La jornada electoral que vivimos
el pasado 1 de julio fue descrita como parte de la normalidad democrática,
a pesar de que resultó el equivalente a la cereza de un pastel hecho de
injusticia, por decir lo menos, ya que, aunado a los dados mediáticos cargados
a favor del candidato del PRI, hubo de parte de ese partido un gasto que
sobrepasó el límite legal y, peor aún, se registraron más de tres mil quinientas
irregularidades oficialmente. Estos fueron “incidentes menores” para quienes
celebraron el resultado, pero para los familiares de las personas asesinadas,
sin duda, ese día fue trágico.
Para mí no hay nada más sagrado
que la vida humana, por lo tanto no me permito llamar incidente menor al
crimen. Tampoco me parece justo echar en saco roto los robos de urnas, la
compra de votos, las intimidaciones y otra serie de violaciones al código
electoral.
Comprendo que estas prácticas
son, en un triste sentido, normales, pues son añejas y suelen quedar impunes.
Pero sé que al mencionar el concepto de “normalidad democrática” quieren decir
los analistas que todo quedó en tal jornada listo para ser aceptado sin
reproches. Estoy en total desacuerdo. Me parece, inclusive, un atentado contra
el derecho a la información, una manipulación injustificable del verdadero
significado de las palabras y, en el fondo, la aceptación del cáncer de la
impunidad.
Por todo ello, no se puede reconvenir
la decisión de AMLO a impugnar los resultados. La supuesta normalidad
democrática es atroz. Por otra parte, la democracia, en esencia, es promotora
del cambio, de la revisión y de la corrección de errores. En ese sentido, unas
elecciones democráticas, con base en la legalidad, pueden ser impugnadas. AMLO
está, por ende, como un demócrata pidiendo la revisión y la corrección de los
errores; que no se olvide que las llamadas irregularidades son muchas veces violaciones
graves de la ley.
Considero, además, que López
Obrador ha actuado consciente de su liderazgo, tranquilo pero firme, con
respeto y con una visión que abarca más allá de lo inmediato. Un buen número de
analistas, por sus palabras, se diría que no saben encaramarse al árbol del
largo-plazo, con miopía y astigmatismo no ven las minucias del presente ni el
panorama extenso que podría desarrollarse en los próximos años y aún décadas.
¿Qué hacer con la rabia de
cientos de miles de mexicanos indignados y decepcionados de la vía electoral?
Responder a esta pregunta es la misión del líder. Es fácil criticar al dirigente,
pero no lo es tanto imaginarse en sus zapatos cuando toca caminar por una
bifurcación. ¿En su lugar los críticos estarían dispuestos a que millones de
personas preocupadas por el futuro de México se desolaran y se volvieran
apáticas? ¿Renunciarían a dirigir la protesta social cuando, de no asumir su
liderazgo, otros grupos, en verdad violentos, lo asumirían?
Si a pesar de las tantas
evidencias de suciedad en las pasadas elecciones, en el lugar de AMLO
preferirían retirarse a su casa y dejar en el abandono a una sociedad dispuesta
a la participación política, es porque les gusta el indignante transar. Por
fortuna, el tabasqueño no es un improvisado, conoce sus responsabilidades, no
en vano ha conseguido un apoyo multitudinario, más que cualquier otra figura de
la política mexicana en el último medio siglo.
Cuando alcancemos la verdadera
normalidad democrática, lucha que sigue en pie, tendrá que reconocerse a López
Obrador como el hombre que despertó de la pesadilla del pesimismo al honesto y
luchón pueblo de México.
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