25 jul 2010

Un niño que caminaba despacio

Hubo una vez un niño que caminaba despacio, a él una mañana le ocurrió un extraño suceso: despertó temprano, como era su costumbre, para ir al baño y bañarse, vestirse y desayunar; sin embargo, aquel día modificó sus hábitos porque encontró a una niña y un niño almorzando apresuradamente en la cocina de su casa.

Aunque nunca los había visto, no le parecieron unos completos extraños. Ellos actuaron como si fuera normal el que se sentaran en aquella mesa y utilizaran los platos, los cubiertos y las servilletas que solía usar el niño que caminaba despacio, cuyo nombre era Carlos.

Además de caminar despacio, Carlos solía hablar con lentitud. Primero necesitaba pensar en las palabras que diría para que no le salieran desordenadas sus frases y la gente no lo malentendiera. Por eso se tardó un rato en preguntarles a los niños desconocidos por qué estaban ahí. Cuando al fin lo hizo, el niño le dijo: “porque estamos desayunando, pero ya casi acabé y ya casi me voy”. La niña también habló: “tú también desayuna, también tú ya pronto te tienes que ir”.

Carlos siguió sin comprender la razón, si es que la había, para que aquellos chicos estuvieran sentados en su mesa, pero mientras pensaba en qué nueva pregunta podría formularles, se sentó pausadamente con ellos a desayunar. Carlos no sólo era despacioso en el andar, también en el comer, así que antes de darle dos mordidas a una manzana, el par de niños ya habían terminado sus respectivos desayunos y, muy velozmente, se habían marchado.

Mientras Carlos iba en camino a la escuela pensó que debió haberles preguntado sus nombres. También se hizo preguntas a sí mismo: ¿pudieron haber sido unos nuevos vecinos? ¿Serán familiares lejanos? ¿Habrán sido ladrones especializados en robar desayunos? ¿O eran fantasmas? Incluso pensó si no habría sido él, en realidad, quien se equivocó de casa, ¿qué tal si había desayunado en una mesa ajena?

El niño que caminaba despacio continuó pensando en lo mismo durante las horas de clase y en el recreo. Como a sus compañeros de grupo no les gustaba jugar con él, Carlos podía quedarse sentado en las escaleras meditando a gusto en las preguntas que les haría a los niños extraños si los volvía a encontrar algún otro día. Tal vez aquellos niños desconocidos no se desesperarían tan fácilmente con él cuando actuara con su habitual calma, como se desesperaban sus compañeros. Carlos mientras esto pensaba veía las nubes. Las nubes que con parsimonia se deslizaban y se desgajaban a lo largo del cielo.

Cuando regresó a casa encontró nuevamente a la niña desconocida. Ella actuaba como si no hubiera nada extraño. De hecho, ella le preguntó cómo le había ido en la escuela y Carlos nomás pudo decirle que estuvo bien. Comieron juntos y un poco más tarde llegó el niño. Los tres se sentaron a ver la televisión y parecía que tales cosas fueran costumbres, hábitos, rutinas.

El niño que caminaba despacio finalmente no resistió más y les preguntó sus nombres a los desconocidos.

--Yo no los conozco, me parece muy raro que estén aquí en mi casa, quiero saber quiénes son ustedes.

--Yo me llamo Mariana.

--Y yo Pablo.

--¿Pero por qué están aquí?

--Yo estoy aquí sentada porque me siento cansada, quiero distraerme viendo la tele.

--Yo también quiero relajarme un poco y este sillón es bastante cómodo.

--Sí, pero ¿por qué no están en sus propias casas descansando y viendo la tele?

--No sabía que te molestaba mi presencia. Me iré entonces. Adiós.

--Discúlpanos, Carlos, creímos que te agradaría estar con nosotros. Adiós.

El niño que caminaba despacio y que también hablaba despacio lamentó mucho en ese momento no poder hablar más rápido para aclararles a los niños desconocidos que no le molestaba que lo acompañaran, que, al contrario, le parecía agradable estar con ellos y que, por lo mismo, prefería que se quedaran. Pero se fueron. Y así como llegaron una mañana sin causa aparente, nunca más volvieron a aparecer.

23 jul 2010

Himno a la impaciencia

Jaime Augusto Shelley es un hombre que yo admiro. ¿Será también un poeta que yo admiro? Ya no estoy tan seguro de la respuesta, pero me parece significativo que el verso suyo que más aprecio sea el único que en alguna tarde me explicó: “insurgencias de olores y de metal que no dejan seguir”.

Así como hay versos que no se pueden entender sin el resto del poema, hay poemas y, más aún, hay historias que no se comprenden sin un extenso contexto: por aquel tiempo yo estaba arrebatado de impaciencia y, como buen impaciente, no me daba cuenta. Escribí un poema malo (que actualmente por fortuna alimenta la fogata de la nada) y se lo entregué a Shelley. Me regañó, no sólo por escribir mal, sino por impaciente. ¿A dónde quería llegar escupiendo elogios a los besos? “No llegamos con los besos y caricias a ninguna parte”.

Ahora lo entiendo, sin embargo, en mi impaciencia besaba a una mujer y creía que ambos nos dirigíamos a un mismo lugar. ¿A qué sitio, además del panteón, uno puede encaminarse? Al manicomio por supuesto. No puede caber duda de que la impaciencia es una forma de locura. Por impacientes perdimos el Paraíso, dice Kafka, agrega que por indolentes no volvemos a él, pero yo me resisto a creerle; qué tal si no es indolencia, sino prudencia. Aún conociendo la dirección exacta del Edén, yo no me atrevería a volver. Me pareció aterradora desde niño la idea de la eternidad. Los días sin fin, la vida sin fin, me angustiaban a tal grado que debía pronunciar decenas de palabras para sacar de mi mente esa idea y continuar existiendo sin miedo a ser eterno. Supongo que no a muchos niños de seis años les pasa lo mismo. Hoy en día tengo una arraigada fe en que cuando se pudra mi última célula, mi alma estará en el mismo lugar que aquel mal poema ya borrado.

Shelley me dijo que yo escribía como ejidatario. ¿Cómo carajos escriben los ejidatarios? Supongo que peor que los bucólicos. La impaciencia para escribir me llevaba a repetir fórmulas gastadas, lo cual si bien es un error estilístico, es también un error moral. ¿Por qué quería besar todos los días a la misma mujer, que además cada día me era más extraña? ¿Por qué repetir la receta del tempus fugit, cuando al compartir a diario la cama con una extraña se comprende la pesadez del tiempo?

Shelley suponía, seguramente, que la respuesta estaba en mi impaciencia. Y un hombre que se ha divorciado varias veces tiene derecho a sermonear sobre la impaciencia. Me explicó que tuvo una novia, ciudad adentro quizá, y para verla viajaba por toda la avenida de los Insurgentes, desde Ciudad Universitaria hasta casa del infierno, igual que yo hacía en esos tiempos, y todo para unos cuantos besos, todo para ir parcelando rabias. El punto es que la poesía consiste en no llamarle a Insurgentes, Insurgentes, ni garrapatear palabras como “tráfico” y “contaminación”, sino escribir, por ejemplo: “insurgencias de olores y de metal”.

He aquí el poema de Shelley, que bien mirado, sí coincide con aquello que viví hace unos pocos años, pero que ya parecen muchos:

Nos hemos agredido con toda la prisa y el miedo

de los cementerios

desfundamos la orfandad de los sentidos,

pero no llegamos con los besos y caricias

a ninguna parte,

porque para llegar aquí

hemos tenido que cruzar

aledaños de cólera,

insurgencias de olores y metal que no dejan seguir,

ser como uno quisiera,

sin otra cicatriz que no sea la del amor.



Y creo que tengo derecho a una paráfrasis, aunque sea impaciente y escriba como ejidatario:



Fuimos arrollados por temblores de carnes oscuras

y calientes sangres

dejamos en la intemperie las caricias

sin alcanzar las profecías de las voces

que se fermentaron

a lo ancho del ruido y la rabia

que cruzábamos forzados

ceñidos de saña

como obreros o pastores rompiendo arbolillos

somos los otros que fuimos

los de cicatrices empolvadas

y ninguna de amor.

26 jun 2010

Las dichosas derrotas

Sólo los que se sienten inferiores, necesitan constantes triunfos. ¿Cuál es el sentido de ser un ganador? Ganar para demostrar que uno vale o ganar para ser digno de amor, ambas, me parecen estupideces y tristes muestras de un complejo de inferioridad. Cualquier persona vale y cualquier persona es digna de amor. ¿Qué ganas de ganar?

Escribo esto en relación con el complejo de inferioridad del mexicano, viejo tema, que aún zumba de vez en cuando. Conozco a personas que sin haber leído nunca a Samuel Ramos, creen a pie juntillas la tesis del dicho complejo. Lo cual a mí me tendría sin cuidado a no ser porque la culpabilidad tiene una tendencia expansiva, es decir, a quienes se sienten culpables les gusta involucrar a los demás.

La idea de Ramos era que la ambición desmedida, la ansiedad de poder y otras miserias son explicables en el mexicano como derivados del complejo de inferioridad. Algo muy sensato, sencillo y claro. Ahora bien, alguien que concluyera que el mexicano es inferior por el complejo de inferioridad, no estaría siendo sensato, sino demostrando que él tiene tal complejo. Esto es lo que pasa con la mayoría de los mexicanos supuestamente críticos. Como sabía Ramos, el sentirse inferior no se demuestra tirándose al piso, sino por el contrario, anhelando más de lo factible, deseando destacar en exceso y, también, menospreciando a los otros.

El mexicano acomplejado no es, como creerían algunos, el que posee pocas expectativas y se conforma fácilmente, sino el que ambiciona mucho y muchas vanaglorias: que su madre lo felicite, que le den un diploma, que le aplaudan en televisión, que su nombre se escriba con oro en el Congreso de la Unión o alguna futilidad semejante.

Como dije antes, si alguien quiere soñar con blasones imposibles, que sueñe, pero que no culpe al resto de los mexicanos por no estar a la altura de sus ensoñaciones, especialmente, que no me culpe a mí, que me siento satisfecho con mis amigos, mi familia, y el ocio que por ahora me acompaña.

Otro detalle. Un insulto típico de los gringos es el de mentarse “loosers” unos a otros. Claramente eso es un signo del complejo de inferioridad, me parecería difícil hallar a otro pueblo en el que fuera más notorio tal complejo. En mi opinión, sólo a una jauría de mezquinos se le podría ocurrir que “perdedor” sea un insulto. Quienes esperan ganar en todo también esperan que quienes los rodean pierdan, en otras palabras, buscan el bien para ellos mismos y el mal para el resto: quienes consideran que la vida es competencia actúan motivados por la injusticia.

Quizá sobre decir que el liberalismo anglosajón justifica estos sentimientos de inferioridad, de egoísmo y de mezquindad. Bajo los principios del liberalismo resulta imposible la democracia, ya que ésta requiere la solidaridad, la fraternidad, la igualdad, valores que la mentalidad competitiva destruye.

Podría decir más, si el mexicano ha sido visto como un ser aquejado del complejo de inferioridad, sin duda, se debe a la influencia de los Estados Unidos, país acerbo, que en más de una ocasión ha puesto al mundo en peligro, país de ganadores, es decir, de seres moralmente despreciables, de aquellos que consideran necesario pisotear al vecino para conseguir sus metas.

No es casual que en Japón y Estados Unidos, países en los que se impulsa la competitividad, exista la pena de muerte. Si otras naciones la han prescrito es porque se respeta la vida, se valora como el bien primordial. Asesinar legalmente implica desprecio por la vida humana. ¿Y cómo no van a despreciar la vida si creen que para que un ser humano valga debe ser un ganador? La competitividad, pues, implica desprecio por la vida y, además, un complejo de inferioridad. Si no se sintieran inferiores no anhelarían triunfar con tanto entusiasmo como lo hacen. La razón de querer ganar es la de alcanzar algo de lo que se carece, es como si por lo regular no pudieran sentirse satisfechos con la vida tal como se les presenta. A quien aprecia la vida no le hace falta competir para sentirse contento de estar en el mundo. Pero si se menosprecia la existencia, se crean sociedades competitivas hasta el extremo como la de los gringos y la de los japoneses, en las cuales a quienes no están a la altura de la competencia se les relega, se les elimina, o lo que es más triste, se les induce al suicidio.

Todos los que no saben apreciar la vida seguramente se sienten culpables, ¿culpables de qué? De vivir y de tener al alcance de la mano un racimo de dicha. Pareciera que necesitan un reconocimiento para calmar esa culpabilidad, que se vuelve una boca insaciable, pero más culpables se deberían de sentir por cada muchacho que se suicida sintiendo que defraudaba las altas expectativas que otros forjaron para él. ¿Alguna vez se darán cuenta de que el ser humano no vale por sus triunfos sino porque existe?

Por último, no creo que esté de más señalar que al mexicano aquejado del mal de la inferioridad es fácil distinguirlo cuando opina acerca de la selección nacional de futbol. Los acomplejados son los primeros que critican el desempeño de los jugadores. Si gana México creen que fue suerte, y si pierde, creen que se debe a que ellos mismos no son los encargados de dirigir, de jugar y de todo lo demás. En fin, que piensan que México no los merece. El resultado de la selección en su próximo partido no me parece relevante, aunque honestamente prefiero que pierda, no vaya a ser que si consiguiera una victoria, aumentara el número de mexicanos competitivos.

8 jun 2010

Tardía

Llegaste tarde a la noche
que debió ser de verano
en la que oí
encarnado y sonriente
tu distante nombre.
De seguro se deshojaban por entonces
los árboles
y los árboles para mí tenían
un rostro menos impreciso
que el tuyo.

Llegué tarde a la mañana
que debió ser también de verano
En la que vi
tras tu nombre, tras tu cuerpo
tu estilo de dulces
estratagemas y emboscadas
los árboles por entonces
para mí florecían perversiones
claras improntas de los frutos
rancios del estío.

También una noche a la noche
casi juntos llegamos tarde
a un beso liminal, remiso, nada incauto
ramalazos extraños te daban
por entonces los árboles
y confundías mi rostro con otros tantos
tantas tardanzas nos extraviaban
no encontramos cama ni techo
por las prisas y los retrasos
un día que las sombras eran calles.

Si hoy llegas tarde
¿se hará temprano con tu risa?
¿o al recoger pronto tus palabras
para no demorar tu silencio
segarás el verano?
Si callas
me inhumarías tu nombre
si lo cercenas de mi boca
se quebrarán los árboles tempranos
y como herencia me sembrarías
lo tardío.