Jaime Augusto Shelley es un hombre que yo admiro. ¿Será también un poeta que yo admiro? Ya no estoy tan seguro de la respuesta, pero me parece significativo que el verso suyo que más aprecio sea el único que en alguna tarde me explicó: “insurgencias de olores y de metal que no dejan seguir”.
Así como hay versos que no se pueden entender sin el resto del poema, hay poemas y, más aún, hay historias que no se comprenden sin un extenso contexto: por aquel tiempo yo estaba arrebatado de impaciencia y, como buen impaciente, no me daba cuenta. Escribí un poema malo (que actualmente por fortuna alimenta la fogata de la nada) y se lo entregué a Shelley. Me regañó, no sólo por escribir mal, sino por impaciente. ¿A dónde quería llegar escupiendo elogios a los besos? “No llegamos con los besos y caricias a ninguna parte”.
Ahora lo entiendo, sin embargo, en mi impaciencia besaba a una mujer y creía que ambos nos dirigíamos a un mismo lugar. ¿A qué sitio, además del panteón, uno puede encaminarse? Al manicomio por supuesto. No puede caber duda de que la impaciencia es una forma de locura. Por impacientes perdimos el Paraíso, dice Kafka, agrega que por indolentes no volvemos a él, pero yo me resisto a creerle; qué tal si no es indolencia, sino prudencia. Aún conociendo la dirección exacta del Edén, yo no me atrevería a volver. Me pareció aterradora desde niño la idea de la eternidad. Los días sin fin, la vida sin fin, me angustiaban a tal grado que debía pronunciar decenas de palabras para sacar de mi mente esa idea y continuar existiendo sin miedo a ser eterno. Supongo que no a muchos niños de seis años les pasa lo mismo. Hoy en día tengo una arraigada fe en que cuando se pudra mi última célula, mi alma estará en el mismo lugar que aquel mal poema ya borrado.
Shelley me dijo que yo escribía como ejidatario. ¿Cómo carajos escriben los ejidatarios? Supongo que peor que los bucólicos. La impaciencia para escribir me llevaba a repetir fórmulas gastadas, lo cual si bien es un error estilístico, es también un error moral. ¿Por qué quería besar todos los días a la misma mujer, que además cada día me era más extraña? ¿Por qué repetir la receta del tempus fugit, cuando al compartir a diario la cama con una extraña se comprende la pesadez del tiempo?
Shelley suponía, seguramente, que la respuesta estaba en mi impaciencia. Y un hombre que se ha divorciado varias veces tiene derecho a sermonear sobre la impaciencia. Me explicó que tuvo una novia, ciudad adentro quizá, y para verla viajaba por toda la avenida de los Insurgentes, desde Ciudad Universitaria hasta casa del infierno, igual que yo hacía en esos tiempos, y todo para unos cuantos besos, todo para ir parcelando rabias. El punto es que la poesía consiste en no llamarle a Insurgentes, Insurgentes, ni garrapatear palabras como “tráfico” y “contaminación”, sino escribir, por ejemplo: “insurgencias de olores y de metal”.
He aquí el poema de Shelley, que bien mirado, sí coincide con aquello que viví hace unos pocos años, pero que ya parecen muchos:
Nos hemos agredido con toda la prisa y el miedo
de los cementerios
desfundamos la orfandad de los sentidos,
pero no llegamos con los besos y caricias
a ninguna parte,
porque para llegar aquí
hemos tenido que cruzar
aledaños de cólera,
insurgencias de olores y metal que no dejan seguir,
ser como uno quisiera,
sin otra cicatriz que no sea la del amor.
Y creo que tengo derecho a una paráfrasis, aunque sea impaciente y escriba como ejidatario:
Fuimos arrollados por temblores de carnes oscuras
y calientes sangres
dejamos en la intemperie las caricias
sin alcanzar las profecías de las voces
que se fermentaron
a lo ancho del ruido y la rabia
que cruzábamos forzados
ceñidos de saña
como obreros o pastores rompiendo arbolillos
somos los otros que fuimos
los de cicatrices empolvadas
y ninguna de amor.
1 comentario:
Me gustó muchísimo tu ensayo, Antonio.
"somos los otros que fuimos
los de cicatrices empolvadas
y ninguna de amor"
Estos versos me parecieron magníficos ¡Dicen tanto!Y si me das permiso se los dedico al pasado, también yo.
Besito
Bal
Besito
Bal
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