26 jul 2011

Seres de deseos


El filósofo más accesible para el público no especializado en filosofía, a mi juicio, es André Comte-Sponville. Accesible no significa que sea superficial ni que diga obviedades, significa que posee un don que pocas personas inteligentes saben administrar: la sencillez. La gente sencilla y a la vez profunda es capaz de hacer despuntar frases, se diría, con un doble brillo. Una de ésas que dijo Sponville, ahora mismo, me está jugueteando en la mente: “Somos seres de deseos y no seres de necesidades”.

Es una frase sumamente optimista y no se trata de un optimismo tonto sino razonado, consciente, que no niega la existencia de las necesidades. Pero ciertamente nuestras necesidades bien poco dicen de lo que somos. Para sobrevivir se requieren apenas unas cuantas cosas: oxígeno, calorías, una temperatura no extrema. Sólo que los humanos no queremos únicamente sobrevivir, ansiamos más: vivir bien, deseamos tener zurcidos los días a los placeres. Lo que nos define como seres humanos es este viento incesante del deseo.

¿Qué deseamos para vivir bien? Un infinito. ¿Podemos traer en la mano, como un cambiecillo, un infinito? Por supuesto que no y por eso nuestras veleidades, somos alegres y desdichados durante la rotación de un mismo día, qué digo un día, basta una hora o un instante para que se arremolinen las risas y después caigan todas dejando una mueca de amargura.

¿Y qué necesitamos para vivir bien? Quizá muy poco. Acaso cada uno tenga necesidades particulares. En mi caso, siento la necesidad de sostener una plática amigable e inteligente cada jornada y, también a diario, necesito un rato de aislamiento. Como dicen los gringos, remedando a los etólogos que estudian changos y otros mamíferos, necesito mi espacio.

Lo que ocurre con las necesidades, a diferencia de los deseos, es que puede uno preguntarse: ¿de verdad lo necesito? ¿No puedo pasarla bien platicando boberías? ¿En serio requiero rehuir de las reuniones que se prolongan indefinidamente? ¿No será que sólo lo deseo porque en otras ocasiones he conocido el placer de las conversaciones y de las soledades? Lo que llamo mis necesidades pueden ser mis costumbres, mis vicios, mis necedades.

Es curioso el parecido en español de “necedad” con “necesidad”. Algo nos quiere decir tal semejanza. La frontera entre necesidad y deseo es muy tenue. Pero parece que lo humano, está en el deseo. Lo humano radica en buscar adornos para que una necesidad pura como la de comer se vuelva sofisticada. La gente ya no necesita solamente calorías y proteínas, sino un plato, una servilleta, un tenedor, y más aún, una ceremonia, palabras mágicas: buen provecho, gracias a Dios, estuvo muy sabroso. Y cambia el sabor de la comida porque cambia el sabor de la necesidad. Somos seres que deseamos tocar al otro aunque con sea con las palabras.

Claro está, aun cuando las extendemos y las abrimos como manos dispuestas al roce y al estrechamiento, no siempre tocamos al otro o tocamos puntos indebidos. Solemos andar en diversas sintonías. A veces se parecen mucho al ruido las pláticas. Eso es un peligro porque hay gente muy sensible al ruido. Desean tanto una vida sin ruido que, al ver esa imposibilidad, comienzan a preferir el silencio. Ya sabemos que el deseo es espada de doble filo: si se aniquilan nuestros deseos, no quedan ganas de vivir.

Tengan la paciencia de leerme tres ejemplos. El de Ayax, es el primero. Con su espada de doble filo se suicidó porque no deseaba vivir sin honor y porque sus deseos de gloria estaban por los suelos salpicados con tripas y sangre de carnero. Nadie necesita la gloria ni el honor, pero Ayax deseaba tanto aquello que al aquilatar la vida sin gloria con la muerte, prefirió llamar al mensajero del infierno. Mi segundo ejemplo es don Quijote, quien, a diferencia de Ayax, no estaba loco, por tanto, cuando atacó un rebaño de ovejas confundiéndolo con enemigos malos, pudo decir al cabo de un rato de vergüenza, que tal era cosa común para los caballeros andantes cuando un mago poderoso protege ejércitos enteros mudándolos en rebaños. Como se ve, la enfermedad mental en el caso de Ayax consiste en no aceptar el descuartizamiento de sus deseos. En cambio, don Quijote sí asume su derrota y, valerosamente, se sobrepone a ella, sale al siguiente día a seguir combatiendo ejércitos disfrazados de ovejas. Después de un deseo marchito, hacer florecer uno nuevo, mientras se conserven energías, eso es la salud mental. Uno pierde mucho en la vida: apuntes, teléfonos, calcetines, y no es una tragedia, tampoco es una tragedia perder una ciudad que nunca se podrá conocer, o perder un fetiche heredado de un muerto querido, o perder el sonido de la risa de una amiga. No es tragedia porque uno puede reponerse. Desear de nuevo. Amar de nuevo. No importa si se acumulen los fracasos hay que salir otra vez a romperle la madre a los molinos de viento.

El tercer ejemplo se me perdió. Es que fui por un cigarro suelto y ya no me acuerdo qué iba a escribir. Sentí la necesidad de fumar y se me fue el hilo de esta madeja de palabras. Pero ahorita recordé cómo en muchas películas un condenado a muerte pide un cigarro antes de que lo manden al reino del no-ser. Ese último deseo tiene algo de divino. A mí se me ocurrió un cuento una vez acerca de un suicida que despierta una mañana totalmente decidido a matarse; hace una nota para cuando lo encuentren, destruye algunos papeles que no quiere que se conozcan, acomoda estratégicamente otros que sí desea que sus deudos hallen, pero antes de lanzarse al inframundo, siente deseos de fumar, para entonces ya tiene todas las cajetillas vacías, no le queda ni una bacha; sale a la calle y, como es día festivo, todas las tiendas cercanas están cerradas, de modo que comienza su peregrinar, hasta la noche, en busca de un cigarro. Su deseo, aun siendo ínfimo, lo mantuvo con vida. Quedarse sin deseos es coquetear a lo descarado con la muerte… ya recordé el tercer ejemplo: era una persona quisquillosa para comer al grado de no hacerlo si no hay servilletas o un mantel bonito o una cuchara desinfectada; tampoco come si la sopa no está suficientemente caliente o si la carne quedó dura o si le falta azúcar al café, en fin, todos esos deseos que, si bien impulsan a que se esmeren los que cocinan, también pueden conducir a que los quisquillosos se queden sin comer, lo cual es como el suicidio. Es darle más importancia a deseos bobos que a las necesidades. No creo estar moralizando porque yo con frecuencia cometo este error de actuar según caprichos desdeñando aquello que sí me es necesario.

También sé que no he dicho nada nuevo. Todo esto lo dijo Aristóteles hace más de veinte siglos, incluso lo del cigarrillo. Pero yo deseaba escribir, deseaba derramar gotas de agua en el mar. Así como otros desean con un hijo darle vida a la vida, yo deseo darle palabras al lenguaje. 

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