4 feb 2012

Veintidós años


Recordaba vivamente un día de septiembre del 2002 en el que oí por la radio un poema de José Emilio Pacheco que me conmovió, especialmente un verso que decía: “ya tienes para siempre veintidós años”. Ese verso se me quedó grabado quizá porque en aquellos días una amiga, a la que aún aprecio mucho, acababa de cumplir veintidós años. Al menos eso recordaba. Un recuerdo conduce a otro y me acordé de que como regalo de cumpleaños la invité a un concierto de Cranes. Pero la memoria es una tramposa, nos hace fraudes continuamente y es, de hecho, la mejor de las embaucadoras. Gracias a la memoria precisa del internet descubrí que tal concierto se efectuó el 9 de noviembre del 2002. Dos meses después de mis recuerdos. Tal vez fue un ligero error; pero esa fecha me llevó a pensar en otra amiga que ese exacto día dejó de tener veintidós años, y según mi memoria ese día habíamos tomado un café y le había dado el disco One Beat de Sleater Kinney, el cual según Wikipedia había salido a la venta tres meses antes en Estados Unidos. Es evidente que mis recuerdos se ordenaron para parecer más lógicos. No fallaron por un amplio margen; sin embargo, sentí que ese margen de error, por más pequeño que sea, es una pérdida irreparable.

Yo también tenía veintidós años en el 2002. Era cursi, inmaduro y arrebatado. Soberbio, insensato e intranquilo. ¿Cómo era posible que actuara como si no supiera nada de la vida? A veces decía cosas que creía, pero que aún no había vivido. ¿A quién engañaba? De seguro a nadie. Y de seguro ahora mismo no engaño a nadie. Sigo sin madurez, pero mi kilometraje ya me produce achaques.

Decimos un número como si tal número tuviera un significado en sí mismo. Pero realmente, ¿qué significa tener veintidós años? ¿Una piel bonita? ¿Entusiasmo por las fiestas, el alcohol, los conciertos? ¿Entusiasmo por la universidad, los viajes, la independencia? Quizá sobra decir que todo eso es relativo y, en el fondo, casi no significa nada. Hay quienes conocen los vicios desde la niñez, hay quienes jamás pueden hacer conciencia de la anchura del mundo, y quizá haya quienes lograran madurar pronto y pasaron sus épocas juveniles con un paso lento, de ancianos.

A los veintidós yo no había vomitado aún por culpa del alcohol ni había tosido nunca por el tabaco. No sabía distinguir entre cerveza clara y oscura. Mi ignorancia era comparable con la de los políticos. Por aquellos días que he olvidado comencé a estudiar literatura y un profesor de lingüística, luego de preguntarnos la edad, nos previno contra los veintitantos: tengan cuidado porque a esa edad uno se siente muy inteligente, dijo. Un par de años después, encontré al compañero que estaba a mi lado aquel día del brazo de una chica embarazada. ¿Contra eso nos prevenía el profesor? No sé, pero pienso que la inteligencia, posiblemente, es la desconfianza en la propia edad, cualquiera que ésta fuere.


Es muy conocida un verso de Rimbaud contra la inexperiencia: nadie es serio cuando se tienen diecisiete años. Citaré a otro poeta, Gil de Biedma: “Que la vida iba en serio / uno lo empieza a comprender más tarde”. Pero quizá, tal vez nunca comprendemos la seriedad de la vida, comprenderla significaría ser sabio, ¿y quién es sabio en este mundo de locos?

A los diecisiete, a los veintidós y, aún ahora, frisando la edad de Cristo, no soy serio. Desconfío mucho más de mis ilusiones, eso sí. Creo que adoptaré la humildad de usar la frase: si la memoria no me falla. Porque me falla mucho y me hace perder un montón de pequeñeces que he amado. Aunque por eso mismo sigo con ganas de vivir y de disfrutar las minucias.

Independientemente de mis palabras desordenadas, existe una sociedad que asigna ciertos roles a cada edad. No es una asignación injusta necesariamente, pero no la debemos considerar perfectamente eficaz. Actuamos con los niños condescendientemente, se les trata como si fueran tontos. Con ellos nos damos el lujo de la ternura y de la fantasía. ¿A quién buscamos complacer a ellos o a nosotros mismos? Pero de pronto crecen, se vuelven capaces de reproducirse y de inmediato se procura lanzarlos fuera del jardín de la irresponsabilidad hacia el este del Edén, que es para más datos un lugar lleno de obligaciones y culpas. Por supuesto, conozco las millones de excepciones. He llegado a creer que los niños pobres no tienen infancia, es decir, tienen muy escaso tiempo para disfrutar los juegos. Basta mirar la mirada de los niños que suben a cantar o a vender chicles en el metro. No es una mirada infantil la que lanzan. Su edad ha sido violada. ¿Y qué decir de las niñas con niñas en brazos? Qué extraño resulta pensar que en la historia de la humanidad lo normal fue que las adolescentes parieran hijos. Vivimos ahora procurando retrasar ese momento: nuestra época le pediría a Adán y a Eva que se esperaran un poquito más antes de arrancar el fruto del árbol de la vida, primero obtengan un doctorado en cualquier cosa y mejoren sus puntos en el buró de crédito, ya después de eso comiencen a equivocarse.

No hay prisa por madurar en nuestros días. ¿O así fue siempre? Yo ya desconfío de mis ideas. Ahora está mal visto tener relaciones con una menor de dieciocho años. ¿Y quién dijo que los dieciocho son una frontera precisa y clara y natural entre el bien y el mal? La verdad es que yo me imagino a Eva y a Adán como dos púberos. A cualquier edad uno puede ser irresponsable y responsable. Hace unos meses o no sé cuánto casi crucifican a un cantante por tener sexo con una chica de diecisiete años. Tal vez me juzguen como inmoral pero yo no veía ningún delito. ¿Cómo le hacen para tener tanta fe en la edad? Es una duda verdadera. Pareciera decir la ley que a los diecisiete existe el derecho a ser ingenuo y un año después la ingenuidad se debe llamar estupidez. De un año a otro, peor aún, de un día a otro, la crueldad de un asesino pasa de merecer orientación por unos meses a merecer treinta años de prisión. ¿Qué clase de magia ocurre el día que se cumplen dieciocho años?

Yo no confío en esos números: el kilometraje es mucho más relevante. Caminar y leer mucho, platicar y solitarear mucho, eso hace que avance nuestro kilometraje. El esfuerzo que hacemos por levantarnos de las caídas: no precisamente las caídas y no precisamente el esfuerzo. Eso.

Aquella sentencia de Alain Delón: el hombre tiene la edad de la mujer a la que ama. No me parece verídica. Pero yo todavía ni siquiera entiendo qué es la edad. Los casos de Edith Piaff y Theo Sarapo, así como el de Woody Allen y Soon-Yi, yo podría pensar que reflejan el complejo de Edipo, si no fuera porque pienso que la edad es relativa, un misterio aún, y que de ningún modo el amor podría ser una enfermedad ni siquiera en un mundo en el que el odio pretende ser lo natural. Con esto he vuelto a José Emilio Pacheco. Por eso, finalizo con unos versos del poema “A la que murió en el mar” de JEP que desató estos recuerdos y estas divagaciones:

El tiempo que destruye todas las cosas
ya nada puede contra tu hermosura
muchacha

Ya tienes para siempre veintidós años.

1 comentario:

Loop dijo...

por lo pronto, leí que no ha muerto