“E chamo lhe luar e sol e flores e árvores e montes”
F. Pessoa
Quizá no todos vemos, o quizá todos vemos, con mucho asombro, en ciertos
momentos, la vida, aun más que la vida, todo lo que existe: materia, espacio y
tiempo.
Ante ese asombro pueden dar ganas de dar gracias, pero también deseos de
saber algo, o de saber por completo qué son las cosas, qué es la existencia y
cuál es su reverso: la nada. Frente a ella, el deseo de agradecer y el afán de
preguntar quedan aturdidos por la falta de respuesta, por una herida que
llamamos ignorancia: la muralla de lo inconcebible.
El crecimiento dancístico de las flores, la curvatura de los colmillos y la
misma simpleza de la hierba son agradables, es decir, tienen sentido, crecen
con una tendencia, se derrumban también con cierto estilo, que aun cuando nos
aflija, atrapa nuestra atención. Yo pienso que al rumbo que toma todo lo que
existe, desde las circunferencias que provoca al caer una gota en un charco,
hasta las espirales que perfilan las galaxias, pasando por los ojos de las
mujeres y el ritmo de los grillos; todo ese caudal de sentido, todo ese rumbo
ha sido comprendido en una palabra: Dios. Pero también su reverso angustiante:
lo inexplicable, la sombra sin lugar y silenciosa de la nada ha sido adherida
al concepto “Dios”.
La nada no es una experiencia sino una sospecha, la cual, para un ser
hambriento de sentido, resulta venenosa. Dios es ese mismo veneno, solo que en
una dosis que no mata.
¿De dónde provendrá esa sospecha de que puede existir lo inexistente? ¿Cómo
podemos llegar a plantearnos que lo que es pudo no ser? A pesar de que yo acaso
fui un niño más calmado que otros, no podría decir que entonces concebía la
nada o a algún dios, pues como todos los niños era ateo y como todos los niños
iba de un lado a otro corriendo, captando a través de los sentidos y gozando la
respiración.
Llevo actualmente la certeza de que un dios único no podría caber en ningún
templo y en ningún libro.
También la certeza de que una multitud de dioses no
valdría más que una aburrida conferencia en la ONU. Lo único que me parece divino es la vida, no precisamente la mía o la de
alguien en específico, la vida solamente, este accidente extrañísimo de la
materia. También considero sagrado todo lo que produce asombro: la atracción
lunar, la presencia de los caracoles en un jardín y, especialmente, el júbilo
de las neuronas al entrechocar.
En un poema hermoso, Alberto Caeiro dice: “Mas si Dios es las flores y los
árboles / y los montes y el sol y la luz lunar”, creo que es hermoso porque
hace ver en las flores y en los árboles, en los montes, en el sol y en la luz
lunar: el rostro de dios. Porque dios no tiene cuerpo ni imagen precisa, solo un
rostro, lo cual ya indica que es humano. Por esa misma razón no hay que
matarlo, o hay que resucitarlo, o ver en el rostro de todo cuanto existe el
rostro de dios.
Sin embargo, aunque todo sea sagrado, la civilización en su crecimiento
explota a las vacas y golpea más de lo debido a la tierra y a los mares, como
si Dios nos hubiera escriturado el mundo y nada fuera sagrado, salvo un templo
o un libro. Ese dios que allí anida, sobra decirlo, nunca ha existido. El único
dios es el asombro que causa lo que sí existe.
E a minha vida é toda uma oração e uma missa,
E uma comunhão com os olhos e pelos ouvidos.
E a minha vida é toda uma oração e uma missa,
E uma comunhão com os olhos e pelos ouvidos.
1 comentario:
Y si Dios cantara entre las nubes
cuán dichoso sea el afortunado
que entre truenos por las noches
oya la oración.
No hay que revivirlo, lo muerto, muerto está. ¿Acaso no son los ecos de la sinfonía universal el más sagrado misterio iluminado y por siempre inmortal?... Poseemos un corazón. Eso es todo.
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