Ayotzinapa, en el mejor de los
méxicos posibles, se volverá una palabra que habrá de evocar tranquilidad y
esperanza. Tales dones es preciso trabajarlos admitiendo la realidad.
Porque podemos negarnos y asegurar
que el presidente y el procurador mienten, los peritos y las fosas mienten, las
cenizas y los huesos mienten. Y están vivos los estudiantes. Pero no. Es triste
ver a los padres mendigando por una esperanza de recobrar a sus hijos. Pero ya
nunca más los verán. Nadie secuestra a 43 personas. Fueron asesinados y no importan
para propósitos de duelo ni para darle un giro político a esta tragedia los
detalles morbosos de este crimen.
Tengamos compasión, no pidamos
imposibles.
Vivos se los llevaron y ya no
podrán regresar ni siquiera como cadáveres.
De nada sirve que haya otro
gobernador, de nada sirve que Peña Nieto renuncie, de nada sirve quemar la
puerta de Palacio Nacional, o bien, sirve todo eso para otros fines: para
redirigir el agua a otros molinos, para que sean encarcelados otros inocentes,
para que otros corruptos tengan oportunidad de medrar de nuestro presupuesto.
Los estudiantes de Ayotzinapa no volverán a las aulas, no levantarán las manos
ni la voz para decirnos su nombre ni para sembrar su tierra con semillas sin
ira y estudio. Ninguno de los secuestrados y asesinados. No se negocia con la
muerte.
Hemos perdido, como miembros de
esta nación, además de cuarenta y tres valiosas vidas, varias ilusiones. La
ilusión de que todos los muertos que celebraba cotidianamente Calderón eran
narcos, la ilusión de que con las reformas que acordaron los dirigentes de los
tres más poderosos partidos políticos México ya era país de progreso y
estabilidad, la ilusión de que los medios de comunicación no son simples
voceros, timoratos, hipócritas, sensacionalistas, despreciables chorreadores de
tinta, fariseos de las tragedias públicas, incapaces de servir a la sociedad.
La ilusión de que los organismos defensores de los derechos humanos sean otra
cosa que testigos pazguatos, la ilusión de que hay artistas capaces de
interesarse en algo más que su espejo, la ilusión de que los anarquistas además
de estupideces podrían realizar alguna acción política alguna vez. Pero queda
en pie la ilusión más grande: la ilusión de que la sociedad en su mayoría está
interesada en lo que ha ocurrido. Mentira, están interesados en sus quehaceres,
su chamba, el transporte, el chisme vecinal y familiar. A la mayor parte de los
mexicanos no les interesa que policías municipales por órdenes de un alcalde
hayan secuestrado y asesinado a decenas de muchachos que protestaban por las condiciones
de pobreza e inseguridad. Y algo peor, la mayoría no se preocupa porque ni
siquiera se ha enterado.
¿Pero los demás cuándo se enterarán que Abarca
no es el único responsable ni tampoco sus policías o los desalmados
narcotraficantes, tampoco Peña Nieto o el infame Calderón o el ególatra de
López Obrador? Claro que ellos son culpables, pero también el resto,
especialmente en este país de la simulación, todos somos culpables y todos
somos víctimas. Por eso mismo debemos ser más compasivos. Debemos comprender
más y odiar menos. Aceptar la realidad.
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