustedes piensan tener hijos pronto? Aproveché que Natalia se había desconcertado con los verbos en plural para responder que no, que aún no. Me parece bien, disfruten un tiempo antes de tener hijos. Eso planeamos, respondí y supuse que ahí acabaría todo el problema, pero cuando nos quedamos solos, me di cuenta de que Natalia no estaba muy conforme con el engaño.

--¿Planeamos no tener hijos?
--Bueno, yo planeo, pero me gusta hablar en plural, siento que me hace más importante.
--¿Le dijiste a tu casera que yo era tu esposa?
--No, supongo que sólo lo sospechó por tu insistencia con el estacionamiento.
--¿Eso que tiene que ver?
--Yo ni siquiera sé conducir.
--Bueno, ten tus llaves.
--No, quédatelas, puedo olvidar las mías un día.

El problema de los desidiosos es que para mentir tienen que hacer grandes esfuerzos. Para ser convincente una mentira tiene que ser entusiasta. Con entusiasmo, me refiero a cierta intensidad emotiva y por desidia entiendo un estado abúlico, es decir, actitudes opuestas, que al juntarse causan muchos líos.

Por aquellos días empecé a salir con Daniela, una chica que una mañana o una noche, dejó su cepillo de dientes en mi baño y me preguntó si mi casera no me había dado un juego de llaves extra y que me convenía tener una copia por seguridad.

--Sí, quizá un día visite al cerrajero. Ya sabes que soy desidioso.
--Así no tendrías que levantarte cuando me fuera.
--Sí, pero perdería un buen motivo para odiar a los vecinos que le echan doble llave a la puerta del edificio.
Lamentablemente una tarde, cuando iba hacia mi casa con Daniela, vi que Natalia estaba abriendo la puerta del edificio. Me detuve sin pensar.
--¿Qué pasa?
--Es que me acabo de dar cuenta de que no traigo las llaves.
--Bueno, entonces hay que decirle a esa chica que está entrando que nos deje abierto.
--De todos modos, no tengo las de mi departamento.
--¿Y dónde las dejaste?
--No sé, se me habrán caído en cualquier lugar.
--Pues vamos a buscar una cerrajería.
--Mejor vamos por un café.
--Pero son las cinco de la tarde, después ya no vas a encontrar un cerrajero.

No sé por qué a Daniela le encanta resolver problemas. Es de las personas que no comprende que es conveniente posponer la resolución de ciertas cosas.

--Ya sé dónde las olvidé…
--¿Dónde?
--En… la casa de un amigo.
--¿Qué amigo?
--Uno que se llama Jonathan, él vive en un hotel, prácticamente sólo llega a dormir, en la noche iré a buscarlo y le pediré mis llaves y mañana sacaré un repuesto porque, bueno, se presentan emergencias.
Daniela me clavaba su mirada y yo sentía el filo de su incredulidad.
--Dijiste que en la casa de un amigo y ahora dices que en un hotel, ¿y por qué nunca me habías hablado Jonathan? Dime la verdad.
--Es muy antisocial, ésa es la verdad, por eso no te lo había mencionado. Es como un ogro, le encanta el aislamiento, como se cree artista, entonces le gusta apartarse para no tener pretextos de su incapacidad creativa, ya sabes.
--¿Y cómo fue que dejaste tus llaves en su hotel?

Estuve a punto de decirle que era gay, pero pensé que tendría que ocurrírseme algo mejor. ¿Por qué no le decía la verdad y entrábamos a saludar a Natalia? No sé, el maridaje entre la desidia y el entusiasmo de las mentiras estaba hecho.

Entusiasmo y desidia (segunda parte)

--Es que Jon está muy enfermo y me preocupa. Toda su familia está en Guadalajara, el pobre se siente muy solo, y para colmo está muy enfermo, por eso lo visité para darle ánimos, y llevarle un poco de sopa.
--Tú no sabes hacer sopa.
--No, pero debajo de su hotel preparan sopas Maruchan y le compré una. Le sientan muy bien.
--¿De qué está enfermo?
--Leucemia.
--¿Cómo crees? ¿Y así sale a la calle todo el día?
--No, no sale, se queda en cama.
--Pero tú me habías dicho…
--Bueno, es que Duerme todo el día y no quiero molestarlo a esta hora, en cambio, en la noche no puede dormir porque le da miedo la oscuridad, siente que si cierra los ojos no los podrá abrir de nuevo.
--¿Y por qué no está en Guadalajara con su familia o en un hospital? ¿Cómo puede estar aquí sin que nadie lo cuide? Hay que ir a verlo y le llevamos algo más nutritivo que esa sopa, que seguramente le hizo daño, sólo a ti se te ocurre.
--Es que el sabe que va a morir, y no quiere que su familia sufra, en el hospital que estaba no le dieron esperanzas.
Quién sabe cuántas incoherencias más hubiera dicho si en ese momento no sale Natalia y me saluda.
--Hola, ya me iba, pensé que llegarías más temprano.
--Hola, yo también pensé en llegar antes, pero se me olvidaron las llaves.
--¿Dónde?
¿Por qué tenía que preguntar dónde? ¿Acaso los que olvidan saben dónde olvidan? No hice caso a su pregunta y le presenté a Daniela. Después de un silencio incómodo yo estuve a punto de confesar la verdad de aquella farsa.
--Pues ten tus llaves, a ver si otro día nos vemos.
Yo sonreí viendo alejarse a Natalia y creí que todo estaba arreglado. Pero Daniela ya no quería entrar.
--¿Por qué le diste llaves de tu casa?
Aunque hubiera deseado decir la verdad en ese momento, la verdad es que ya no sabía.
--Yo no se las di… fue Jonathan. Ella también va a verlo. Somos sus dos únicos amigos.
Me voy, no te creo nada, dijo sin moverse de donde estaba. Y yo intenté durante media hora de convencerla de que entrara, le tomé las manos, le acaricié el cabello y estaba a punto de besarla cuando mi casera casi nos gritó: buenas tardes. Luego, Daniela se fue todavía triste y enojada.
La enseñanza estaba clara, me había equivocado, pero no merecía lo que vino después. Me habían advertido cosas que yo no quería creer acerca de usted, me dijo. Y no sé cómo saltó de ahí a un sermón sobre las ventajas de la fidelidad matrimonial. Parece que una vecina chismosa le había hecho una extensa relación de mis costumbres. Tiene la luz prendida hasta la madrugada, hace fiestas todas las semanas, no tira la basura, parece que no trabaja, se emborracha, trae a diversas mujeres a su departamento. Dicho de esta manera se creería que son cosas negativas, pero en realidad yo actuaba de una manera muy discreta, casi ascética.
--A mí no me interesa la vida privada de mis inquilinos a menos que molesten a los demás.
--Claro. –Yo debí haber enumerado lo que me molestaba de los vecinos, pero les prestaba muy poca atención como para tener presentes sus defectos.
--Pero verlo aquí con otra mujer, me ha parecido muy desagradable. ¿Dónde está su esposa?
--Se ha ido con sus padres.
--¿Se divorciaron?
--No, simplemente nos quisimos dar un espacio, tal vez fue muy precipitado el vivir juntos, pero nos amamos.
--¿Y esta mujer? --¿Por qué no la mandaba al carajo y le decía que no me estuviera chingando? No sé, me sentía obligado a dar explicaciones.
--En realidad es una amiga de Natalia, le estaba pidiendo que me ayudara a convencerla de que vuelva a casa, que no sé vivir sin ella, que por eso no concilio el sueño y me ha dado por tomar, a mí que eso nunca me había gustado.
--¿Pero ha hecho fiestas, o no?
--Sí, me lo recomendó mi médico.
--¿Cómo?
--Para que pueda salir de mi depresión, me recetó escuchar música a alto volumen y rodearme de mis amigos, gente que yo sepa que me valora, porque siento en general que a nadie le intereso.
--Usted se está equivocando, lo que debe hacer es portarse bien, procurarla, comportarse como un hombre maduro, lo contrario de lo que está haciendo, aléjese de sus amigos que lo incitan a los vicios y no pida que nadie resuelva sus problemas, sea usted mismo el que dé la cara.
Le di la razón, pero la vieja no se ablandó. Dijo que si no me reconciliaba con mi esposa, tendría que pedirme el departamento. ¡Pero eso no está en el contrato! Hubiera exclamado de tener fuerza, pero seguía en mi papel de deprimido. ¿Qué clase de casera se interesaba más por la moral que por el dinero?
A la madrugada siguiente ya no recordaba por qué había mentido como lo hice y estaba escuchando Metallica a todo volumen. En eso me asustó el ruido del timbre. Daniela estaba con una maleta dispuesta a mudarse conmigo o recibir una despedida terminante. Yo sólo le dije: pásale y abrí un par de cervezas. Ella insistía en saber si yo la quería. A mí eso me parecía una obviedad.
--Puedes quedarte por un tiempo.
--¿Sólo por un tiempo?
--Es como decir el tiempo que quieras, yo no soy bueno midiendo el tiempo. –Dije y encendí un cigarro.
--No fumes tanto.
Creo que fueron días felices. Es bueno comer sobre la mesa y tres veces al día. Es bueno ver una cocina limpia y sentir el calor de una piel suave en las noches en las que se va la luz y sólo se oye el cansancio de las últimas gotas de lluvia persistiendo en su caída.
Un día mientras decidíamos si vestirnos para comer unos hot cakes o continuar disfrutando las caricias en ayunas, tocaron la puerta. Daniela con un short mío y mi sudadera fue a la mirilla y como no identificó a la dueña ni le resultó sospechosa le abrió para preguntarle, incluso sonriendo, si le podía ayudar. Dijo que no sólo quería la renta si no hablar conmigo. Como si no fuera suficiente molestia el cobrar la renta. Yo sin short ni sudadera ni ganas de usar pantalones, salí con las pantaletas negras de Daniela. Estoy de acuerdo que no era la mejor presentación, pero fue una sobrerreacción la que tuvo la señora Montes.
No sólo me pidió desalojar el departamento, sino que comenzó a exasperarse y criticar mi modo de vivir y mi adulterio. Para colmo, Daniela se sintió ofendida y con ese afán suyo de arreglar las cosas se puso a discutir.
Para decir la verdad también hace falta entusiasmo. Eso fue lo que comprendí aquella mañana. Si uno no se entusiasma con la realidad que vive, no puede tener fuerza para proclamarla y da igual decir una cosa que otra. Sin embargo, no estoy del todo seguro que haya sido por entusiasmo que dije la verdad.
--No creo en el maldito matrimonio. Nunca he estado casado ni creo que lo esté alguna vez. Si los vecinos me critican es porque su vida no es lo suficientemente interesante o digna de ser vivida y entonces requieren enfocarse en otras. Si a usted no le es bastante el que yo pague puntualmente me voy a un hotel. Este pinche departamento en última instancia nunca me ha gustado. Y no creo que sea nada inmoral usar pantaletas negras un domingo por la mañana, carajo.
La señora finalmente me perdonó. Aunque yo no sé si tenía algo de qué ser perdonado por ella. Lo mismo Daniela después de un rato de fingirse enojada. Ambas me preguntaron por qué mentí. Por entusiasmo y por desidia, fue mi respuesta. Y de nuevo, me creyeron.

12 mar 2009

El rostro de la posibilidad

¿Qué es lo que hace falta para matar a un puerco? Me preguntaron cuando era niño y erróneamente dije que un cuchillo. No, primero hace falta el puerco. Así, para romper esquemas, lo que hace falta, antes que nada, son los esquemas y, por supuesto, saber distinguirlos.

Entiendo por “esquemas” aquellas ideas que condicionan nuestro comportamiento. ¿Y en verdad podremos conocer las ideas que nos condicionan? ¿Qué tan sinceros podemos llegar a ser ante nosotros mismos? ¿A cuántos esquemas estamos atados?

Comenzar un ensayo con una pregunta es un recurso tradicional. Pero lo hice de una manera automática. Igual que al levantarme voy al baño y luego de descansar mi vejiga, veo en el espejo que estoy un poco más viejo. La naturaleza me impone ciertas necesidades, ¿pero quién me ha impuesto la necedad de mirarme en el espejo? ¿Por qué siempre hay uno de esos acechantes inventos arriba del lavamanos? ¿Por qué queremos una de esas cosas que le recuerdan las arrugas a los que se sienten jóvenes, la fealdad a los atrevidos, la adolescencia a los que desean madurez y la certeza de la sexualidad a quienes sienten por dentro otra identidad?

Yo en vez de un espejo en mi baño quería escribir una frase de Borges: “al igual que la cópula, el espejo multiplica a las personas innecesariamente”. Pero mi casera me regaló uno para que lo colocara en el baño. Me resistí algunos días a fijarlo porque deseaba permanecer inconsciente de mi decadencia; sin embargo, una amiga me dijo que me hacía falta uno y entonces cedí, olvidándome de Borges. No pude romper ese esquema, digamos, por la presión social. ¿Cuántas cosas he hecho sólo por esa presión?

Decir presión es exagerar. Los esquemas sociales por lo general son amplios, diversos y poco notables. Su apariencia, más bien, es la de ser cosas comunes y de tan comunes, invisibles. Sólo se distinguen cuando alguien los rompe. Muchas buenas personas, me imagino, no notaban que los esquemas sociales discriminaban a los negros, a los obreros o a las mujeres. Por ejemplo, ¿era una mala persona aquel chofer que le exigió a Rosa Parks ceder su asiento a un blanco porque esa era la ley y costumbre en el sur de Estados Unidos hace apenas cincuenta años?, ¿O sólo era un hombre que seguía los esquemas sociales? No resulta imposible suponerlo un buen marido, buen padre y ciudadano respetuoso de las leyes. Pero si hoy en día un conductor obligara a una afroamericana a ceder su asiento, podríamos sospechar que se trata de un racista neurótico. Los esquemas sociales se desgastan con el paso del tiempo.

Ante la multitud de esquemas, tendríamos que cuestionarnos, ¿cuáles son los más arraigados, los más viejos y tal vez por lo mismo, los más imperceptibles?

Decía que me levanto, voy al baño y me miro en el espejo. Luego, desayuno, normalmente cereal extraído de una caja de Kellogs. ¿Acaso porque vi mucha televisión de niño? ¿Por qué no desayuno huevos rancheros? Mi cuerpo ya está acostumbrado en las mañanas a los alimentos ligeros. Si nuestro cuerpo adapta un esquema, después ya no lo suelta. Pero pensándolo, es muy extraño consumir cereales y jamás haber visto un campo de trigo. No conozco a ningún niño que diga “de grande yo quiero ser campesino”. Los campesinos son una clase social fundamental y olvidada. Son sin duda los más ninguneados. En una gran ciudad es posible concebir que los campesinos no existen, que la leche se da en cajas y las verduras en los refrigeradores del supermercado. Es posible actualmente ser una buena persona, o sentirse así, y creer que está bien que los campesinos nos cedan el lugar en el autobús del progreso y se vayan ellos a la parte trasera.

Decía que desayuno y me alisto para trabajar. Aunque la actividad sea algo natural y el trabajo necesario para adquirir el sustento, ¿con qué artificio argumentativo se decidió remunerar el trabajo con tal o cual cantidad? ¿O quiénes votaron a favor de que las oficinas se activen a las ocho de de la mañana?

Se podría creer que la naturaleza nos ha impuesto ese esquema. Si todos trabajáramos el campo lo creería. Un agricultor debe aprovechar la salida del sol, ¿pero un oficinista qué necesidad tiene de atiborrar el transporte público al cuarto para las ocho? Se trata justamente de esos esquemas sociales que pasan inadvertidos. La duración de la jornada laboral de ocho o nueve horas no es natural, sino un esquema impuesto, tan impuesto que está legislado casi en todo el mundo. ¿Cuántos obreros fueron asesinados para que el día laboral fuera de ocho y no de catorce o de cinco horas?

Los misterios de la economía han creado esquemas que nos determinan sin que nos demos cuenta. Pero hay muchos otros. ¿Por qué cambia nuestro semblante cuando nos dan la noticia de que alguien ha muerto, alguien a quien ni siquiera conocíamos? Y aún sin ser religiosos guardamos un respeto, se diría, religioso por la muerte, que es, vale decir, el rey de los misterios… ¿Por qué he escrito el rey? Porque el rey solía ser el hombre más importante de las sociedades humanas; pero “muerte” es un sustantivo femenino. ¿Por qué para enfatizar su importancia tengo, por así decirlo, que masculinizarla? ¡Por un esquema mental machista! Si dijera “la muerte es la reina de los misterios” no sonaría igual de enfático que al decir “el rey”. Y en México ni siquiera tenemos reyes. El problema es que en nuestro lenguaje habitan ideas sumamente enraizadas.

Nuestra lengua española proviene del latín y éste a su vez del indoeuropeo hablado hace cinco o seis milenios, demasiado tiempo que pese a ello nos heredado, en rincones del idioma, bazofias de añejas ideologías. ¿Cómo romper entonces con los esquemas del lenguaje que son a fin de cuentas indispensables para formular cualquier idea?

No se puede. Hay esquemas irrompibles, económicos, lingüísticos, mentales, etc. ¿Y finalmente por qué romperlos? Por insatisfacción con la realidad, por el deseo de ser alguien, de tener una personalidad distinguible de la masa. Lo cual no deja de ser una ilusión. Abandonamos unos esquemas para ajustarnos a otros.

Sin embargo, en esa ilusión de romper esquemas, acaso, llegamos a ser quienes somos realmente. Hoy no miraré la cara del espejo arriba del lavamanos y quizás veré mi verdadero rostro, el rostro de la posibilidad.