9 sept 2010

Un poquito de filia al amor

Carver sorprendió en los 80’s con un librito de cuentos titulado ¿De qué hablamos cuando hablamos de amor? Obviamente, esa pregunta puede provocar variadísimas respuestas. Pensar en el amor, en cierto sentido, es absurdo: por más que se analice, se clasifique y se defina, el amor es experiencia personal; irreductible al mero dato.

Si alguien esbozara una brevísima bibliografía del amor, sin dificultades, recabaría unos ochocientos libros de un momento a otro. Para mí, el hecho de que la humanidad haya hablado y escrito tanto acerca del amor es la prueba lo difícil del arte de amar. Pero esto también revela, y me parece más importante, que nunca ha habido un acuerdo absoluto de lo que significa el amor. De otro modo, ¿qué sentido tendría seguir hilando discursos en torno a este tema? Yo pienso que si recurrimos con tanta frecuencia a este asunto es porque necesitamos el consuelo que escurren las palabras cuando dan vueltas alrededor de un problema irresoluble.

Yo no quisiera arrojar un granito de arena más en la playa inmensa de las definiciones sobre el amor. Prefiero creer que todos saben lo que significa esta palabra de origen latino y expresarme de un modo más personal a favor de una palabra de origen griego: filia.

Para mí, las filias son los amores civilizados. La filia, a diferencia del amor, no nace de la necesidad ni de las carencias, aunque pueda ser un gusto que crezca al grado de volverse indispensable. En este punto, por supuesto, recuerdo el mito que cuenta Diotima en el Banquete de Platón, según el cual, Eros nació de Penia, es decir, el amor es hijo de la carencia. Doctores en psicología, por más posgrados que acumulan, no consiguen una mejor definición de este embrujo erótico que, como también es hijo de la abundancia, resulta una divinidad-demoniaca de excesos, de extremos y de contrastes. Apuesto a que todos los hombres han sido torturados y bendecidos alguna vez por este demonio; pero la filia tiene otra naturaleza.

Yo necesito comer y no amo comer, en cambio, no necesito libros y amo los libros. Se podría decir que necesito conocimiento, pero no lo necesito, sólo lo busco, así como un niño busca cosas en el mundo sin necesitarlas previamente. Y el entusiasmo que experimenta un niño al descubrir las viejas cosas que habitan bajo el sol, bien podría llamarse amor. Pero tanto el entusiasmo de un niño por las novedades, como el entusiasmo que yo experimento con la riqueza de ciertos libros, no siempre se conoce como amor. Si digo que amo los libros se cree que exagero o que me refiero a un sentimiento muy diferente del que me cimbraría si dijera amo a fulanita de tal.

Por ejemplo, si yo celara a la tal fulanita y le hiciera constantes reproches, le exigiera muestras de cariño a cada rato y le ocultara sistemáticamente pasajes de mi vida por temor a su desprecio; si la besara a veces con furia y otras veces le rogara patéticamente por una limosna de afecto; si la insultara y la elogiara desmedidamente. ¿No se diría que amo a fulanita? Por otra parte, si en vez de atesorar con celo, presto y regalo libros, si los disfruto a pesar de que estén rayados o rotos o arrugados; si no busco aumentar el cúmulo de los que poseo ni les asigno en mis libreros, obsesivamente, un sitio. ¿Se diría que amo los libros?

Aunque algunas personas no creyeran que amo a fulanita y sí a los libros, pienso que la mayoría no sería de tal opinión. De esto parte mi resistencia a entrar en el jueguito de definir el amor. ¿Para qué si de todos modos la gente usará esta palabra como se le dé la gana? La gente lleva las de ganar. La concepción de la mayoría es la que termina imponiéndose en los diccionarios. Y por eso me decanto por el vocablo filia, que como he mencionado, refiere un amor civilizado, sin pasiones ciegas, sin desbordamientos y sin contrastes explosivos. Un amor que es un gusto, un buen gusto, un placer en tierra firme: el otro amor habita el aire.

Yo me he enamorado, ya no sé ni cuántas veces, impulsado por la miseria. He sido generoso entregándome a quien no me solicitaba. Ahora recuerdo a Lacan: “Amar es dar lo que no se tiene a alguien que no lo quiere.” En efecto, el enamorado, como no es dueño de sí, al darse, ofrenda sus carencias.

¿De qué les sirvió mi amor a quienes nunca me lo pidieron? ¿O de qué les sirvió mi amor a quienes me exigieron más del que yo les ofrecía? De nada o de muy poco. De muchos enamoramientos, en ocasiones, lo único rescatable es alguna metáfora. Sé que hoy les tengo un mayor cariño a ciertas mujeres, a las que me resistí a querer del modo incivilizado, idealista y estentóreo; en otras palabras, en vez de acosarlas para que o me demandaran o se acostaran conmigo, las hice mis amigas y, con ello, las he llegado a valorar más y mejor en su especificidad. Sé que Freud diría: Ah, un típico caso de complejo de Edipo. Sin embargo, yo creo que la amistad no es una desviación del impulso erótico ni una sordina para la trompeta ebria del amor, sino un amor más amor, un amor con menos animalidad: sentimiento consecuente de un humano que se ha vuelto más humano. Y para mí quien se ha vuelto más humano es aquel que ha conseguido la humildad: quien tiene los pies sobre la tierra y encuentra placer en la realidad.

La filia es, pues, para mí, un amor humilde y, por humilde, más real y, por ende, más deseable. La filia no es arrebatada, ni ciega ni celosa. La filia es griega: inteligente y sobria. Esto no quiere decir que no haya intensidad, sólo significa que sus intensidades están ligadas a placeres reales y compromisos realistas. Quede claro, por último, que cuando hablo de amor, hablo de filia. Porque amo la filia y le tengo un poquito de filia al amor.

1 comentario:

Anónimo dijo...

La literatura erótica que esperabas:

losrelatosdevance.blogspot.com