12 feb 2014

La mujer que sí

Una vez que había concluido la lectura del cuento, el profesor hizo una pausa, inhaló aire fuertemente como era su costumbre y colocó su palma derecha bajo el sobaco izquierdo, luego con la otra mano se cubrió los labios. Un poco antes había dejado un libro sobre el escritorio y mirando a sus alumnos había preguntado su típico: ¿y bien?

La mayoría no opinaba nunca sobre las lecturas en clase, los pocos que sí lo hacían pronunciaban dos o tres frases y a partir de eso el maestro, que realmente tenía una maestría en Enseñanza de la literatura, disertaba sobre las influencias librescas, la vida del escritor, sus recursos retóricos y sus implicaciones sociohistóricas. Como es de imaginarse algunos hacían dibujos en sus cuadernos, otros miraban el reloj, incluso había quienes realizaban mientras tanto tareas de geometría analítica o química.

Está divertido, dijo alguien, No sé por qué no regresó ese hombre, dijo otro. Con eso era suficiente para el profesor. Estiró sus dedos lentamente y arrancó: sí, en una primera instancia podemos apreciar que la retórica en este caso está al servicio de la diversión, pero ello implica la utilización de dos registros, por una parte el romántico-sublime y por otra parte el realista-ridículo… Los alumnos que habían opinado entendieron que no serían requeridos para continuar la discusión, así que cada cual se dispuso a distraerse el resto de la hora como mejor pudiera. Sin embargo, una mujer al detenerse en el umbral del salón detuvo la disertación del maestro, que se disculpó, suspendió la clase y se fue con aquella mujer.

A algunos de los alumnos interesados en la pareja no les pareció que se tratara de su esposa. Los tacones no eran elegantes. Usa demasiado perfume. Además no la saludó de beso. Pero le pasó el brazo por la espalda cuando ya iban a treinta metros de distancia del aula. Después, abandonaron sus especulaciones.
La mujer de ayer, dijo el profesor en la siguiente clase, algo encorvado y sin levantarse de su silla, es muy distinta a la del cuento que leímos. Algunos rieron ligeramente. He perdido la cuenta de todas las veces que he rechazado a esa mujer y finalmente… bueno, no quiero aburrirlos contándoles esto.

Un par de chicas que se sientan al frente le insistieron para que continuara. Los que más se aburrían en clase apenas si notaron entonces que había una gran diferencia con respecto a lo acostumbrado.

Me la encontré fuera de la escuela un día. Me saludó como si me conociera. Pronto averigüé que no nos habíamos visto anteriormente, que no teníamos ningún amigo en común y que de hecho tampoco teníamos intereses en común. Sin embargo, ya estábamos tomando un café juntos.

Ella no trabajaba, vive gracias a que renta una parte de la casa que heredó. Tampoco tiene estudios, pues desde los trece años pensó que la escuela no era lo suyo. Odia el cine, vota por el PRI y, lo más intolerable --tal expresión usó el profesor--, permitió que su café se enfriara sin apenas probarlo. ¿Para qué había aceptado ir a un café si el café no le gustaba? Preguntó a sus alumnos, que semejaban un volcán de curiosidad inactivo.

--Usted era el que le gustaba, profe.

La llevé a su casa y se prologó demasiado la despedida, por tal motivo me puse nervioso. Para que aquello acabara de una vez por todas, ¡yo ya no sabía cómo despedirme! Le había dicho frases típicas: que fue un gusto, que tal vez otro día, que la casualidad ya sabría cuando unirnos de nuevo. Y nada, no se iba, le di un beso, ella sonrió y se fue. La palabra ‘beso’ fue una especie de vapor de agua que comenzó a remover la panza del volcán inactivo del alumnado.

Yo estoy dedicado a los estudios literarios, preparándome para que me acepten en el doctorado, no me gusta perder el tiempo en relaciones intrascendentes. Pero la volví a encontrar en la calle, le dije que iba rumbo a una librería para ver si con eso la espantaba. Falló la táctica y me acompañó sin siquiera preguntarme mi opinión. No pude comprar a gusto. La invité a cenar. Ella no había hecho nada nuevo de su vida. Al parecer la mujer no salía de casa salvo para encontrarse conmigo por casualidad. Era como para tener miedo y lo tuve. Además apenas comió un par de bocados de su cena. Sentí que ya la odiaba.

--¿Y luego? Preguntó una de las chicas de la primera fila porque el profesor calló durante más de cinco segundos como si ya no quisiera continuar.

La invité a mi casa. Agua de origen magmático sacudía las cuarenta cabezas de aquel volcán. Reinició el profesor: en los diez minutos que tardamos en llegar no platicamos de nada. Yo estaba preocupado por la situación en Siria, con ganas de leer cierta antología de filosofía latinoamericana y esta mujer parecía tan cómoda en aquel silencio. ¿Qué podía hacer? La besé con intenciones de desnudarla.

Dióxido de carbono, sulfuro y helio, todo listo, el volcán recobraba su actividad. Me dijo que era virgen y en verdad lo era. Lo cual fue para mí inconcebible y novedosísimo, pues yo era virgen con las vírgenes.

--Se lo chamaquearon, profe.

--Pero ella se ve incluso mayor que usted.

No pregunten más, tengo pruebas. Sin duda no me engañó, pero incluso creo que hubiera preferido un engaño como ése. Hoy me siento endeudo con los hombres que desvirgaron a las mujeres que he conocido. Trabajos hercúleos.

--Se está poniendo rojo, profe.

Tres o cuatro se estaban riendo de la palabra ‘hercúleos’. El maestro los miró con una ira enana. Volvieron a la compostura. Retomó el hilo: como se imaginarán me sentí obligado a darle mi número, entonces me mandaba demasiados mensajes, me llamaba para simplemente saludar y, lo que más exasperaba, cuando nos volvíamos a ver carecía de novedades y esperaba que yo tomara de nuevo la iniciativa o no sé, ¿qué buscan las mujeres mirándonos en silencio?

Las chicas rieron. Uno de los que nunca participaba se contuvo a punto de decir en voz alta una macuarrada y otro que tampoco solía participar en clase inquirió: ¿y le siguen… digo, se siguen viendo?

Sí. He procurado alejarme pero… Incluso conseguí una novia, sin embargo resultó que esta mujer no es celosa. Así que… a veces nos encontramos, voy a su casa, y siempre tiembla cuando se queda desnuda, y aunque hace gestos muy feos, supongo que disfruta, ¿de qué otro modo se explicaría su necedad u obsesión de verme?

--¿Y ayer por qué llegó a buscarlo?

Miró el reloj, faltaban cinco minutos para terminar la clase. Perdón, dijo como si no hubiera oído la pregunta y de verdad estuviera arrepentido, Lo siento, insistió. La próxima semana leeremos el siguiente cuento de la antología del curso. Disculpen, creo que necesitaba desahogarme. Ya pueden retirarse.

Nadie se movió de su lugar. El volcán había hecho erupción. Miró a su grupo. Bajó apenadamente la mirada. La mujer de ayer está embarazada.


El profesor salió del salón. Visto de espaldas parecía un hombre abatido. En su rostro, sin embargo, llevaba una sonrisa, para sí mismo decía: sí les gusta la literatura.

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