13 mar 2008

Las FARC en la UNAM

¡Aquí / se ve / la fuerza del SMÉ!
No sé por qué he comenzado con esta frase ni sé por qué he recordado mis días de asistir a manifestaciones. Quizás estallé la huelga de los electricistas. No me importa quedarme sin luz unas horas. Pienso que realmente vivimos en una caverna platónica. También considero que mi edad ya no es apta para ser prorrevolucionario. En mi cuerpo han envejecido los ideales, las utopías, etc. Voy a morir.
Me sobrevienen dos momentos clave: la invasión a Irak y las elecciones del 2006.
Por supuesto que estaba contra la guerra. Esa infamia dizque preventiva que pisoteaba el derecho internacional, que afianzaba el imperialismo gringo y dejaba ver la debilidad de las otras potencias occidentales frente los yanquis. O miento.
No sé hasta que punto se trata de razones meramente personales. Me hubiera gustado protestar por Vietnam, fumar mota en Woodstock o en Ávandaro por lo menos, pasearme por la primavera de Praga y por el mayo francés, por el 68 mexicano. ¿Por qué? Por idiotez. A veces la vida es aburrida. Entiendo que es un rasgo infantil fantasear con heroísmos.
¿Qué podía hacer yo para que Bush no atacara Irak? Nada. Lo que hice. Un poco de literatura, ir al cine con una amiga a ver Ladrón de orquídeas, besarla después aprovechando la luna llena y decirle que esa pinche luna era el anuncio del comienzo de la guerra.
Quizás no fue así. ¿Quién recuerda el pasado con exactitud? Recuerdo que en la UNAM unos días después cerraron casi todas las Facultades. Fue un miércoles. No tomé mi clase de latín. ¿Hay que leer a Fedro cuando es bombardeada la cuna de Las 1001 noches? Numcuam est fidelis cum potente societas. No, nunca se debe confiar en la nación militarmente más poderosa. ¿Pero había que cerrar la Facultad de Filosofía y Letras? Los diversos grupos políticos estudiantiles decidieron que sí. Yo decidí que debía olvidarme de mi apatía cioranesca por un rato y me uní a uno de esos grupos.
Marxismo-leninismo clásico. Estudiar El Capital, debatir tonterías de la política mexicana, pegar carteles, repartir propaganda, organizar conferencias, asistir a marchas. Ésa era mi triste praxis.
Conocí la vida de los cubículos estudiantiles. La diversidad de militancias: anarcos, zapatistas, proguerrilleros, estalinistas, perredistas, bolivarianos. Carajo, Dios, conocí a un tipo que se llamaba Stalin y era trotskista.
¿Por qué estaba ahí un tipo como yo tan típicamente inclinado a la ideología burguesa y para colmo aficionado a garabatear gazapos poéticos? No sé. Sí sé. Los admiraba. Acaso los admiro aún. Los integrantes de esas catervas son jóvenes inteligentes, que se han esforzado mucho para alcanzar un sitio en la universidad. Provienen en su mayoría de familias de clase baja o media baja. Pasan horas en las bibliotecas, están al tanto de las noticias internacionales, debaten con agudeza y a veces hasta entran a las clases que les corresponden. Pensé que era mejor estar con ellos que con los otros, los que gozan de tranquilidad metafísica mientras el academicismo los castra. Los que creen que saben de poesía chilena sin saber quién fue Pinochet. Los que estudian durante años el Angst en Heidegger. Las que estudian pedagogía sin dolerse por la condición miserable de millones de latinoamericanos. Supongo que en algún rincón de mi mente, reservo unas migajas de conciencia. O reservaba.
Un día conocí a un tipo cuya propaganda versaba sobre las FARC. Es chido, aunque está un poco loquito, me dijo un amigo. Quería viajar a Colombia.
Sí, un loquito. Sostenía que Hugo Chávez era un burgués. Es al único tipo que le he oído afirmar que Chávez es demasiado moderado y que se ha tardado en impulsar los cambios revolucionarios. Era el 2004. También era octubre.
El día dos de ese año y mes, el que no se olvida, fui a mi última marcha. Existía la consigna de no insultar a López Obrador como había ocurrido un año antes. Ya estaba decidido que sería el candidato de la izquierda y se empezaban a formar grupos de apoyo a su candidatura. Como no se había conseguido frenar la reforma liberal a ley de jubilación, se decidió que todos los grupos radicales con tendencias socialistas apoyaran al PRD en las elecciones del 2006. Digo “se decidió” porque no sé quién diablos lo decidió. Y no creo que haga mal nombrando a todo ese enjambre ideológico como “grupos radicales”.
Yo me sentía más a gusto en el 2003 gritando: ¡López Obrador / también es represor! Y tenía sentido porque el dos de octubre de ese año durmieron en la cárcel varios estudiantes.
En fin. Una semana después conocí a Claudia. Con ella comencé a comer en McDonald’s y en Burger King. Tal vez me enamoré. Quién sabe. Sólo sé que al final me sentía como Althusser y como él con su mujer, yo también me sentía dispuesto a asesinarla.
Por cierto, el PT organizó un grupo de estudio por esas fechas para leer El Capital y regalaron un librito de Althusser. Nos dieron dos ejemplares. Fue de las pocas cosas que Claudia no se llevó cuando se fue.
Yo abandoné la universidad por un tiempo. Necesitaba ganar dinero. Di clases para adultos en una escuelita. Allí, al frente, impartiendo lecciones de historia, me decepcioné tanto de la transmisión educativa, como del marxismo y del matrimonio. Por supuesto, también de mí mismo.
¿Cómo ser un buen revolucionario cuando uno se sabe un asesino en potencia? ¿Cómo creer en las utopías cuando odias a quien amas? Odi et amo, escribía Catulo en esas clases de latín a las que falté. ¿Cómo citar a Engels cuando ruegas para que te den cualquier empleo mal pagado? En el 2006 decidí no votar. Supongo que soy muy ordinario.
Cuando volví a la Facultad para mis últimas materias, veía con indiferencia los carteles de apoyo a las FARC o a Fidel o a Hugo Chávez. Pendejadas sin importancia, pensaba. Hoy que han muerto cuatro o diez o quién sabe cuántos compañeros de la UNAM en un santuario de las FARC en Ecuador, pienso que no debí ser tan indiferente. ¿Pero qué podía hacer? Nada. Lo que hice. Comprar café colombiano (mejor que el chiapaneco de los zapatistas), recluirme en las absurdas clases de filología. Sufrir.
Una amiga me preguntó qué opinaba de esto. Nada. Es triste. ¿Qué tal si yo le di la mano a uno de esos muertos? ¿Qué debe hacer el Rector, qué debe el presidente Calderón? Yo qué sé. Yo no sé nada. No me gusta la guerra. Ni creo que mediante la violencia se hayan o se vayan a salvar alguna vez los condenados de la tierra. No me agradan las FARC, sí el café colombiano. Eso y este cigarro que me ayuda a quedarme sin pensamientos.

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