15 mar 2009

Entusiasmo y desidia (segunda parte)

--Es que Jon está muy enfermo y me preocupa. Toda su familia está en Guadalajara, el pobre se siente muy solo, y para colmo está muy enfermo, por eso lo visité para darle ánimos, y llevarle un poco de sopa.
--Tú no sabes hacer sopa.
--No, pero debajo de su hotel preparan sopas Maruchan y le compré una. Le sientan muy bien.
--¿De qué está enfermo?
--Leucemia.
--¿Cómo crees? ¿Y así sale a la calle todo el día?
--No, no sale, se queda en cama.
--Pero tú me habías dicho…
--Bueno, es que Duerme todo el día y no quiero molestarlo a esta hora, en cambio, en la noche no puede dormir porque le da miedo la oscuridad, siente que si cierra los ojos no los podrá abrir de nuevo.
--¿Y por qué no está en Guadalajara con su familia o en un hospital? ¿Cómo puede estar aquí sin que nadie lo cuide? Hay que ir a verlo y le llevamos algo más nutritivo que esa sopa, que seguramente le hizo daño, sólo a ti se te ocurre.
--Es que el sabe que va a morir, y no quiere que su familia sufra, en el hospital que estaba no le dieron esperanzas.
Quién sabe cuántas incoherencias más hubiera dicho si en ese momento no sale Natalia y me saluda.
--Hola, ya me iba, pensé que llegarías más temprano.
--Hola, yo también pensé en llegar antes, pero se me olvidaron las llaves.
--¿Dónde?
¿Por qué tenía que preguntar dónde? ¿Acaso los que olvidan saben dónde olvidan? No hice caso a su pregunta y le presenté a Daniela. Después de un silencio incómodo yo estuve a punto de confesar la verdad de aquella farsa.
--Pues ten tus llaves, a ver si otro día nos vemos.
Yo sonreí viendo alejarse a Natalia y creí que todo estaba arreglado. Pero Daniela ya no quería entrar.
--¿Por qué le diste llaves de tu casa?
Aunque hubiera deseado decir la verdad en ese momento, la verdad es que ya no sabía.
--Yo no se las di… fue Jonathan. Ella también va a verlo. Somos sus dos únicos amigos.
Me voy, no te creo nada, dijo sin moverse de donde estaba. Y yo intenté durante media hora de convencerla de que entrara, le tomé las manos, le acaricié el cabello y estaba a punto de besarla cuando mi casera casi nos gritó: buenas tardes. Luego, Daniela se fue todavía triste y enojada.
La enseñanza estaba clara, me había equivocado, pero no merecía lo que vino después. Me habían advertido cosas que yo no quería creer acerca de usted, me dijo. Y no sé cómo saltó de ahí a un sermón sobre las ventajas de la fidelidad matrimonial. Parece que una vecina chismosa le había hecho una extensa relación de mis costumbres. Tiene la luz prendida hasta la madrugada, hace fiestas todas las semanas, no tira la basura, parece que no trabaja, se emborracha, trae a diversas mujeres a su departamento. Dicho de esta manera se creería que son cosas negativas, pero en realidad yo actuaba de una manera muy discreta, casi ascética.
--A mí no me interesa la vida privada de mis inquilinos a menos que molesten a los demás.
--Claro. –Yo debí haber enumerado lo que me molestaba de los vecinos, pero les prestaba muy poca atención como para tener presentes sus defectos.
--Pero verlo aquí con otra mujer, me ha parecido muy desagradable. ¿Dónde está su esposa?
--Se ha ido con sus padres.
--¿Se divorciaron?
--No, simplemente nos quisimos dar un espacio, tal vez fue muy precipitado el vivir juntos, pero nos amamos.
--¿Y esta mujer? --¿Por qué no la mandaba al carajo y le decía que no me estuviera chingando? No sé, me sentía obligado a dar explicaciones.
--En realidad es una amiga de Natalia, le estaba pidiendo que me ayudara a convencerla de que vuelva a casa, que no sé vivir sin ella, que por eso no concilio el sueño y me ha dado por tomar, a mí que eso nunca me había gustado.
--¿Pero ha hecho fiestas, o no?
--Sí, me lo recomendó mi médico.
--¿Cómo?
--Para que pueda salir de mi depresión, me recetó escuchar música a alto volumen y rodearme de mis amigos, gente que yo sepa que me valora, porque siento en general que a nadie le intereso.
--Usted se está equivocando, lo que debe hacer es portarse bien, procurarla, comportarse como un hombre maduro, lo contrario de lo que está haciendo, aléjese de sus amigos que lo incitan a los vicios y no pida que nadie resuelva sus problemas, sea usted mismo el que dé la cara.
Le di la razón, pero la vieja no se ablandó. Dijo que si no me reconciliaba con mi esposa, tendría que pedirme el departamento. ¡Pero eso no está en el contrato! Hubiera exclamado de tener fuerza, pero seguía en mi papel de deprimido. ¿Qué clase de casera se interesaba más por la moral que por el dinero?
A la madrugada siguiente ya no recordaba por qué había mentido como lo hice y estaba escuchando Metallica a todo volumen. En eso me asustó el ruido del timbre. Daniela estaba con una maleta dispuesta a mudarse conmigo o recibir una despedida terminante. Yo sólo le dije: pásale y abrí un par de cervezas. Ella insistía en saber si yo la quería. A mí eso me parecía una obviedad.
--Puedes quedarte por un tiempo.
--¿Sólo por un tiempo?
--Es como decir el tiempo que quieras, yo no soy bueno midiendo el tiempo. –Dije y encendí un cigarro.
--No fumes tanto.
Creo que fueron días felices. Es bueno comer sobre la mesa y tres veces al día. Es bueno ver una cocina limpia y sentir el calor de una piel suave en las noches en las que se va la luz y sólo se oye el cansancio de las últimas gotas de lluvia persistiendo en su caída.
Un día mientras decidíamos si vestirnos para comer unos hot cakes o continuar disfrutando las caricias en ayunas, tocaron la puerta. Daniela con un short mío y mi sudadera fue a la mirilla y como no identificó a la dueña ni le resultó sospechosa le abrió para preguntarle, incluso sonriendo, si le podía ayudar. Dijo que no sólo quería la renta si no hablar conmigo. Como si no fuera suficiente molestia el cobrar la renta. Yo sin short ni sudadera ni ganas de usar pantalones, salí con las pantaletas negras de Daniela. Estoy de acuerdo que no era la mejor presentación, pero fue una sobrerreacción la que tuvo la señora Montes.
No sólo me pidió desalojar el departamento, sino que comenzó a exasperarse y criticar mi modo de vivir y mi adulterio. Para colmo, Daniela se sintió ofendida y con ese afán suyo de arreglar las cosas se puso a discutir.
Para decir la verdad también hace falta entusiasmo. Eso fue lo que comprendí aquella mañana. Si uno no se entusiasma con la realidad que vive, no puede tener fuerza para proclamarla y da igual decir una cosa que otra. Sin embargo, no estoy del todo seguro que haya sido por entusiasmo que dije la verdad.
--No creo en el maldito matrimonio. Nunca he estado casado ni creo que lo esté alguna vez. Si los vecinos me critican es porque su vida no es lo suficientemente interesante o digna de ser vivida y entonces requieren enfocarse en otras. Si a usted no le es bastante el que yo pague puntualmente me voy a un hotel. Este pinche departamento en última instancia nunca me ha gustado. Y no creo que sea nada inmoral usar pantaletas negras un domingo por la mañana, carajo.
La señora finalmente me perdonó. Aunque yo no sé si tenía algo de qué ser perdonado por ella. Lo mismo Daniela después de un rato de fingirse enojada. Ambas me preguntaron por qué mentí. Por entusiasmo y por desidia, fue mi respuesta. Y de nuevo, me creyeron.

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