22 nov 2007

Un rostro (primera de dos partes)

Nació en marzo a mediados de los años treinta. Lo hizo en una casa amplia. Aunque para los ojos de los niños casi todas las casas son amplias. Estoy seguro de que si Adán pensó que el jardín del edén era paradisíaco fue porque él era sólo un niño. Los niños son capaces de vivir en vecindades a punto de derrumbarse, mal comiendo, sin zapatos y, pese a ello, sonreír mucho, platicar con insectos y cantar decorosamente. Si los revolucionarios solamente convivieran con niños pobres jamás se les ocurriría que hace falta una revolución. El deseo de justicia social no puede provenir de otro motivo que no sea el de sacarle las tripas a un prepotente rico, nuevo o viejo, lleno de soberbia. Bastaría que todos los ricos fueran humildes para que el verdadero fin de la historia comenzara.
Cuánto divago. Decía que en marzo solía recibir regalos. Aunque quizá los recibía en junio. Porque en el México viejo se celebraban más los santos que los cumpleaños. ¿En la ciudad de México actual quién se acuerda de que se tiene un santo?
Él pudo haber celebrado en varios días porque hay varios san Antonio, pero a él le gustaba el de junio. No sé por qué. Me lo imagino muy emocionado con una pelota de beisbol, corriendo a la calle a encontrarse con su pandilla, como él decía. Un montón de chamacos salidos de una novela de Agustín Yañez que disfrutaban de placeres extrañísimos a los ojos de nuestros cibermaniacos-niños-posmo: como los encantados, policías y ladrones, doña Blanca. También canicas, balero, trompo. Y por supuesto, beisbol y futbol, en ese orden, porque el deporte principal allá en Aguascalientes era la pelota caliente.
Ellos ni siquiera sabían de las batallas en el desierto. Mas, él debió imaginarse unas aventuras asombrosas, cuando un locutor mencionaba al escuadrón 201, aquellos mexicanos que participaron en la Segunda Guerra Mundial. Me lo imagino con ojos muy abiertos sentado frente al radio. ¿Por qué se sentaba alrededor del radio la gente de antes? Ahora prendemos la televisión como si fuera nuestra obligación diaria y nos ponemos a hacer otras cosas mientras oímos, como música de fondo, la estúpida palabrería de algún programa, y si acaso prestamos atención será durante los comerciales.
También me imagino a su madre, una joven que aún no cumplía los veinte años, delgada y con una fina mirada de ojos negros. Y a su padre, hombre serio, con bigote y lentes obscuros. También a una hermana mayor con la que apenas jugaba. Pero sí discutían y peleaban como buenos hermanos. Ella era seguidora de los Tigres y él de los Diablos, ella apoyaba al Club España y él al Club América.
Pasó sus primeros años, como todos, entre la escuela, los amigos, las anécdotas familiares. Los fines de semana solían ir a las haciendas cercanas, a veces iban a Celaya o a Guadalajara a visitar familiares. En las noches oía relatos de fantasmas y de brujas que lo impresionaban. Era un niño fantasioso, ya que fue educado más por su abuela que por sus padres. Y las abuelas tienden a llenar la cabeza de sus nietos con más quimeras que como lo hacen los padres. Estos ya han tenido tiempo de decepcionarse de ciertas ensoñaciones e, incluso, tiempo de echarle en cara a sus propios padres el hecho de que aquellas imaginaciones, sembradas en la infancia no les ha permitido cosechar sino decepciones. En cambio, las abuelas como vuelven de esas decepciones, se dan cuenta de que es mejor vivir ciertas fantasías, mientras duren, que atolondrarse de realismo, que en el fondo también es un engaño.
La abuela, además, era religiosa. Y lo acostumbró a desmañanar, a levantarse para ir a la misa de cinco. ¿Cómo es posible una misa a tales deshoras? Así cualquiera cree en cualquier cosa. Estoy seguro de que si yo dejara de despertarme después de las diez de la mañana, también dejaría de ser escéptico. Sin modorra resulta muy sencillo desconfiar de cuanto se nos presenta.
Cuando murió su padre. Cuando cambió su vida, él estaba estudiando comercio. También servía de mesero en el restaurante de la familia que devino en deuda gigantesca. Su padre se había sentido capaz de volverse un empresario. Creyó que un restaurante al lado de la estación de trenes sería un gran éxito. En aquella década, los trenes de pasajeros, aún iban por las vías como aguinaldos de jugueterías. ¡Qué verso aquel de López Velarde tan puntual! Perdón por el extravío. ¿Pero por qué yo no podría extraviarme y hacer un ensayo joyceano? ¿Acaso sólo los novelistas y poetas tienen derecho a experimentar?
Efectivamente, el restaurante se llenó de gente. Un montón de platos y ruido. Y vales, porque los maquinistas pedían fiado y nunca pagaban. Así que pronto aparecieron los números rojos. Quebró el lugar y el frustrado empresario sin fuerza para empezar de cero otra vez, tomó una botella, se la acabó y le encargó a su hijo otra más y luego otra. La última botella llegó inesperadamente. A la edad de Cristo. Otra vez recuerdo a López Velarde. Esa edad que se acongoja tanto. Muerto aquel hombre, mi abuelo, su par de hijos y su viuda emprendieron otra vida, tuvieron que dejar la antigua casa y, no mucho tiempo después, la ciudad.

1 comentario:

Antonio Rangel dijo...

espero escribir la segunda parte algún día...
chale, no puedo accesar...