¿Son posibles las tareas
motivantes para los alumnos? Por experiencia sé que sí. Tengo más de diez años
dando clases y he observado emociones de entusiasmo y frustración en los
rostros de quienes escuchan mis clases dependiendo de las tareas que propongo. Acaso,
como me baso en mi experiencia en vez de en alguna teoría pedagógica europea,
fácilmente podrán rechazar mis afirmaciones.
Si aseguro, por otra parte, que
he mejorado como docente gracias a la experiencia, voy a provocar carcajadas, o
al menos, discretas sonrisas entre los teóricos de la pedagogía. Sólo se mejora
la práctica docente cuando se aplican sin cuestionamientos las estrategias
establecidas por un órgano central de planeación didáctica que jamás ha dado
clases.
Lamentablemente los lineamientos
sobre cómo debemos conducirnos los docentes cambian sexenalmente. Entonces en
ciertos momentos se nos podría exigir que no haya tareas y en otro momento que
obligatoriamente las pidamos; que en un momento suprimamos todo contacto no
académico con los estudiantes y que en otro momento los apapachemos para que
logren una catarsis emocional que los haga felices. ¿Qué significa esto? Que
pasamos de una teoría pedagógica a otra y que debemos seguirla porque a pesar
de que la pedagogía no es una ciencia, quien estudia pedagogía adquiere, casi
mágicamente, un poder sobrehumano para planear estrategias didácticas que
teóricamente funcionan.
¿Y si yo quiero apelar a la
experiencia, según mis propios criterios formados con años de clases a diversos
grupos, en distintas materias y niveles, tanto en escuelas públicas como
privadas? Podré hacerlo, me dirán los pedagogos, pero como no voy a citar a
constructivistas, conductistas, cognotivistas ni conectivistas será como
exponer sin conocimiento.
Retomando la pregunta: ¿son
posibles las tareas motivantes para los alumnos? En cierto sentido, es una
pregunta obvia. Por supuesto que hay tareas que dan ganas de hacer. Es
preferible replantearlo: ¿cuáles o cómo son las tareas que motivan? Las que
estimulan la creatividad y el lucimiento personal. A los seres humanos nos
gusta presumir aquello en lo que somos buenos. Nos gusta el reconocimiento, la
valoración, el aplauso. Nos gusta provocar la admiración. Y, por eso, aunque
parezca evidente, quiero hacerlo explícito: los alumnos quieren ser admirados
por sus profesores.
Imaginen a chico o una chica que
sabe sus talentos para escribir, dibujar o resolver misterios, pero se lleva
como tarea a casa realizar una transcripción de Wikipedia o resolver ejercicios
de un libro que trae las respuestas al final. ¿Cómo va a valorarse a sí mismo y
a sentir que vive experiencias académicamente valiosas si sus labores son
mecánicas? Lo peor es que termina por concebir que lo propio de la escolaridad
es cumplir con ciertos trabajos, aunque de ellos no se aprendan ideas. Sin
embargo, de esos trabajos sí se aprende cierta pasividad, cierto adormecimiento
crítico. “No sé para qué me deja copiar esto, pero yo sólo quiero pasar la
materia y por eso lo hago”, dicen los estudiantes.
No es nada extraordinario que
estudiantes que suelen ser incumplidos, si se les motiva adecuadamente resulten
ser mejores estudiantes, más creativos y analíticos, que aquellos que siempre
cumplen aunque no tengan claro para qué hacen las cosas.
¿Y cuál es la motivación
adecuada? Depende de las habilidades innatas de cada quien. A unos les gusta
hacer maquetas, a otros exposiciones, a otros resolver cuestionarios. No hay
una sola cosa que pueda motivar a todos los miembros del grupo. Por eso es
importante diversificar, para que en algún momento, cada uno sienta que ha
podido tener su momento de lucimiento, la posibilidad de mostrar su talento.
Acaso sobra decir que para ello es indispensable una tarea creativa y no
mecánica: ser hábil para trasladar de una página de internet hacia un cuaderno
rápidamente cincuenta datos biográficos de un personaje difícilmente podrá
enorgullecer a alguien.
De esa manera mi experiencia me
ha dicho que las mejores tareas son aquellas que pueden hacer sentir a los
alumnos orgullosos de haberlas cumplido e, incluso, presuntuosos. Uno como
docente debe disfrutar la presunción del estudiante: “mire, qué bien me quedó,
escuche cuántas cosas sé de tal tema”.
Principalmente doy clases de
literatura y mi experiencia me ha convencido de que es preferible tener una
sola tarea a lo largo de los cursos: en clase textos breves, y en casa textos
de largo aliento como las novelas. Hay muchas formas de complementar (videos,
películas, organizadores gráficos, etc.), pero estoy persuadido completamente
que la forma de identificar a alguien que ha aprendido a ser un buen lector, lo
cual para mí es el objetivo de una clase de literatura, es descubrir que
invierte su tiempo y dinero en libros por voluntad propia.
He aquí la clave: si un niño, o
un joven, por voluntad propia busca conocimientos, con total certeza, podemos
afirmar que se ha cumplido el propósito de las tareas escolares: mantener viva
la hoguera de la curiosidad. En cambio, si copia las tareas o cumple con ellas
mecánicamente, irreflexivamente, de forma desmotivada, simplemente para
conseguir un número aprobatorio en una boleta, no sólo se está apagando su
hoguera de curiosidad, se le está invitando a realizar en la vida acciones
carentes de significado y propósito.
En fin, quizá he dicho propuestas
que cualquiera puede pensar por sí mismo, pues me he basado el sentido común,
por lo mismo, ha sostenido ideas poco o nada pedagógicas. Si lo sostengo es
porque confío en que la experiencia es una buena docente; y compartiendo
experiencias, los docentes podemos cumplir mejor nuestra tarea de inculcar valores
asociados a la búsqueda del conocimiento.
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