Sucede con algunas palabras lo
que sucede con el agua al tocarla: se nos van sus significados por las distintas comisuras de
los dedos. Así siento la palabra “vergüenza” ahora que la quiero sujetar. Se me
escurre en diversos sentidos. Hasta me avergüenzo un poco de no poder
encerrarla en una definición que sea como un tubito de laboratorio.
Sabemos que a una persona
sin-vergüenza no la debemos invitar a hacer negocios porque esa clase de gente
ya ha derribado el muro de contención que en muchas ocasiones evita que
realicemos fregaderas. Una fregadera es perjuicio alevoso, es empujar una
piedra en el camino de alguien nada más por gusto de ver un tropezón o para sacar provecho; tal es lo que el sinvergüenza suele hacer.
Sin embargo, la vergüenza por sí
misma no es una virtud y habría que llamarla lastre en muchos momentos. Los
tímidos somos los que mejor sabemos del estorbo que representa cargar con ese
bulto a todas partes. De niño a mí me daba vergüenza hablar con extraños, hacerme
oír cuando alguien se me metía en la fila injustamente, incluso pedirle a las
maestras que me dejaran ir al baño. No era miedo, era una culpabilidad
existencial. Me avergonzaba el hecho de estar ahí, de tener la necesidad de
interrumpir, de forzar a los otros a verme. Sé que la gente tímida compartirá
conmigo esta desgracia y sé que no lo dirán por vergüenza.
¿De dónde viene este absurdo
sentimiento de culpa? Sin duda, de la forma en la que nuestros padres
nos empujan a la sociedad, de la falta de ilustración y del pecado original. ¿Por qué
tenían que andar tapando sus vergüenzas Eva y Adán? ¿Por qué no continuaron con
las vergüenzas al aire como los taínos que halló Colón? ¿Si no es de la mirada
de Dios, de qué mirada queremos cubrirnos?
Nuestro cuerpo es la fuente de
muchas de nuestras vergüenzas. Que el cuerpo actúe y reaccione sin órdenes
expresas de nuestra conciencia nos avergüenza. Tampoco es fácil ver un cuerpo
desnudo, pues inclusive los amantes se cubren de la mirada que los ama. Y esa
mirada también se desvía del aroma que le habla desde el cuerpo amado que
camina por ahí cerca. La vergüenza divide el territorio de la intimidad. Es una
frontera de sucesivas murallas. Dejamos entrar a los amigos hasta cierta zona,
a los familiares a otra, a los amores a una más cercana y aún así conservamos una
pared de vergüenza que solo la muerte avasalla.
Pero se me ocurre que la vergüenza
es una falla en el sentido geológico: una línea en la que se quiebra la
personalidad. Si el superyó, el ello y el yo fueran placas tectónicas, los
deseos del ello al separarse del yo crean un borde de sismicidad: la vergüenza,
también entre las normas morales y el yo hay una colisión: se levanta una
cordillera de vergüenza. Hay quien tiene un picacho o una lomita de moral,
otros tienen el Himalaya, es decir, pueden padecer vergüenza incluso de hacer
el bien.
En mi opinión, la vergüenza no es
garantía de bondad ni de maldad, me parece un sentimiento amoral, contrario a
lo que indica la Real Academia Española. Una falla entre el sí y el no de los
deseos y el deber.
La vergüenza es la caída de la
máscara. Porque normalmente usamos una con todos los gestos que quisiéramos demostrar,
con las cualidades que hemos escogido, pero debajo de ella está nuestro
verdadero rostro, no necesariamente más feo que la máscara, sin embargo,
siempre que una mirada nos ve de verdad sentimos esa ráfaga de miedo, culpa y fragilidad, el sismo de la vergüenza.
¿Por qué no estoy a la altura de
mi máscara? ¿Por qué mi limitado yo no es tan poderoso como mi superyó? ¿Por
qué ahora mismo que escribo trastabillo y me regreso a rearmar frases? ¿Por qué
me avergonzaría si este texto quedara con algún errorcillo? ¿Por qué me siento
rodeado de montañas de pautas y de reglas que debo cumplir para no ser la vergüenza del valle en el que vivo?
Casi nunca sé la respuesta de las
múltiples preguntas que de pronto se vuelven volcanes en mi mente. Aún así
tengo la certeza de que si en mi casa hay otra persona, sea quien fuere, por
más borracho que yo esté, voy a cerrar la puerta del baño antes de orinar, en ocasiones estando a solas la cierro para que el Dios en el que no creo, no me vea. Tal
es, me parece, la moraleja de este ensayo: hay que tener tantita vergüenza.
No hay comentarios:
Publicar un comentario