14 oct 2016

Noche segunda

Cuando una persona tiene miedo se vuelve más impredecible. Andrea estaba realmente asustada después de que intentara responder una simple pregunta de uno de sus amigos y sintiera que su voz se había esfumado.
--Andrea, ¿tienes o no tienes una pluma que me prestes?
Andrea giró con lentitud su cabeza para negar. Deseaba negar esa sensación de realidad y de pesadilla. No se acercó a nadie durante toda la mañana para que no le hablaran, no quería moverse de su lugar como si estuviera apestada. ¿Por qué no poder hablar le hacía sentirse sucia o despreciable? Sin despedirse de nadie, cuando llegó la hora de la salida, arrancó lo más rápido que pudo: odiaba la idea de que le pidieran explicaciones y que sólo tuviera su rostro parco y triste como respuesta.
Al llegar a su casa, trato de escabullirse directamente a su recámara, pero su madre la interceptó y le pidió que trajera varias cosas de la tienda. No le preguntó cómo le había ido, sólo le pedía cosas y le daba explicaciones.
Mucho rato después, mientras Andrea lavaba los trastes, su madre le dijo:
--Has estado muy callada, ¿estás bien?
Andrea respondió con la cabeza. Su madre siguió viendo unos comerciales en la tele. Fue hasta ese momento que Andrea, quiso aprovechar una ráfaga de cansancio, para irse a su cama y dormir. Sospechaba que en el sueño encontraría la causa de la pérdida de su voz.
--¿Ya acabaste? –Preguntó su madre sin dejar de ver los anuncios televisivos, mientras Andrea cerraba la puerta de su cuarto y se tiraba en la cama. Sintió miedo de cerrar los ojos, pero lo hizo fuertemente y luego despacio fue relajándose, acomodándose a la almohada, al colchón, al aire, al silencio, a la negrura, a la falta de temperatura, a la sensación de flotar, a las letras que volaban, a las flores extrañas que la rodeaban, a la luna púrpura, a los ojos del diablo de las palabras.
--Oye, maldito, ¡devuélveme mi voz!
--Me parece que tú tienes tu voz.
--¡No! Bueno, ahora sí, pero en la vida real no tengo.
--¿Y si esta fuera la vida real?
--No. No me preguntes eso. Obvio que esto es un sueño. ¿O estoy soñando que soy muda? Más bien creo que… bueno, no sé cómo decirlo.
--He ahí el problema. Ni yo ni nadie puede quitarte tu voz. Lo que sucede es que no sabes cómo hablar con tu propia voz.
--Yo sí sabía, no es que hablara mucho, así, tú entiendes, ¿no?, pero, pues, ahora, ya no, y, ¿ves?
--Si recuerdas, yo te advertí que hoy vendrías a pedirme respuestas. Lamentablemente tus preguntas son de un laconismo deplorable. Te invito a que no escatimes palabras en tus planteamientos, abunda, hija mía.
-¿Qué?
-Escucha, yo estoy bien dispuesto para responder tus cuestionamientos, bajo la condición de que preguntes con cabalidad y coherencia.
-No sé si soy coherente, pero ¿por qué no puedo hablar?
-Estás hablando.
-Aquí, pero esto es un sueño. Quiero hablar en mi escuela y en mi casa y en todas partes.
-¿Qué te lo impide?
-No sé.
-Arriesga una hipótesis.
-No, ya dime. Tú sí sabes, yo no sé.
-¿Y qué tal si tú supieras el verdadero motivo para que se haya apagado tu hablar?
-Pues no sé. Creo que lo que yo digo no es importante. Tal vez por eso. No siempre sé lo que la gente quiere oír. Soy de hueva… ¿verdad?
-¿Hoy cuando no pudiste hablar intentaste, acaso, decir lo que tú de verdad querías decir o intentabas decir lo que creías que los demás esperaban que respondieras?
-Pues lo que los demás… o sea que si dijera lo que yo quiero… ¿sí podría hablar? ¿Neta?
-Digamos que debes hablar con tus propias palabras, que por cierta diablura, lo que no podrás pronunciar son palabras de otros.
-¿Y cómo sé cuáles son las mías?
-Buena pregunta. Por lo menos, esta vez no te limitaste a un lacónico “qué”. Las palabras son de dominio público, pertenecen a todos y a la vez a nadie, sin embargo, hay estilos de hablar, ritmos, como decía ayer; ese ritmo propio que responde a tus latidos, las oraciones que se amoldan a tu forma de respirar, las frases que pareciera que salen del alma; esas son tus palabras, aunque otros también las usen. Se trata de tu manera de expresarte.
-Oquey. Espero que funcione… ¿Si no funciona hay algo que pueda hacer para seguir hablando?
-Hay una diablura que yo sólo comparto con mis amigas más entrañables.
-Aja. ¿Cómo?
-Puedes invertir en un banco de palabras, eso siempre da buen rendimiento, por el pequeño sacrificio de oír frecuentemente a un narrador.
-No entendí nada.
-Yo te puedo asignar a algún narrador que te acompañe. Los narradores son agentes de bancos de palabras, con fondos disponibles todo el tiempo.
-¿Puedes explicármelo de manera más simple?
-¡Un narrador, niña! Una voz que dice palabras: describe lugares, cuenta acciones; unos explican, otros informan. La voz estará en tu mente, sólo tú la escucharás. ¿Qué dices, firmas el contrato de una vez?
En ese momento, Andrea vio ante sí un descomunal pergamino que contenía letras pequeñísimas, a simple vista le era imposible leer; para colmo el Diablo de las Palabras lo hacía girar buscando la parte final, en la que sí estaba escrito con una letra de tamaño regular: firma de la protagonista y un cuadrito. El Diablo le explicó que ni siquiera tendría que firmar, que bastaba con que acercara su dedo y él mismo le tomó la mano y la arrastró hacia el cuadro donde de inmediato se dibujó una palomita. Un instante después había desaparecido el pergamino, el Diablo y todo lo onírico.
Andrea se encontraba una vez más en su cama y en su cuarto. Se quedó absorta un minuto mirando su ropero, su escritorio y su tocador. Era como si por primera vez viera aquello y le pareció deprimente no tener ningún cuadro en las paredes, también le disgustó notar que había muy pocos colores y que esos pocos eran oscuros. Esto debe cambiar, dijo.
-¡Ya puedo hablar!
Entonces comenzó a imaginarse cómo personalizaría su habitación.
-¿Tú eres el narrador, verdad?
Andrea decidió buscar un cuaderno y comenzar a dibujar para que lo primero que adornara la pared contigua a su cama fuera un dibujo de su propia mano.
-Oye, esa es buena idea.
Sin darse cuenta, comenzó a pronunciar en voz alta sus pensamientos como si hablara con alguien más, de manera que su madre alcanzó a escucharla y, extrañada, se acercó a la puerta de la recámara de Andrea, pegó el oído y como volvió a oír que hablaba, a pesar de que esa tarde había estado muy callada, preguntó:
--¿Estás bien, hija?
--Órale.
--¿Estás bien?
--Sí, ma, estoy leyendo en voz alta.
Andrea, luego de mentirle a su madre, miró al techo y dio vueltas en su cuarto como buscando un rostro entre sus cosas, sonrió y, al mismo tiempo, sintió ganas de llorar. Se vio al espejo, se acomodó el cabello y corrió luego hacia uno de sus cuadernos para dibujar, con trazos muy seguros, su propio cuarto, también se dibujó a sí misma mirándose al espejo y añadió una burbuja de diálogo en la que escribió: ya puedo hablar. Se sintió satisfecha con el resultado del dibujo, así que lo pegó a un costado de su cama y, aunque tenía ganas de continuar dibujando, también un gran oleaje de cansancio crecía en su cuerpo.
--Oleaje de cansancio, me gusta.
Andrea murmuró algo para sí misma mientras se acomodaba para dormir.

-Hasta mañana, narrador.

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