Me resulta muy agradable caminar por las calles del centro de Coyoacán
cuando se quedan limpias de automóviles y a oscuras. Al salir del teatro el
otro día experimenté la dicha de ignorar la prisa y de dar pasos sin rumbo. Aun
sin pensar en direcciones encontré una silla y un café para permanecer un rato.
En unos pocos minutos había cruzado por Madrid y Viena, por Berlín, Londres
y Bruselas. Ciertamente no me sentía entonces muy lejos de Europa. Para George
Steiner dos elementos muy distintivos del Viejo Continente son la posibilidad
de dar paseos y la de sentarse en un café. En ese sentido, a pesar de su
indudable mexicanidad, Coyoacán es una zona un tanto europea. Lo cual no puede
generalizarse con respecto al resto de la Ciudad de México porque… ¡es tan
grande! Su enormidad tiende a dejar un regusto de irracionalidad. Así como hay números
enteros y racionales, que son los que le dan prestigio de precisión a las
matemáticas; hay números de otras clases, algunos muy extraños, sin ser tan raros
los irracionales aturden un poco, incluso causan espantos a algunas buenas
personas; del mismo modo existen ciudades enteras y racionales, y otras, como
la mía, que está en constante crecimiento y reconstrucción, por lo cual hace
falta clasificarla en el conjunto de las ciudades irracionales. No por esto
deja de tener sus encantos: ciertas colonias, ciertos rincones y quizá la misma
efervescencia de lo incesante es una de sus gracias, porque finalmente eso
modela a quien aquí vive.
Cuando leí La idea de Europa me
entraron deseos de invitarle a Steiner un Jarocho para preguntarle si
consideraba la existencia de Coyoacán en su concepción de mundo --su Weltanschauung--. Porque por principio
no sé si en la llamada Europa del Este, las ciudades y las personas encajan en
esa idea de los cafecitos y los paseos; sí es posible que compartan la extensa
herencia histórica de la cultura helenística y del cristianismo con su sustrato
hebreo; pero yo no sé si esos pueblos eslavos que han creado canciones tan festivas
compartirán el fatalismo y el decadentismo que llega a caracterizar al arte
centroeuropeo. En otras palabras, me dio la impresión de que para Steiner,
quizá el gran humanista del siglo XX, ni la otra Europa ni nuestra América vibran
culturalmente en el mundo.
El humanismo del siglo XXI no debe olvidarse de los otros mundos que hay en
el mundo. Algo de vergüenza debería darnos el poco caso que le prestamos a la
literatura, a la historia y a la cultura en general de los asiáticos, de los
africanos y de esos desconocidos países de Oceanía. Pero si este es un reto
para los nuevos humanistas, la valoración del peso cultural que ha tenido
América Latina en los dos últimos siglos no es desdeñable en lo absoluto.
Ya Hegel nos había jalado la cobija del Espíritu de la Historia, y Marx por
más que puso de cabeza a Hegel no consiguió enderezar la historia de América.
Hay una especie de obstrucción en la mirada, sea idealista o materialista, de
la filosofía europea que no le permite apreciar nuestra América, cuya identidad
es probablemente más ajena a los EUA que a la Europa mediterránea o a la Mitteleuropa.
Los hispanoamericanos podemos pasear por ciudades y pueblos, echarnos un
cafecito, o más al sur un mate (el Sur también existe), conservamos la herencia
de Atenas y Jerusalén en nuestras iglesias barrocas y nuestras facultades de
filosofía y letras; también tenemos un lado fatalista, ahí está el tango y la
música ranchera. Incluso podemos dar cuenta, como propusiera Goethe, de tres
mil años de historia. Dentro de los cuales, además de Atenas y Jerusalén, heredamos
algo de Machu Pichu y de Tenochtitlán. Es insoslayable que además de español y
portugués, varios millones de americanos hablan alguna lengua amerindia.
Podría parecer que exagero al considerar que no se toma en cuenta el
pensamiento latinoamericano en el resto del mundo. ¿No comenzó Foucault citando
a Borges en uno de sus libros capitales? ¿No han sido reconocidos con el Nobel
varios escritores latinoamericanos y no es verdad que otros tantos han sido ampliamente
leídos? ¿No hay embajadores de la cultura iberoamericana por todas partes? Sin
duda. Pero… ¿Qué hay de la gente que un lunes cualquiera platica a media calle con un capuccino en la mano como asumiendo que
la vida es un ritmo pausado que no vale la pena acelerar? Quiero decir que aquí
estamos con un pensamiento propio, herederos también de la cristiandad y
de la Ilustración.
Hace poco, cuando murió Carlos Fuentes, sentí que México había perdido a su
principal embajador cultural. A mi juicio él no era el mejor escritor mexicano,
pero era, por mucho, el más conocido. Viven aún valiosísimos escritores:
Fernando del Paso, Sergio Pitol, Eduardo Lizalde, y otro puñado de muy buenos literatos, pero que no han conseguido un renombre internacional, aunque sus
virtudes literarias sean más notables que las de Fuentes y aunque reflejan la
verdadera vida de México en sus textos.
Sabemos que el turista prefiere un recuerdito folklórico que un producto
cotidiano, por ejemplo: un sombrero de charro en vez de una playera estampada con
un diseño original, sobre todo si ese diseño es universalista, digamos una
imagen que pudiera ser creada sin una huella geográfica específica. Si los seres
humanos de verdad lográramos algún día ser ciudadanos del mundo, el turismo dejaría
de ser un buen negocio.
Hay particularidades entre la gente de cada región, entre una colonia y
otra hay diferencias dignas de ser comentadas, a veces basta cruzar una acera
para observar un mundo distinto. Por eso viajamos. Nuestra América, es la otra
América, ciertamente muy diversa, pero al mismo tiempo aquí participamos del
espíritu universal. Los monstruos y los héroes de las mil caras también han
atravesado nuestras calles.
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