Así como, en las sociedades en las que domina el modo de producción capitalista, existe un ejército laboral de reserva, una constelación de desempleados que abaratan los salarios por estar dispuestos a trabajar más horas o a laborar por una paga menor; también, creo yo, existe un ejército de desempleados amorosos, que abaratan los compromisos.
Es muy sencillo imaginarse al capitalista convocando a cien personas cuando necesita cubrir dos vacantes. Los seleccionados no serán necesariamente los mejores. Acaso el objetivo sea que los escogidos sean muy conscientes de los noventaiocho que se quedaron al acecho del puesto y que más de alguno de ellos estaría dispuesto a pedir menos dinero por el mismo trabajo.
Tampoco debe ser difícil imaginarse a una persona acumulando contactos, citas e invitaciones cuando tiene una vacante en el puesto de pareja sentimental. Probablemente algunas personas realicen la inmersión en el mercado amoroso sin mucha conciencia. Pero no me cabe duda de que tal gente a nivel inconsciente se queda pendiente de las leyes de la oferta y la demanda amorosas.
Desde un punto de vista seudo-económico, todos ofrecemos en el ámbito sentimental una mercancía: la capacidad de dar placer; sea éste del tipo que sea. Desde esta perspectiva, quien se relaciona con nosotros nos compra. Lo cual viene a decir, en otras palabras, que nos vendemos al ofrecer nuestra compañía.
Hay palabras y expresiones en el habla mexicana que revelan parte de esta concepción economicista de la vida social. Por ejemplo, se dice “fulanita es cotizada”, lo que quiere decir que es muy exigente para compartir su tiempo con otros. También se dice con frecuencia: “quien no te conozca, que te compre”, con lo cual se identifica el confiar en alguien como un trato de compra-venta. El inconsciente colectivo, que se asoma en estas frases, revela sus preocupaciones económicas.
Pero la compañía que ofrecemos, el placer que generamos en la intercomunicación con los otros, con algunas salvedades, no tiene precio. ¿Cómo así afirmar que nos vendemos? Además el ser humano no puede quedar reducido a ser mera mercancía. Verlas como productos significa cosificar a las personas.
Quien se asuma como producto tendrá por personalidad, muy pronto, una máscara o, por mejor decir, una serie de etiquetas; quedará, por eso mismo, con una fuerte ligazón a la superficialidad: perderá la hondura espiritual que caracteriza al ser humano y lucirá la pose estática de la máscara. Y, para que estas personas se ofrezcan como un producto acabado, han tenido que cercenar previamente su profundidad.
Un humano empeñado en ser más humano no puede venderse a sí mismo. El darse al otro es parte de las necesidades humanas. Desde una perspectiva humanista, el que se entrega a otro, sea en la forma que fuere, no espera un pago, por lo tanto, no se vende: se regala. Y no está de más señalar que quien se entrega también recibe. Sólo que esta retribución, este intercambio, es incalculable, inconmensurable. La economía resulta insuficiente para estudiar las mercancías espirituales que intercambiamos las personas.
Quede claro, pues, que no todos nos vendemos: yo me regalo, y si lo hago es porque soy dueño de mí mismo; éste es el primer requisito para poseer dimensión ética. Sólo quien no es dueño de sí puede venderse. Y alguien deja de ser dueño de sí por preferir la superficialidad de una pose, que la hondura de la inteligencia que concibió tal pose.
Mi percepción es que en nuestra sociedad las personas cada vez tienen más cosas y entre esas tantas cosas que tienen, se tienen a sí mismos como una engañosa posesión más, una imagen rígida, que cotiza en una peculiar bolsa de valores: el mercado de la popularidad. Para aumentar su valor allí, buscan atesorar un cúmulo de contactos, citas e invitaciones. No para darse a los demás, sino para aumentar su avalúo como cosa social.
Esto me parece más claro al enfocar las relaciones amorosas. Quien esté infectado con la mentalidad capitalista en sus relaciones personales, ya sea consciente o inconscientemente, buscará ventajas, al modo del vendedor, en ellas. De entre las muchas tácticas para obtener ventajas, el ejército de desempleados amorosos de reserva es una práctica, según yo, muy frecuente. Consiste en mantener contacto, coqueteos y vínculos con una persona a la que por el momento, y quizá nunca, no se le quiere tener como pareja.
Tal vez todos tenemos nuestro ejército amoroso de reserva, quizá sea parte de la naturaleza polígama del hombre. Por ello, yo me resisto al rol del censor. Esto sucede así y punto. Pero lo interesante es que estas prácticas, las tácticas y las estrategias del arte de hacerse amar provocan una separación entre los despreciados y los despreciadores, entre quienes acumulan capital humano (el ejército de reserva) y quienes viven desempleados en lo amoroso. Lo peor es que estas clases divergentes están en pugna y siempre lo estarán.
Siento que he dicho obviedades y que una obviedad más es la de señalar la injusticia insuperable en las relaciones amorosas. Sin embargo, creo que pocas personas asumen cotidianamente las conclusiones que se desprenden de esto. Si hay una lucha perenne, entonces, nadie puede ser feliz. Y si esta lucha no es cultural, sino natural, entonces, se trata de una lucha irremediable.
En mi opinión, el ser humano actuó injustamente al inventar el concepto de justicia: puso la mira demasiado alta, imposible de alcanzar. La justicia nos trajo la sensación de culpabilidad porque no podemos hacer un mundo justo.
Mi conclusión, por tanto, es que debemos tirar la basura con una sonrisa en la cara.
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